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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (45 page)

—Depende de usted.

Entonces, por primera vez, Julia oyó reír a Muñoz. Era una risa profunda y suave, algo nasal, que parecía brotarle de muy adentro. Durante una fracción de segundo, la joven tuvo la impresión de que era uno de los personajes del cuadro, y no el jugador de ajedrez, quien la hacía sonar junto a ella.

—Su amigo César tiene razón —dijo Muñoz—. Necesito camisas limpias.

Julia acarició con los dedos las tres figuras de porcelana —Octavio, Lucinda y Scaramouche— que llevaba en el bolsillo de la gabardina, junto al sobre lacrado. El frío de la noche le cortaba los labios, helando lágrimas en sus ojos.

—¿Dijo algo más antes de quedarse solo? —preguntó Muñoz.

Ella se encogió otra vez de hombros. «
Nec sum adeo informis
… No soy tan feo… Me he visto últimamente en la orilla, cuando el mar estaba sereno…» Había sido muy propio de César citar a Virgilio cuando ella se volvía por última vez, ya en el umbral, para abarcar con una mirada el salón en penumbra, los tonos oscuros de los viejos cuadros en las paredes, el tenue reflejo tamizado por la pantalla de pergamino sobre la superficie de los muebles, el marfil amarillento, el dorado en los lomos de los libros. Y César en contraluz, de pie en el centro del salón, sin poderse distinguir ya sus facciones; silueta delgada y nítida como el perfil de una medalla o un camafeo antiguo, y su sombra proyectada sobre los arabescos rojos y ocres de la alfombra, casi rozando los pies de Julia. Y el carillón que sonó en el mismo instante en que ella cerraba la puerta como si fuese la losa de una tumba, igual que si todo estuviera previsto de antemano y cada uno hubiese interpretado a conciencia el papel asignado en la obra, que concluía sobre el tablero a la hora exacta, cinco siglos después del primer acto, con la precisión matemática del último movimiento de la dama negra.

—No —murmuró en voz baja, sintiendo que la imagen se alejaba despacio, hundiéndose en la profundidad de su memoria—. En realidad no dijo nada.

Muñoz levantó el rostro, como un perro flaco y desgarbado que husmease el cielo oscuro sobre sus cabezas, y sonrió con retorcido afecto.

—Lástima —dijo—. Habría sido un excelente jugador de ajedrez.

El eco de sus pasos resuena en el claustro vacío, bajo las bóvedas que ya inundan las sombras. Los últimos rayos de sol poniente llegan casi horizontales, amortiguados por las celosías de piedra, tiñendo de resplandor rojizo los muros del convento, las hornacinas vacías, las hojas de hiedra que amarillea el otoño enroscadas en los capiteles —monstruos, guerreros, santos, animales mitológicosbajo los graves arcos góticos que circundan el jardín invadido por la maleza. El viento, que anuncia los fríos que vienen del norte precediendo al invierno, ulula afuera, al ascender por la ladera de la colina agitando ramas en los árboles, y arranca sonidos de piedra centenaria a las gárgolas y aleros del tejado, balanceando los bronces del campanario, donde una veleta chirriante y oxidada señala contumaz hacia un sur quizá luminoso, lejano e inaccesible.

La mujer enlutada se detiene junto a una pintura mural desconchada por el tiempo y la humedad, de cuyos colores originales apenas quedan algunos restos: el azul de una túnica, el ocre del dibujo. Una mano truncada a la altura de la muñeca cuyo índice señala un cielo inexistente, un Cristo cuyas facciones se confunden con el yeso desmenuzado de la pared; un rayo de sol, o de luz divina, ya sin origen ni destino, suspendido entre cielo y tierra, segmento de claridad amarilla absurdamente congelado en el tiempo y en el espacio, al que los años y la intemperie hacen desvanecerse poco a poco hasta extinguirlo, o borrarlo, como si jamás hubiese estado allí. Y un ángel de boca inexistente y ceño fruncido, como el de un juez o un verdugo, del que sólo se adivinan, entre los restos de pintura, unas alas manchadas de cal, un fragmento de túnica y una espada de contornos imprecisos.

La mujer enlutada aparta las tocas negras que le cubren la parte superior del rostro y mira durante largo rato los ojos del ángel. Desde hace dieciocho años se detiene aquí cada día a la misma hora y observa los estragos con los que el tiempo roe los rasgos de esa pintura. Así ha ido viéndola borrarse poco a poco, como una lepra que arranque la carne a trozos, que haga desvanecerse los contornos del ángel, fundiéndolos con el yeso sucio de la pared, con las manchas de humedad que abolsan los colores, cuartean y desprenden las imágenes. Allí donde ella vive no hay espejos; la regla en que profesó, o tal vez la obligaron a profesar —su memoria tiene cada vez más espacios en blanco, como la pintura de la pared— los prohíbe. Hace dieciocho años que no ve su propio rostro, y para ella es aquel ángel, que sin duda alguna vez poseyó bellos rasgos, la única referencia exterior del paso del tiempo en sus facciones: pintura desconchada en lugar de arrugas, trazos desvaídos en vez de piel marchita. A veces, en momentos de lucidez que llegan como una ola lamiendo la arena de una playa, y a los que se aferra con desesperación intentando fijarlos en su memoria confusa, atormentada por fantasmas, cree recordar que tiene cincuenta y cuatro años.

De la capilla llega, amortiguado por el espesor de los muros, un coro de voces que cantan las alabanzas de Dios antes de dirigirse al refectorio. La mujer enlutada tiene dispensa de asistir a algunos oficios, y a esa hora se la deja pasear sola por el claustro desierto, como sombra oscura y silenciosa. De su cintura pende un largo rosario de madera ennegrecida que hace tiempo no desgrana. El lejano canto religioso se confunde con el silbar del viento.

Cuando reanuda su camino y llega junto a la ventana, el sol agonizante es una mancha de claridad rojiza comprimida en la distancia, bajo las nubes color de plomo que bajan del norte. Al pie de la colina hay un lago ancho y gris, con reflejos de color acero. La mujer apoya las manos, secas y huesudas, en el alféizar de la ventana —una ventana ojival; otra vez, como cada tarde, los recuerdos retornan sin piedad— y siente cómo el frío de la piedra asciende por sus brazos y se le aproxima lenta, peligrosamente, al gastado corazón. La acomete una tos desgarrada que sacude su cuerpo frágil, minado por la humedad de tantos inviernos, atormentado por la reclusión, la soledad y la intermitente memoria. Ya no escucha los cantos de la capilla, ni el sonido del viento. Ahora es la música monótona y triste de una mandolina que emerge entre las brumas del tiempo, y el horizonte hostil y otoñal se desvanece ante sus ojos para dibujar, como en la pintura de un cuadro, otro paisaje: una suave llanura ondulada de la que emerge en la distancia, recortándose en el cielo azul como trazada por delicado pincel, la fina silueta de un campanario. Y de pronto le parece escuchar el rumor de dos hombres sentados a una mesa, el eco de una risa. Y piensa que, si se vuelve a mirar atrás, se verá a sí misma sentada en un escabel con un libro en el regazo, y al levantar los ojos encontrará el destello de un gorjal de acero y de un Toisón de Oro. Y un anciano de barba gris le sonreirá mientras, con un pincel en la mano, traza sobre una tabla de roble, con la parsimonia y la sabiduría de su oficio, la imagen eterna de aquella escena.

Por un instante, el viento desgarra la capa de nubes; y un postrer reflejo de luz, al reverberar en las aguas del lago, ilumina el rostro envejecido de la mujer, deslumbrando sus ojos claros y fríos, casi apagados. Después, al extinguirse, el viento parece aullar con más fuerza y mueve las tocas negras, que se agitan como alas de un cuervo. Entonces vuelve a sentir ese dolor punzante que le roe las entrañas, junto al corazón. Un dolor que paraliza medio cuerpo y ningún remedio consigue aliviar. Que le hiela los miembros, la respiración.

El lago ya no es sino una mancha opaca bajo las sombras. Y la mujer enlutada, que en el mundo se llamó Beatriz de Borgoña, sabe que ése que llega del norte será su último invierno. Y se pregunta si, en el lugar oscuro al que se dirige, habrá misericordia suficiente para borrarle los últimos jirones de la memoria.

La Navata, abril de 1990

ARTURO PÉREZ-REVERTE (Cartagena, 1951) ha pertenecido por igual al mundo del periodismo y la literatura. Como reportero de prensa, radio y televisión, vivió la mayor parte de los conflictos de las dos últimas décadas. Como narrador, sus novelas
El húsar
(1986) y
El maestro de esgrima
(1988) afianzaron su posición en la primera fila de los novelistas españoles actuales. Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y publicada en una veintena de países.

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