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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes

 

A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa.

Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma. La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas.

La tabla de Flandes
es un apasionante juego de trampas e inversiones —pintura, música, literatura, historia, matemática— que Arturo Pérez-Reverte encaja con diabólica destreza.

Arturo Pérez-Reverte

La tabla de Flandes

ePUB v2.0

ivicgto
25.07.12

Título original:
La tabla de Flandes

Arturo Pérez-Reverte, 1990.

Editor original: ivicgto (v1.0 a v2.0)

Corrección de erratas: ivicgto

ePub base v2.0

A Julio y Rosa, abogados del Diablo.

A Cristiane Sánchez Azevedo.

Y a Raymond Smullyan por la partida.

I. Los secretos del maestro Van Huys

«Dios mueve al jugador, y éste la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?»

J. L. Borges

Un sobre cerrado es un enigma que tiene otros enigmas en su interior. Aquel era grande, abultado, de papel manila, con el sello del laboratorio impreso en el ángulo inferior izquierdo. Y antes de abrir la solapa, mientras lo sopesaba en la mano buscando al mismo tiempo una plegadera entre los pinceles y frascos de pintura y barniz, Julia estaba muy lejos de imaginar hasta qué punto ese gesto iba a cambiar su vida.

En realidad, conocía ya el contenido del sobre. O, como descubrió más tarde, creía conocerlo. Quizá por eso no sintió nada especial hasta que extrajo las copias fotográficas y las extendió sobre la mesa para mirarlas vagamente aturdida, reteniendo el aliento. Fue entonces cuando comprendió que
La partida de ajedrez
iba a ser algo más que simple rutina profesional. En su oficio menudeaban los hallazgos insospechados en cuadros, muebles o encuadernaciones de libros antiguos. Seis años restaurando obras de arte incluían una larga experiencia en trazos y correcciones originales, retoques y repintes; incluso falsificaciones. Pero nunca, hasta aquel día, una inscripción oculta bajo la pintura de un cuadro: tres palabras desveladas por la fotografía con rayos X.

Cogió el arrugado paquete de cigarrillos sin filtro y encendió uno, incapaz de apartar los ojos de las copias fotográficas. No cabía duda alguna, puesto que todo estaba allí, en los positivos de las placas radiológicas de 30X40. El diseño original de la pintura, una tabla flamenca del siglo XV, se apreciaba nítidamente en su detallado dibujo con
verdaccio
, igual que las vetas de la madera y las junturas encoladas de los tres paneles de roble que formaban la tabla, soporte de los sucesivos trazos, pinceladas y veladuras que el artista había ido aplicando hasta crear su obra. Y en la parte inferior, aquella frase escondida que la radiografía sacaba a la luz cinco siglos después, con los caracteres góticos destacando nítidamente en el blanco y negro de la placa:

QUIS NECAVIT EQUITEM

Julia sabía latín suficiente para traducirlo sin diccionario:
Quis
, pronombre interrogativo, quién.
Necavit
procedía de
neco
, matar. Y
equitem
era el acusativo singular de
eques
, caballero. Quién mató al caballero. Con interrogación, que el uso del
quis
hacía evidente, dándole un cierto aire de misterio a la frase:

¿QUIÉN MATÓ AL CABALLERO?

Como mínimo, era desconcertante. Dio una larga chupada al cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos de la mano derecha, mientras con la izquierda reordenaba las radiografías sobre la mesa. Alguien, quizás el mismo pintor, había planteado en el cuadro una especie de acertijo, que después cubrió con una capa de pintura. O tal vez lo hizo otra persona, más tarde. Quedaba aproximadamente un margen de quinientos años para establecer la fecha, y esa idea hizo que Julia sonriese para sus adentros. Podía resolver la incógnita sin demasiada dificultad. Después de todo, aquel era su trabajo.

Cogió las radiografías y se puso en pie. La luz grisácea que entraba por la gran claraboya del techo abuhardillado iluminaba directamente el cuadro, encajado en un caballete.
La partida de ajedrez
, óleo sobre tabla pintado en 1471 por Pieter Van Huys… Se detuvo frente a él, observándolo durante un largo rato. Era una escena doméstica pintada con minucioso realismo cuatrocentista; un interior de aquellos con los que, aplicando la innovación del óleo, los grandes maestros flamencos habían sentado las bases de la pintura moderna. El motivo principal lo constituían dos caballeros de mediana edad y noble aspecto, a uno y otro lado del tablero de ajedrez sobre el que se desarrollaba una partida. En segundo plano, a la derecha y junto a una ventana ojival que enmarcaba un paisaje, una dama vestida de negro leía un libro, puesto sobre el regazo. Completaban la escena los concienzudos detalles propios de la escuela flamenca, registrados con una perfección que rayaba en lo maniático: los muebles y adornos, el enlosado blanco y negro del suelo, el dibujo de la alfombra, incluso cierta pequeña grieta en el muro, o la sombra de un minúsculo clavo en una de la vigas del techo. El tablero y las piezas de ajedrez habían sido ejecutados con idéntica precisión, del mismo modo que las facciones, manos y ropas de los personajes, cuyo realismo contribuía a la extraordinaria calidad del acabado con la viveza de los colores, apreciable a pesar del oscurecimiento producido por la oxidación del barniz original con el paso del tiempo.

Quién mató al caballero. Julia miró la radiografía que sostenía en la mano y después el cuadro, sin apreciar en éste, a simple vista, el menor rastro de la inscripción oculta. Un examen más detenido, con lupa binocular de 7 aumentos, tampoco aportó nada nuevo. Corrió entonces la gran persiana del tragaluz, oscureciendo la habitación para acercar al caballete un trípode con lámpara Wood, de luz negra. Aplicados a un cuadro, sus rayos ultravioletas hacían fluorescentes los materiales, pinturas y barnices más antiguos, y dejaban en oscuro o negro los modernos, descubriendo así repintes y retoques aplicados
después
de su creación. Pero la luz negra no reveló más que una superficie fluorescente plana que incluía la parte de la inscripción cubierta. Eso significaba que ésta había sido tapada por el propio artista, o en fecha inmediatamente posterior a la realización de la pintura.

Hizo girar el interruptor de la lámpara, descubrió la claraboya, y la luz acerada de la mañana otoñal vino a derramarse de nuevo sobre el caballete y el cuadro, llenando el estudio atestado de libros, anaqueles con pinturas y pinceles, barnices y disolventes, instrumentos de ebanistería, marcos y herramientas de precisión, tallas antiguas y bronces, bastidores, cuadros apoyados en el suelo y vueltos hacia la pared sobre una valiosa alfombra persa manchada de pintura, y, en un rincón, encima de una cómoda Luis XV, un equipo de alta fidelidad rodeado de pilas de discos: Dom Cherry, Mozart, Miles Davis, Satie, Lester Bowie, Michael Edges, Vivaldi… Desde la pared, un espejo veneciano de marco dorado le devolvió a Julia, ligeramente empañada, su propia imagen: cabello cortado a la altura de los hombros, leves cercos soñolientos bajo los ojos grandes y oscuros, aún sin maquillar. Atractiva como una modelo de Leonardo, solía decir César cuando, como ahora, el espejo enmarcaba en oro su rostro,
ma più bella
. Y aunque César podía ser considerado más perito en efebos que en
madonnas
, Julia sabía que esa afirmación era rigurosamente cierta. A ella misma le gustaba mirarse en aquel espejo de marco dorado porque le transmitía la sensación de hallarse al otro lado de una puerta mágica que, salvando el tiempo y el espacio, devolviera su imagen con la encarnadura de una belleza renacentista italiana.

Sonrió al pensar en César. Siempre sonreía al hacerlo, desde que era niña. Una sonrisa tierna; a menudo cómplice. Después dejó las radiografías sobre la mesa, apagó el cigarrillo en un pesado cenicero de bronce firmado por Benlliure y fue a sentarse frente a la máquina de escribir:

«La partida de ajedrez»:

Óleo sobre tabla. Escuela flamenca. Fechado en 1471.

Autor: Pieter Van Huys (1415-1481).

Soporte: Tres paneles fijos de roble, ensamblados por falsas lengüetas.

Dimensiones: 60X87 cm. (Tres paneles idénticos de 20X87). Espesor de la tabla: 4 cm.

Estado de conservación del soporte:

No es necesario enderezado. No se observan daños por acción de insectos xilófagos.

Estado de conservación de película pictórica:

Buena adhesión y cohesión del conjunto estratigráfico. No hay alteraciones de color. Se aprecian craqueladuras de edad, sin que se observen cazoletas ni escamas.

Estado de conservación de película superficial:

No se aprecian huellas de exudación de sales ni manchas de humedad. Excesivo oscurecimiento del barniz, debido a oxidación; la capa debe ser sustituida.

La cafetera silbaba en la cocina. Julia se levantó y fue a servirse una taza grande, sin leche ni azúcar. Volvió con ella en una mano, secándose la otra, húmeda, en el holgado jersey masculino que llevaba puesto sobre el pijama. Bastó una leve presión de su dedo índice para que las notas del
Concierto para laúd y viola de amor
, de Vivaldi, brotaran en el estudio, deslizándose entre la luz gris de la mañana. Bebió un sorbo de café espeso y amargo que le quemó la punta de la lengua. Después fue a sentarse, con los pies desnudos sobre la alfombra, para seguir tecleando el informe:

Inspección U. V. y radiológica:

No se detectan cambios importantes, arrepentimientos ni repintes posteriores. Los rayos X descubren una inscripción velada de época, en caracteres góticos, que figura en copias fotográficas adjuntas. No se aprecia en exploración convencional. Puede ser descubierta sin daño para el conjunto mediante eliminación de la capa de pintura en el lugar donde la cubre.

Extrajo la hoja de papel del rodillo de la máquina y la introdujo en un sobre, adjuntando dos radiografías. Bebió el resto del café, todavía caliente, y se dispuso a fumar otro cigarrillo. Frente a ella, en su caballete, ante la dama que leía abstraída junto a la ventana, los dos jugadores continuaban una partida de ajedrez que duraba cinco siglos, descrita sobre la tabla por Pieter Van Huys de modo tan riguroso y magistral que las piezas parecían estar fuera del cuadro, con relieve propio, como el resto de los objetos allí reproducidos. La sensación de realismo era tan intensa que conseguía plenamente el efecto buscado por los viejos maestros flamencos: la integración del espectador en el conjunto pictórico, persuadiéndolo de que el espacio desde donde contemplaba la pintura era el mismo que el contenido en el interior de ésta; como si el cuadro fuese un fragmento de la realidad, o la realidad un fragmento del cuadro. Contribuían a ello la ventana pintada en el lado derecho de la composición, con un paisaje exterior
más allá
de la escena, y un espejo redondo y convexo pintado en el lado izquierdo, en la pared, que reflejaba los escorzos de los jugadores y el tablero de ajedrez, deformados por la perspectiva desde el punto de vista del espectador, situado
más acá
de la escena, consiguiendo así el asombroso efecto de integrar los tres planos: ventana, habitación, espejo, en un sólo ambiente. Como si el espectador —pensó Julia— estuviera reflejado entre ambos jugadores, dentro del cuadro.

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