—Me decepcionas, princesa. Al menos de ti esperaba el honor de no caer en recursos fáciles —miró pensativo su boquilla de marfil—. Te aseguro que estoy cuerdo. ¿Cómo, si no, habría podido construir tan minuciosamente los detalles de esta bella historia?
—¿Bella? —lo miró, estupefacta—. Estamos hablando de Álvaro, y de Menchu… ¿Bella historia, dices? —se estremeció de horror y desprecio—. ¡Por el amor de Dios! ¿De qué maldita cosa estás hablando?
El anticuario sostuvo su mirada, imperturbable y después se volvió a Muñoz, como en demanda de auxilio.
—Hay aspectos… estéticos —dijo—. Factores extraordinariamente originales que no podemos simplificar de modo tan superficial. El tablero no es sólo blanco y negro. Hay planos superiores desde los que contemplar los hechos. Planos objetivos —los miró con una súbita desolación que parecía sincera—. Confiaba en que os habríais dado cuenta.
—Sé lo que quiere decir —comentó Muñoz, y Julia se volvió a mirarlo, sorprendida. El jugador de ajedrez seguía inmóvil, de pie en mitad del salón, con las manos en los bolsillos de la gabardina arrugada. En un extremo de la boca había aparecido aquella vaga mueca, su apenas esbozada sonrisa, indefinible y distante.
—¿Lo sabe? —exclamó Julia—. ¿Qué mierda puede saber usted?
Apretó los puños, indignada, conteniendo el aliento que resonaba en sus oídos como el de un animal al término de una larga carrera. Pero Muñoz permaneció imperturbable, y Julia observó cómo César le dirigía una tranquila mirada de agradecimiento.
—No me equivoqué al escogerlo —dijo el anticuario—. Y lo celebro.
Muñoz no quiso responder. Se limitó a mirar a su alrededor, los cuadros, muebles y objetos de la habitación, asintiendo despacio con la cabeza, como si de todo aquello extrajese misteriosas conclusiones. Al cabo de unos instantes señaló a Julia con un gesto del mentón.
—Creo que ella tiene derecho a conocer toda la historia.
—También usted, querido —apuntó César.
—También yo. Aunque aquí sólo oficio como testigo.
No había censura o amenaza en sus palabras. Era como si el jugador de ajedrez conservase una absurda neutralidad. Una neutralidad imposible, pensó Julia, porque habrá un momento, tarde o temprano, en que se agotarán las palabras y será necesario tomar una decisión. Sin embargo —concluyó, aturdida por la sensación de irrealidad de la que no lograba liberarse— ese momento parecía aún demasiado lejano.
—Empecemos, entonces —dijo, y al escuchar— se comprendió, con insospechado alivio, que retornaba la serenidad perdida. Miró a César con dureza—. Háblanos de Álvaro.
El anticuario hizo un gesto afirmativo.
—Álvaro —repitió, en voz baja—. Pero antes debo referirme al cuadro… —compuso de pronto un mohín de fastidio, como si hubiese olvidado algún deber de elemental cortesía—. Aún no os he ofrecido nada, y eso es imperdonable. ¿Tomaréis algo?
Nadie respondió. César fue hasta un antiguo arcón de roble que utilizaba como mueble bar.
—Vi ese cuadro por primera vez un día que estuve en tu casa, Julia. ¿Recuerdas?… Lo habían llevado unas horas antes y estabas alegre como una chiquilla. Durante casi una hora te observé mientras lo estudiabas con todo detalle, explicándome las técnicas que pensabas aplicar para, cito literalmente, convertirlo en el más bello trabajo de tu carrera —al tiempo que hablaba, César escogió un vaso estrecho, de valioso cristal tallado, y puso hielo, ginebra y zumo de limón—. Me maravilló verte feliz, y la verdad, princesa, es que yo también lo era —se volvió con el vaso en la mano y, tras probar cautamente la mezcla, pareció satisfecho—. Pero lo que no te dije en aquel momento… Bueno. La verdad es que incluso ahora resulta difícil expresarlo con palabras… Tú estabas maravillada por la belleza de la imagen, el equilibrio de la composición, el color y la luz. Yo también, pero por causas distintas. Aquel tablero de ajedrez, los jugadores inclinados sobre las piezas, la dama que leía junto a la ventana, habían despertado en mí el eco dormido de la vieja pasión. Imagina mi sorpresa cuando, creyéndola olvidada, zas, la vi retornar como un cañonazo. Me sentí a un tiempo febril y aterrado; parecía que acabase de rozarme el soplo de la locura.
El anticuario calló un instante, y la mitad de su boca que permanecía iluminada compuso una mueca maliciosamente íntima, como si hallara especial placer en saborear aquel recuerdo.
—No se trataba sólo de ajedrez —continuó—. Sino de la sensación personal, profunda, de ese juego como lazo con la vida y la muerte, entre la realidad y el ensueño… Y mientras tú, Julia, hablabas de pigmentos y barnices, yo escuchaba apenas, sorprendido por el estremecimiento de placer y de exquisita angustia que me recorría el cuerpo, sentado junto a ti en el sofá, mirando no lo que Pieter van Huys pintó sobre la tabla flamenca, sino lo que aquel hombre, aquel maestro genial, tenía en la mente mientras pintaba.
—Y resolviste que el cuadro tenía que ser tuyo…
César miró a la joven con irónica reconvención.
—No simplifiques, princesa —bebió un breve sorbo del vaso y esbozó una sonrisa que reclamaba indulgencia—. Lo que resolví de pronto fue que me era
imprescindible
agotar la pasión. No se vive para nada una larga vida como la mía. Sin duda por eso yo capté en el acto, no el mensaje, que estaba en clave como después se demostró, sino el hecho cierto de que allí había un enigma fascinante y terrible. Tal vez, fíjate que idea, el enigma que, por fin, me daba la razón.
—¿La razón?
—Sí. El mundo no es tan simple como quieren hacernos creer. Los contornos son imprecisos, los matices cuentan. Nada es negro o blanco; el mal puede ser un disfraz del bien o la belleza, y viceversa, sin que una cosa excluya la otra. Un ser humano puede amar y traicionar a la persona amada, sin que por eso pierda realidad su sentimiento. Se puede ser padre, hermano, hijo y amante al mismo tiempo; víctima y verdugo… Pon los ejemplos que gustes. La vida es una aventura incierta en un paisaje difuso, de límites en continuo movimiento, donde las fronteras son artificiales; donde todo puede acabar y empezar de nuevo a cada instante, o terminar de golpe, como un hachazo inesperado, para siempre jamás. Donde la única realidad absoluta, compacta, indiscutible y definitiva, es la muerte. Donde sólo somos un pequeño relámpago entre dos noches eternas y donde, princesa, tenemos muy poco tiempo.
—¿Y qué tiene que ver eso con la muerte de Álvaro?
—Todo tiene que ver con todo —César levantó una mano pidiendo paciencia—. Además, la vida es una sucesión de hechos que se encadenan unos a otros, a veces sin que medie la voluntad… —miró el contenido del vaso al trasluz, como si flotase allí la continuación de su razonamiento—. Entonces, me refiero a aquel día en tu casa, Julia, decidí averiguar todo lo referente al cuadro. Y lo mismo que tú, la primera persona que me vino al pensamiento fue Álvaro… Jamás lo quise; ni cuando estabais juntos ni después. Con la importante diferencia de que yo jamás perdoné a ese miserable haberte hecho sufrir como lo hizo…
Julia, que había sacado otro cigarrillo, detuvo el gesto a medio camino, mirando a César con sorpresa.
—Ése era asunto mío —dijo—. No tuyo.
—Te equivocas. Era asunto mío. Álvaro había ocupado un lugar que yo jamás podría ocupar. En cierta forma —el anticuario vaciló un instante, sonriendo con amargura— era mi rival. El único hombre capaz de apartarme de ti.
—Todo había terminado entre él y yo… Es absurdo relacionar una cosa con la otra.
—No tan absurdo; pero dejemos la cuestión. Yo lo odiaba, y punto. Naturalmente, esa no es razón para matar a nadie. De ser así, te aseguro que no habría esperado tanto para hacerlo… Este mundo nuestro, el del arte y los anticuarios, es muy limitado. Álvaro y yo habíamos tenido algún contacto profesional de vez en cuando; eso era inevitable. Nuestras relaciones no podían calificarse de cálidas, por supuesto; pero a veces el dinero y el interés hacen extraños compañeros de cama. La prueba es que tú misma, al plantearte el problema del Van Huys, acudiste a él… El caso es que fui a verlo y le pedí un informe del cuadro. No por amor al arte, desde luego. Ofrecí una cifra razonable. Tu ex, que en paz descanse, siempre fue un chico caro. Carísimo.
—¿Por qué no me dijiste nada de eso?
—Hubo varias razones. La primera es que no deseaba ver reanudarse vuestra relación, ni siquiera en lo profesional. Nunca podemos tener la certeza de que bajo las cenizas no queden rescoldos… Pero había algo más. El cuadro se relacionaba con sentimientos demasiado íntimos —señaló con un gesto el ajedrez de marfil sobre la mesita de juego—. Con una parte de mí a la que yo había creído renunciar para siempre. Un rincón en el que a nadie, ni siquiera a ti, princesa, podía permitirle entrar. Eso habría significado abrir la puerta a cuestiones que nunca tendría el valor de discutir contigo —miró a Muñoz, que escuchaba en silencio, manteniéndose aparte—. Supongo que nuestro amigo podría ilustrarte bien sobre el tema. ¿No es cierto? El ajedrez como proyección del ego, la derrota como frustración de la líbido y cosas así, tan deliciosamente cochinas… Esos movimientos largos y profundos, en diagonal, de alfiles deslizándose por el tablero —pasó la punta de la lengua por el filo de su vaso y se estremeció suavemente—. En fin. El viejo Sigmund habría tenido mucho que decir sobre eso.
Suspiró en homenaje a sus propios fantasmas. Después hizo un lento brindis en dirección a Muñoz y, sentándose en una butaca, cruzó las piernas con desenvoltura.
—No entiendo —insistió la joven— qué tiene que ver todo esto con Álvaro.
—Al principio, poca cosa —reconoció el anticuario—. Yo sólo quería una información histórica sencillita. Algo que, como te he dicho, estaba dispuesto a pagar bien. Pero las cosas se complicaron cuando también tú decidiste acudir a él… Eso no era grave, en principio. Pero Álvaro, haciendo gala de una prudencia profesional digna de encomio, se abstuvo de comentarte mi interés, pues yo había exigido máxima discreción…
—¿Y no le extrañó que tú investigases el cuadro a mis espaldas?
—En absoluto. Y si fue así, no dijo nada. Tal vez creyó que yo quería darte una sorpresa, aportando datos nuevos… O quizá pensó que yo te preparaba una jugarreta —César reflexionó seriamente—. Y ahora que lo pienso, la verdad es que sólo por eso habría merecido que lo mataran.
—Intentó alertarme. El Van Huys está de moda últimamente, dijo.
—Infame hasta el final —opinó César—. Con esa fácil advertencia se cubría ante ti, sin quedar mal conmigo. Nos satisfacía a todos, cobraba el dinero y, además, mantenía una puerta abierta para rememorar tiernas escenas de antaño… —enarcó una ceja mientras soltaba una breve risa—. Pero te estaba contando lo que ocurrió entre Álvaro y yo —miró el interior de su vaso—. A los dos días de mi entrevista con él, fuiste a decirme que el cuadro tenía una inscripción oculta. Procuré disimular lo mejor que pude, pero me produjo el efecto de una corriente eléctrica; confirmaba mis intuiciones sobre la existencia de un misterio. Me di cuenta en el acto de que también significaba muchísimo dinero, multiplicar la cotización del Van Huys, y recuerdo que así te lo dije. Aquello, unido a la historia del cuadro y sus personajes, abría perspectivas que en ese momento juzgué maravillosas: tú y yo compartiendo la investigación, adentrándonos en la resolución del enigma. Era como en los viejos tiempos, ¿te das cuenta? Como buscar un tesoro, pero esta vez un tesoro real. Para ti la fama, Julia. Tu nombre en publicaciones especializadas, en los libros de arte. Para mí… Digamos que eso ya lo justificaba todo; pero además, adentrarme en aquel juego suponía un complejo reto personal. Lo que sí te aseguro es que la ambición no contaba en esto para nada. ¿Me crees?
—Te creo.
—Lo celebro. Porque sólo así podrás interpretar lo que ocurrió después —César hizo tintinear el hielo, y pareció que el sonido le ayudaba a ordenar los recuerdos—. Cuando te marchaste, llamé a Álvaro y quedamos en que yo pasaría por su casa al mediodía. Fui sin malas intenciones; y confieso que temblaba de pura excitación. Álvaro me contó lo que había averiguado. Comprobé, satisfecho, que ignoraba la existencia de la inscripción oculta, y me guardé muy bien de ponerlo al corriente. Todo fue de perlas hasta que empezó a hablar de ti. Entonces, princesa, el panorama cambió por completo…
—¿En qué sentido?
—En todos.
—Me refiero a lo que dijo Álvaro de mí.
César se movió en el sillón, aparentando incomodidad, y tardó un poco en responder, de mala gana:
—Tu visita le había causado una fuerte impresión… O al menos eso dio a entender. Comprendí que habías removido peligrosamente viejos sentimientos, y que a Álvaro no le hubiera desagradado que las cosas volvieran a ser como antes —hizo una pausa y frunció el ceño—. Reconozco, Julia, que aquello me irritó de un modo que no eres capaz de imaginar. Álvaro había arruinado dos años de tu vida y yo estaba allí, frente a él, escuchando cómo planeaba descaradamente volver a irrumpir en ella… Le dije, sin rodeos, que te dejara en paz. Me miró como si yo fuese una vieja y entrometida mariquita, y empezamos a discutir. Te ahorro detalles, pero fue muy desagradable. Me acusó de meterme en lo que no me importaba.
—Y tenía razón.
—No. Tú me importabas, Julia. Me importas más que nada en el mundo.
—No seas absurdo. Jamás habría vuelto con Álvaro.
—Yo no estoy seguro de eso. Sé perfectamente lo que ese canalla significó para ti… —sonrió burlonamente al vacío, como si el espectro de Álvaro, ya inofensivo, estuviese allí, mirándolos—. Entonces, mientras discutíamos, sentí que el viejo odio renacía en mí; me subía a la cabeza como uno de tus vasos de vodka caliente. Era, hija mía, un odio como no recordaba haber sentido nunca; un buen y sólido odio, deliciosamente
latino
. Así que me levanté y creo que perdí un poco la compostura, insultándolo con un escogido repertorio de verdulera, el que reservo para las grandes ocasiones… Primero se mostró sorprendido por mi explosión. Después encendió la pipa y se me rió en la cara. Su relación contigo, dijo, había fracasado por mi culpa. Yo era el responsable de que no te hubieras hecho adulta. Mi presencia en tu vida, que calificó de enfermiza y obsesiva, te había impedido siempre volar sola. «Y lo peor de todo», añadió con una sonrisa insultante, «es que, en el fondo, de quien Julia siempre ha estado enamorada es de ti, que simbolizas el padre que casi no llegó a conocer… Y así le va.» Después de decir eso, Álvaro metió una mano en el bolsillo del pantalón, le dio unas chupadas a la pipa y me miró entre bocanadas de humo. «Lo vuestro», concluyó, «no es más que un incesto no consumado… Afortunadamente eres homosexual».