—Tiene labia y tiene clase, carece de escrúpulos y es capaz de oler un negocio a cuarenta kilómetros —chasqueó la lengua con admiración—. También dicen que exporta ilegalmente obras de arte, y que es un artista sobornando párrocos rurales.
—Aún así, causa buena impresión.
—De eso vive. De causar buena impresión.
—Lo que no entiendo, con esos antecedentes, es por qué no has ido a otro subastador…
La galerista se encogió de hombros. Que conociera su vida y milagros no tenía nada que ver. La gestión en Claymore era impecable.
—¿Te has acostado con él?
—¿Con Montegrifo? —soltó una carcajada—. No, hija. Está lejos de ser mi tipo.
—Yo lo encuentro atractivo.
—Es que estás en la edad, guapita. Yo prefiero los canallas sin pulir, como Max, que siempre parecen a punto de darle a una un par de bofetadas… Son mejores en la cama y, a la larga, salen mucho más baratos.
—Ustedes, por supuesto, son demasiado jóvenes.
Bebían café en torno a una mesita de laca china, junto a un mirador lleno de plantas verdes y frondosas. En un viejo gramófono sonaba la
Ofrenda musical
de Bach. A veces don Manuel Belmonte se interrumpía como si ciertos compases atrajeran de pronto su atención, y tras escuchar un poco tamborileaba con los dedos un ligero acompañamiento sobre el brazo niquelado de su silla de ruedas. Tenía la frente y el dorso de las manos moteados por las manchas pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban gruesas venas azuladas.
—Eso tuvo que ocurrir hacia el año cuarenta, o cuarenta y algo… —añadió el anciano, y sus labios secos y agrietados modularon una sonrisa triste—. Fueron malos tiempos y vendimos casi todos los cuadros. Recuerdo sobre todo un Muñoz Degrain y un Murillo. Mi pobre Ana, que en paz descanse, nunca se repuso de lo del Murillo. Una virgen preciosa, pequeñita, muy parecida a las del Prado… —Entornó los ojos, como si intentase rescatar aquella pintura de entre sus recuerdos—. La compró un militar que después fue ministro… García Pontejos, creo recordar. Supo aprovechar bien la situación, el grandísimo sinvergüenza. Nos pagó cuatro perras gordas.
—Imagino que fue penoso desprenderse de todo eso —Menchu utilizaba un tono adecuadamente comprensivo; sentada frente a Belmonte, ofrecía una generosa vista de sus piernas. El inválido asintió con gesto resignado, que databa de años atrás. Un gesto de los que sólo se aprenden a costa de las propias ilusiones.
—No hubo más remedio. Incluso las amistades y la familia de mi mujer nos hicieron el vacío después de la guerra, cuando perdí la dirección de la Orquesta de Madrid. Era la época del estás conmigo o contra mí… Y yo no estaba con ellos.
Se detuvo unos instantes, y su atención pareció desplazarse hacia la música que sonaba en un ángulo de la habitación, entre pilas de viejos discos presididos por grabados, en marcos gemelos, con las efigies de Schubert, Verdi, Beethoven y Mozart. Un momento después miraba de nuevo a Julia y Menchu con un parpadeo de sorpresa, como si retornara de lejos y no esperase encontrarlas todavía allí.
—Después vino mi trombosis, y las cosas se complicaron aún más. Por suerte nos quedaba la herencia de mi mujer, que nadie podía arrebatarle. Y pudimos conservar esta casa, algunos muebles y dos o tres buenos cuadros, entre ellos
La partida de ajedrez
—miró con melancolía el hueco en la pared principal del salón, el clavo desnudo, la huella rectangular del marco sobre el empapelado, y se acarició el mentón, donde algunos pelos blancos habían escapado a la cuchilla de afeitar—. Esa pintura siempre fue mi favorita.
—¿De quién heredaron el cuadro?
—De una rama lateral, los Moncada. Un tío abuelo. Ana era Moncada de segundo apellido. Uno de sus antepasados, Luis Moncada, fue intendente de Alejandro Farnesio, allá por el mil quinientos y pico… el tal don Luis debía de ser aficionado al arte.
Julia consultó la documentación que estaba sobre la mesa, junto a las tazas de café.
—«
Adquirido en 1585
…» dice aquí. «
Posiblemente Amberes, cuando la capitulación de Flandes y Brabante
…»
El anciano asintió con la cabeza e hizo una mueca evocadora, como si hubiera sido testigo del suceso.
—Sí. Posiblemente botín de guerra en el saqueo de la ciudad. Los tercios de cuya intendencia cuidaba el antepasado de mi mujer no eran de esa gente que llama a la puerta y firma un recibo.
Julia hojeaba los documentos.
—No existen referencias anteriores a ese año —comentó—. ¿Recuerda alguna historia familiar sobre el cuadro? Tradición oral o algo así. Cualquier pista nos vale.
Belmonte negó con la cabeza.
—No, que yo conozca. A
La partida de ajedrez
, la familia de mi mujer se refirió siempre como
La tabla de Flandes
o
La tabla Farnesio
, sin duda para no perder la memoria de su adquisición… Incluso figuró con esos nombres durante los casi veinte años que estuvo cedida en depósito al Museo del Prado, hasta que el padre de mi mujer recobró el cuadro en el año veintitrés gracias a Primo de Rivera, amigo de la familia… Mi suegro siempre tuvo el Van Huys en gran estima, pues era aficionado al ajedrez. Por eso, cuando pasó a manos de su hija, nunca quise venderlo.
—¿Y ahora? —indagó Menchu.
Permaneció un rato en silencio el anciano, contemplando su taza como si no hubiese oído la pregunta.
—Ahora las cosas son diferentes —las miró con lúcida parsimonia, primero a Menchu y luego a Julia; parecía estar burlándose de sí mismo—. Yo soy un auténtico trasto; eso salta a la vista —se golpeó las piernas medio inválidas con las palmas de las manos—. Mi sobrina Lola y su marido se ocupan de mí, y yo debo corresponder de algún modo. ¿No les parece?
Menchu murmuró una excusa. No había pretendido ser indiscreta. Esos eran asuntos de familia, naturalmente.
—No hay nada que disculpar, no se preocupe —Belmonte hizo un gesto de tolerancia alzando dos dedos; algo parecido a una absolución—. Es normal. Ese cuadro vale dinero, y colgado en casa no sirve de nada. Y mis sobrinos dicen que no les irá mal una ayudita. Lola tiene la pensión de su padre; pero el marido, Alfonso… —miró a Menchu e hizo un gesto que reclamaba comprensión—. Usted ya lo conoce: no ha trabajado en su vida. En cuanto a mí… —la sonrisa burlona retornó a los labios del anciano—. Si les dijera lo que he de pagar a Hacienda cada año, por tener esta casa en propiedad y vivir en ella, se echarían a temblar.
—Es un buen barrio —apuntó Julia—. Y una buena casa.
—Sí, pero mi pensión es ridícula. Por eso he ido vendiendo poco a poco pequeños recuerdos… El cuadro será un respiro.
Se quedó pensativo, moviendo lentamente la cabeza, aunque no abatido en exceso; más bien parecía divertirse con aquello, como si hubiera matices humorísticos que sólo él era capaz de apreciar. Julia se dio cuenta cuando sacaba un cigarrillo del paquete, al tropezar con su mirada socarrona. Tal vez lo que a primera vista no era sino un vulgar expolio a cargo de sobrinos sin escrúpulos, significaba para él un curioso experimento de laboratorio sobre la codicia familiar: —«tío esto y tío lo otro, nos tienes aquí como esclavos y tu pensión apenas llega para cubrir gastos; estarías mejor en una residencia con gente de tu edad. Una lástima, con esos cuadros inútilmente colgados en la pared…»—. Ahora, con el señuelo del Van Huys, Belmonte debía sentirse a salvo. Incluso recobraba la iniciativa después de largos años de humillaciones. Podía ajustarles bien las cuentas a los sobrinos, gracias al cuadro.
Le ofreció el paquete de cigarrillos y él vaciló, con sonrisa agradecida.
—No debería —dijo—. Lola sólo me permite un café con leche y un pitillo al día…
—Al diablo Lola —respondió la joven, con una espontaneidad que la sorprendió a ella misma. Menchu la miró sobresaltada; pero el anciano no parecía molesto. Por el contrario, le dirigió a Julia una mirada en la que ella creyó ver un brillo cómplice inmediatamente apagado. Entonces alargó los dedos huesudos para coger un cigarrillo.
—Respecto al cuadro —dijo Julia, inclinada sobre la mesa para dar fuego a Belmonte— hay un imprevisto…
El anciano aspiró el humo con placer, reteniéndolo en los pulmones el mayor tiempo posible, y la miró con los ojos entornados.
—¿Un imprevisto bueno o malo?
—Bueno. Bajo la pintura ha aparecido una inscripción original. Restaurarla aumentará el valor del cuadro —se echó hacia atrás en la silla, sonriendo—. Usted decide.
Belmonte miró a Menchu y después a Julia, como si efectuara alguna secreta comparación o dudase entre dos lealtades. Finalmente pareció tomar partido, pues, dándole otra larga chupada al cigarrillo, apoyó las manos en las rodillas con expresión satisfecha.
—Además de guapa, usted parece muy lista —le dijo a Julia—. Estoy seguro de que incluso le gusta Bach.
—Me encanta.
—Explíqueme de qué se trata, por favor.
Y Julia se lo explicó.
—Hay que ver —Belmonte movía la cabeza después de un silencio largo e incrédulo—. Tantos años mirando ese cuadro ahí, día tras día, y nunca imaginé… —le dirigió una breve ojeada al hueco con la marca del Van Huys en la pared y entornó los párpados en una sonrisa placentera—. Así que el pintor era aficionado a los acertijos…
—Eso parece —respondió Julia.
Belmonte señaló el gramófono que seguía sonando en un rincón.
—No es el único —dijo—. Las obras de arte conteniendo juegos y claves ocultas eran habituales, antes. Ahí tienen a Bach, por ejemplo. Los diez cánones de su
Ofrenda
son de lo más perfecto que compuso, y, sin embargo, no dejó ninguno de ellos escrito de cabo a rabo… Lo hizo de forma deliberada, como si se tratara de adivinanzas que proponía a Federico de Prusia… Un ardid musical frecuente en la época. Consistía en escribir un tema, acompañándolo de algunas indicaciones más o menos enigmáticas, y dejar que el canon basado en ese tema fuese descubierto por otro músico o ejecutante. A fin de cuentas, pues de un juego se trataba, por otro jugador.
—Muy interesante —comentó Menchu.
—No saben hasta qué punto. Bach, como muchos artistas, era un tramposo. Constantemente recurría a trucos para engañar al auditorio: triquiñuelas con notas y letras, ingeniosas variaciones, fugas insólitas y, sobre todo, gran sentido del humor… Por ejemplo, en una de sus composiciones a seis voces introdujo a hurtadillas su propio nombre, repartido entre dos de las voces más altas. Pero estas cosas no ocurrían sólo en la música: Lewis Carroll, que era matemático y escritor además de gran aficionado al ajedrez, solía introducir acrósticos en sus poemas… Hay modos muy inteligentes de ocultar cosas en la música, en los poemas y en las pinturas.
—De eso no cabe duda —respondió Julia—. Los símbolos y las claves ocultas aparecen con frecuencia en el arte. Incluso en el arte moderno… El problema es que no siempre disponemos de las claves para descifrar esos mensajes; sobre todo los antiguo —ahora fue ella quien miró pensativa el hueco de la pared—. Pero con
La partida de ajedrez
tenemos algunos puntos de partida. Podemos intentarlo.
Belmonte se echó hacia atrás en su silla de ruedas y movió la cabeza, clavados en Julia sus ojos socarrones.
—Téngame al corriente —dijo—. Le aseguro que nada me causaría mayor placer.
Se despedían en el vestíbulo cuando llegaron los sobrinos. Lola era una mujer descarnada y seca, de unos treinta años largos, con el pelo rojizo y ojos pequeños y rapaces. Mantenía el brazo derecho, enfundado en la manga de un abrigo de piel, alrededor del izquierdo de su marido: un tipo moreno y delgado algo más joven, cuya calvicie prematura quedaba atenuada por un intenso bronceado. Incluso sin la alusión del anciano, respecto a que su sobrino político no había trabajado en la vida, Julia hubiera adivinado que éste se encuadraba por méritos propios entre los aficionados a vivir con el mínimo esfuerzo. Sus facciones, a las que ligeros abolsamientos bajo los párpados daban un aire de disipación, tenían un gesto taimado, levemente cínico, que la boca grande y expresiva, casi zorruna, no se molestaba en desmentir. Vestía un blazer azul de botones dorados, sin corbata, y era el suyo el aspecto inequívoco de quien reparte extenso tiempo libre entre cafeterías de lujo a la hora del aperitivo y bares nocturnos de moda, sin que la ruleta o los naipes encierren secretos para él.
—Mis sobrinos Lola y Alfonso —dijo Belmonte y se saludaron sin entusiasmo por parte de la sobrina, pero con evidente interés en lo que se refería al marido, quien retuvo la mano de Julia algo más de lo necesario, mientras le dirigía, de pies a cabeza, una ojeada de experto. Después se volvió hacia Menchu, a la que saludó por su nombre. Parecían viejos conocidos.
—Han venido por el cuadro —dijo Belmonte.
El sobrino chasqueó la lengua.
—El cuadro, naturalmente. Tu famoso cuadro.
Se les puso al corriente de la nueva situación. Con las manos en los bolsillos Alfonso sonreía mirando a Julia.
—Si se trata de aumentar el valor del cuadro, o de lo que sea —le dijo—, me parece una noticia excelente. Puede volver por aquí cuando quiera, a traernos sorpresas así. Nos encantan las sorpresas.
La sobrina no compartía la satisfacción de su marido.
—Tenemos que discutir eso —dijo, enojada—… ¿Quién garantiza que no estropearán el cuadro?
—Sería imperdonable —apostilló Alfonso, sin apartar los ojos de Julia—. Pero no creo que esta joven fuese capaz de hacernos una cosa así.
Lola Belmonte dirigió a su marido una ojeada impaciente.
—Tú no te metas. Esto es cosa mía.
—Te equivocas, cariño —la sonrisa de Alfonso se hizo más ancha—. Tenemos régimen de gananciales.
—Te digo que no te metas.
Alfonso se volvió lentamente hacia ella. El gesto zorruno se había acentuado, endureciéndose. Ahora la sonrisa parecía una hoja de cuchillo, y Julia pensó, al comprobarlo, que tal vez el sobrino político fuese menos inofensivo de lo que parecía a primera vista. No debe de ser cómodo, se dijo, tener asuntos pendientes con un tipo capaz de sonreír así.
—No seas ridícula… Cariño.
Había de todo menos ternura en aquel cariño, y Lola Belmonte parecía saberlo mejor que nadie; la vieron contener a duras penas la humillación y el despecho. Menchu dio un paso al frente, resuelta a entrar en liza.