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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (44 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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—Lo siento —concluyó César, y parecía sincero. Después devolvió la reina al tablero, con el aire de quien está a punto de concluir una grata velada, y miró a Julia.

—Para terminar —dijo— os enseñaré algo.

Se acercó a una arquimesa de caoba y abrió uno de los cajones, sacando un sobre, grueso y lacrado, y las tres figurillas en porcelana de Bustelli.

—Tuyo es el premio, princesa —sonrió a la joven con un brillo de malicia en los ojos—. Una vez más has logrado desenterrar el tesoro. Ahora puedes hacer con él lo que gustes.

Julia miraba las porcelanas y el sobre, suspicaz.

—No comprendo.

—Lo comprenderás enseguida. Porque durante estas semanas he tenido también tiempo para ocuparme de tus intereses… En este momento,
La partida de ajedrez
está en el lugar adecuado: la caja de seguridad de un banco suizo, alquilada por una sociedad anónima que no existe más que sobre el papel y está domiciliada en Panamá… Los abogados y banqueros suizos son gente algo aburrida pero muy formal, que no hace preguntas mientras se respete la legislación de su país y se abonen los debidos honorarios —puso el sobre encima de la mesa, cerca de Julia—. De esa sociedad anónima, cuyos títulos están ahí dentro, tú tienes el setenta y cinco por ciento de las acciones; un abogado suizo de quien alguna vez me has oído hablar, Demetrius Ziegler, viejo amigo mío, se ha encargado de todos los trámites. Y nadie, excepto nosotros y una tercera persona de la que luego hablaremos, sabe que en esa caja de seguridad, durante algún tiempo, permanecerá bien embalado el cuadro de Pieter Van Huys… Mientras tanto, la historia de
La partida de ajedrez
se habrá convertido en el mayor acontecimiento artístico. Todo el mundo, medios informativos, revistas especializadas, explotará el escándalo hasta la saciedad. En un primer cálculo podemos prever una cotización internacional que alcanzará varios millones… De dólares, naturalmente.

Julia miró el sobre y después a César, desconcertada e incrédula.

—Dará igual lo que llegue a valer —murmuró, pronunciando con dificultad las palabras—. No puede venderse un cuadro robado. Ni siquiera en el extranjero.

—Depende a quién y cómo —respondió el anticuario—. Cuando todo esté a punto, digamos un par de meses, el cuadro saldrá de su escondite para aparecer, no en una subasta pública, sino en el mercado clandestino de obras de arte… Terminará colgado en secreto en la lujosa mansión de uno de los numerosos coleccionistas millonarios brasileños, griegos o japoneses que se lanzan como tiburones sobre las obras valiosas, para renegociarlas a su vez o para satisfacer íntimas pasiones relacionadas con el lujo, el poder y la belleza. También es una buena inversión a largo plazo, pues en ciertos países la legislación sobre obras de arte robadas hace prescribir el delito a los veinte años de producirse el hecho… Y tú eres aún deliciosamente joven. ¿No es maravilloso? De todas formas, ése ya no será asunto tuyo. Lo que importa es que ahora, en los próximos meses, durante el itinerario secreto del Van Huys, la cuenta bancaria de tu flamante sociedad panameña, abierta hace dos días en otro honorable banco de Zurich, se verá engrosada en algunos millones de dólares… Tú no tendrás que ocuparte de nada, pues alguien realizará todas esas inquietantes transacciones por ti. De eso me he asegurado bien, princesa. Sobre todo de la imprescindible lealtad de esa persona. Una lealtad mercenaria, dicho sea de paso. Pero tan buena como cualquier otra; incluso mejor. Desconfía siempre de las lealtades desinteresadas.

—¿Quién es? ¿Tu amigo suizo?

—No. Ziegler es un abogado metódico y eficiente, pero no domina hasta ese punto el tema. Por eso he recurrido a alguien con los contactos adecuados, con una espléndida ausencia de escrúpulos y lo bastante experto para moverse con soltura en ese complicado mundo subterráneo: Paco Montegrifo.

—Estás de broma.

—Yo no bromeo en cuestiones de dinero. Montegrifo es un curioso personaje que, dicho sea de paso, está un poco enamorado de ti, aunque eso no tenga nada que ver con el asunto. Lo que cuenta es que ese hombre, que es al mismo tiempo un perfecto sinvergüenza y un individuo extraordinariamente hábil, no te jugará jamás una mala pasada.

—No veo por qué. Si tiene el cuadro, adiós muy buenas. Montegrifo es capaz de vender a su madre por una acuarela.

—Sí. Pero a ti
no puede
. En primer lugar, porque entre Demetrius Ziegler y yo le hemos hecho firmar una cantidad de documentos que no tienen valor legal si se hacen públicos, pues todo este asunto constituye un flagrante delito, pero que son suficientes para probar que eres completamente ajena a todo esto. También para involucrarlo a él si se va de la lengua o juega sucio, hasta el punto de que le caiga encima una busca y captura internacional que no lo deje respirar durante el resto de su vida… Por otra parte, estoy en posesión de ciertos secretos cuya publicidad perjudicaría su reputación, creándole gravísimos problemas con la Justicia. Entre otras cosas, que yo sepa, Montegrifo se ha encargado, al menos en dos ocasiones, de sacar del país y vender ilegalmente objetos del Patrimonio Artístico, que llegaron a mis manos y yo puse en las suyas como intermediario: un retablo del siglo quince, atribuido a Pere Oller y robado en Santa María de Cascalls en mil novecientos setenta y ocho, y aquel famoso Juan de Flandes desaparecido hace cuatro años de la colección Olivares, ¿recuerdas?

—Sí. Pero nunca imaginé que tú…

César hizo una mueca indiferente.

—Así es la vida, princesa. En mi negocio, como en todos, la acrisolada honradez es el camino más seguro para morirse de hambre… Pero no estábamos hablando de mí, sino de Montegrifo. Por supuesto, intentará quedarse con todo el dinero que pueda; eso es inevitable. Pero se mantendrá dentro de límites que no perjudiquen el beneficio mínimo garantizado para tu sociedad panameña, cuyos intereses cuidará Ziegler como un doberman. Una vez concluido el negocio, Ziegler trasvasará automáticamente el dinero de la cuenta bancaria de la sociedad anónima a otra cuenta privada cuyo discreto número te pertenece, y disolverá aquélla para borrar los rastros, destruyendo también toda la documentación menos la referente al pasado turbio de Montegrifo. Esa la conservará para garantizarte la lealtad de nuestro amigo el subastador. Aunque estoy seguro de que, a esas alturas, tal precaución será superflua… Por cierto: mi buen Ziegler tiene instrucciones expresas para desviar un tercio de tus beneficios hacia diversos tipos de inversiones seguras y rentables que blanqueen ese dinero y garanticen, aun en el caso de que te dediques a derrochar alegremente, la solvencia económica para el resto de tu vida. Déjate asesorar sin reservas, porque Ziegler es un buen hombre a quien conozco hace más de veinte años: honrado, calvinista y homosexual. Te descontará escrupulosamente, eso sí, su comisión y los gastos.

Julia, que había escuchado inmóvil, se estremeció. Todo encajaba a la perfección, como las piezas de un increíble rompecabezas. César no había dejado ni un solo cabo suelto. Tras dirigirle al anticuario una larga mirada, dio unos pasos por la habitación, intentando asimilar todo aquello. Demasiado para una sola noche, pensó mientras se detenía ante Muñoz, que la miraba imperturbable, aún con la colilla casi consumida en la boca. Posiblemente, también demasiado para una sola vida.

—Veo —dijo la joven, volviéndose de nuevo hacia el anticuarioque lo has previsto todo… O casi todo. ¿También has pensado en don Manuel Belmonte? Quizá te parezca un detalle sin importancia, pero es el propietario del cuadro.

—También he pensado en eso. Naturalmente, tú puedes tener una loable crisis de conciencia y decidir que no aceptas mi plan. En ese caso no tienes más que decírselo a Ziegler, y el cuadro aparecerá en el lugar adecuado. A Montegrifo le dará un soponcio, pero tendrá que fastidiarse. A fin de cuentas, las cosas quedarían como antes: el cuadro revalorizado con el escándalo y Claymore manteniendo el derecho a la subasta… Pero en caso de que te inclines por el sentido práctico de la vida, tienes argumentos para tranquilizar tu conciencia: Belmonte se desprende del cuadro por dinero; así que, excluido el valor sentimental, queda el económico. Y este se ve cubierto por el seguro. Además, nada te impide, de forma anónima, hacerle llegar la indemnización que juzgues oportuna. Tendrás dinero de sobra para eso. En cuanto a Muñoz…

—Pues sí —dijo el jugador de ajedrez—. La verdad es que tengo curiosidad por saber qué pasa conmigo.

César lo miró, socarrón.

—A usted, queridísimo, le ha tocado la lotería.

—No me diga.

—Pues sí se lo digo. En previsión de que el segundo caballo blanco sobreviviese a la partida, me tomé la libertad de vincularlo documentalmente a la sociedad, con el veinticinco por ciento de las acciones. Lo que, entre otras cosas, le permitirá a usted comprarse camisas limpias y jugar al ajedrez, digamos en las Bahamas, si le apetece.

Muñoz se llevó la mano a la boca y cogió entre los dedos el resto del cigarrillo, que se había apagado. Lo contempló brevemente para dejarlo caer después, con gesto deliberado, sobre la alfombra.

—Lo encuentro muy generoso por su parte —dijo.

César miró la colilla en el suelo y después al ajedrecista.

—Es lo menos que puedo hacer. De algún modo hay que comprar su silencio; y además se lo ha ganado con creces… Digamos que es mi modo de compensar la jugarreta del ordenador.

—¿Y se le ha ocurrido pensar que yo puedo negarme a participar en esto?

—Pues sí. La verdad es que se me ha ocurrido. Es un tipo extraño, considerándolo bien. Pero ése ya no es asunto mío. Usted y Julia son ahora socios, así que arréglenlo solos. Yo tengo otras cosas en qué pensar.

—Quedas tú, César —dijo Julia.

—¿Yo? —el anticuario sonrió. Dolorosamente, creyó ver la joven—. Mi querida princesa, yo tengo muchos pecados que purgar y muy poco tiempo disponible —señaló el sobre lacrado sobre la mesa—. Ahí tienes también una detallada confesión en la que figura toda la historia de cabo a rabo, excepto, naturalmente, nuestra combinación suiza. Tú, Muñoz, y de momento Montegrifo, quedáis limpios como una patena. En cuanto al cuadro, explico con todo detalle su destrucción por razones personales y sentimentales. Estoy seguro de que, tras sesudo examen de esa confesión, los psiquiatras de la policía dictaminarán mi peligrosa esquizofrenia.

—¿Piensas irte al extranjero?

—Ni hablar. Lo único que hace deseable tener un sitio a donde ir, es que eso permite hacer un viaje. Pero yo soy demasiado viejo. Por otra parte, tampoco me seduce la cárcel, o un manicomio. Debe de ser algo incómodo, con todos esos enfermeros corpulentos y atractivos dándole a uno duchas frías y cosas así. Me temo que no, querida. Tengo cincuenta años largos y ya no estoy para ese tipo de emociones. Además, hay otro pequeño detalle.

Julia lo miró, sombría.

—¿Qué detalle?

—¿Has oído hablar —César hizo una mueca irónica— de una cosa que se llama
Síndrome de Nosecuántos Adquirido
, algo que parece estar grotescamente de moda?… Pues lo mío es un caso terminal. Dicen.

—Estás mintiendo.

—En absoluto. Te aseguro que lo llaman así: terminal, como esas lóbregas estaciones del metro.

Julia cerró los ojos. De repente, todo cuanto había alrededor pareció desvanecerse, y en su conciencia sólo quedó un sonido apagado y sordo, como el de una piedra al caer en el centro de un estanque. Cuando volvió a abrirlos, sus párpados estaban llenos de lágrimas.

—Estás mintiendo, César. Tú no. Dime que mientes.

—Ya quisiera yo, princesa. Te aseguro que me encantaría poder decirte que todo ha sido una broma de mal gusto. Pero la vida es muy capaz de gastarle a uno esa clase de faenas.

—¿Desde cuándo lo sabes?

El anticuario desdeñó la pregunta con un lánguido gesto de la mano, como si el tiempo hubiese dejado de importarle.

—Dos meses, más o menos. Empezó con la aparición de un pequeño tumor en el recto. Algo bastante desagradable.

—Nunca me dijiste nada.

—¿Por qué había de hacerlo?… Disculpa si parezco poco delicado, querida, pero mi recto siempre ha sido cosa mía.

—¿Cuánto te queda?

—No demasiado; seis o siete meses, creo. Y dicen que se adelgaza una barbaridad.

—Entonces te mandarán a un hospital. No irás a la cárcel. Ni siquiera al manicomio, como tú dices.

César movió la cabeza, con serena sonrisa.

—No iré a ninguno de esos tres sitios, queridísima. ¿Te imaginas qué horror, morir de semejante vulgaridad?… Ah, no. Ni hablar. Me niego. Ahora a
todo
el mundo le ha dado por irse de lo mismo, así que reivindico, al menos, el derecho a hacer mutis dándole un cierto toque personal al asunto… Debe de ser terrible llevarse como última imagen de este mundo un frasco de suero intravenoso colgado sobre tu cabeza, con las visitas pisándote el tubo de oxígeno o algo por el estilo… —miró a su alrededor, los muebles, tapices y cuadros de la habitación—. Prefiero reservarme un final florentino, entre los objetos que amo. Una salida así, discreta y dulce, va más con mis gustos y mi carácter.

—¿Cuándo?

—Dentro de un rato. Cuando tengáis la bondad de dejarme solo.

Muñoz aguardaba en la calle, apoyado en la pared y con el cuello de la gabardina subido hasta las orejas. Parecía absorto en secretas reflexiones; y cuando Julia salió del umbral y llegó a su lado, tardó en levantar la mirada hacia ella.

—¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó.

—Ácido prúsico. Tiene una ampolla guardada desde hace años —sonrió amargamente—. Dice que un pistoletazo es más heroico, pero que le dejaría en la cara una desagradable expresión de sobresalto. Prefiere tener buen aspecto.

—Comprendo.

Julia encendió un cigarrillo. Lo hizo despacio, con deliberada lentitud.

—Hay una cabina telefónica aquí cerca, a la vuelta de la esquina… —miró a Muñoz con expresión ausente—. Me ha pedido que le concedamos diez minutos antes de llamar a la policía.

Echaron a andar por la acera, el uno junto al otro, bajo la luz amarillenta de las farolas. Al final de la calle desierta, un semáforo cambiaba alternativamente del verde al ámbar, y después al rojo. El último destello iluminó a Julia, marcándole sombras irreales y profundas en el rostro.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Muñoz. Había hablado sin mirarla, manteniendo la vista fija en el suelo, ante sí. Ella se encogió de hombros.

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