—Mucho —la joven lo había anotado todo, y ahora hacía balance. Al cabo de un momento levantó la cabeza y se apartó el cabello de la cara, mirando a Álvaro con curiosidad—. Es para pensar que tenías preparada la lección… Estoy literalmente deslumbrada.
La sonrisa del catedrático se difuminó un poco, y sus ojos eludieron los de Julia. Parecía que una de las fichas que tenía sobre la mesa hubiese atraído de pronto su atención.
—Es mi trabajo —dijo. Y ella no pudo averiguar si su tono era distraído o evasivo. Sin saber muy bien por qué, eso la hizo sentirse vagamente incómoda.
—Pues sigues siendo muy bueno en tu trabajo… —lo observó unos segundos, con curiosidad, antes de volver a sus notas—. Tenemos referencias abundantes del autor y de dos de los personajes… —se inclinó sobre la reproducción del cuadro y puso un dedo sobre el segundo jugador—. Nos falta éste.
Ocupado en encender su pipa, Álvaro tardó en responder. Tenía el ceño fruncido.
—Es difícil determinarlo con exactitud —dijo entre una bocanada de humo—. La inscripción no es muy explícita, aunque basta para emitir una hipótesis:
RUTGIER AR. PREUX
… —hizo una pausa y contempló la cazoleta de la pipa como si esperase hallar en ésta confirmación a su idea—. Rutgier puede ser Roger, Rogelio o Rugiero; diversas formas, hay al menos diez variantes, de un nombre común en la época… Preux puede ser apellido o nombre de familia, en cuyo caso estaríamos en un callejón sin salida, pues no hay constancia de ningún Preux cuyos hechos mereciesen figurar en las crónicas. Sin embargo,
preux
se utilizaba también en la alta Edad Media como adjetivo honorable, incluso como sustantivo, en la acepción de valiente, caballeresco. A Lanzarote y a Roldán, por ponerte dos ejemplos ilustres, se les menciona de ese modo… En Francia e Inglaterra, al armar a alguien le recordaban la fórmula
soyez preux
; es decir: sed leal, esforzado. Era un título selecto, con el que se distinguía a la flor y nata de la caballería.
Sin percatarse de ello, por hábito profesional, Álvaro había adoptado un tono persuasivo, casi docente, como solía ocurrir tarde o temprano cuando una conversación giraba en torno a temas de su especialidad. Julia se dio cuenta con cierta turbación; aquello agitaba viejos recuerdos, olvidados rescoldos de una ternura que había ocupado un lugar en el tiempo y en el espacio, en la conformación de su carácter tal y como era ahora. Residuos de otra vida y otros sentimientos, a los que una meticulosa labor de zapa y destrucción había amortiguado, relegándolos como un libro puesto en una estantería para que el polvo lo cubra, sin intención de volver a abrirlo, pero que a pesar de todo sigue estando ahí.
Frente a eso, Julia lo sabía, sólo contaban los recursos. Mantener la mente ocupada en relación con lo inmediato. Hablar, inquirir detalles aunque fuesen innecesarios. Inclinarse sobre la mesa, aparentando concentración en la tarea de tomar notas. Pensar que estaba ante un Álvaro distinto, lo que, sin duda, era cierto. Convencerse de que todo lo demás había ocurrido en época remota, en lejano tiempo y lugar. Comportarse, sentir, como si los recuerdos no perteneciesen a ambos, sino a otras personas de las que una vez habían oído hablar y cuya suerte les trajera sin cuidado.
Una solución era encender un cigarrillo, y Julia lo hizo. El humo del tabaco al penetrar en sus pulmones la reconciliaba consigo misma, le concedía pequeñas dosis de indiferencia. Lo hizo con movimientos pausados, recreándose en el mecánico ritual. Después miró a Álvaro, lista para continuar.
—¿Cuál es la hipótesis, entonces? —el tono de su voz pareció satisfactorio, y aquello la hizo sentirse mucho más tranquila—. Según lo veo, si Preux no fuera el apellido, la clave estaría quizás en la abreviatura
AR
.
Álvaro se mostró de acuerdo. Entornados los ojos por el humo de su pipa, buscó en las páginas de otro libro hasta dar con un nombre.
—Mira esto. Roger de Arras, nacido en 1431, el mismo año que los ingleses queman a Juana de Arco en Rouen. Su familia está emparentada con los Valois que reinan en Francia, y nace en el castillo de Bellesang, muy cerca del ducado de Ostenburgo.
—¿Puede tratarse del segundo jugador?
—Puede.
AR.
sería, perfectamente, abreviatura de Arras. Y Roger de Arras, eso sí está en todas las crónicas de la época, combate en la guerra de los Cien Años junto al rey de Francia Carlos VII. ¿Ves?… Participa en la conquista de Normandía y Guyena a los ingleses, lucha en 1450 en la batalla de Formigny y tres años después en la de Castillon. Mira el grabado. Podría ser uno de éstos, tal vez el guerrero con la celada cubierta que, en mitad de la refriega, ofrece su caballo al rey de Francia, a quien le han matado el suyo, y sigue peleando a pie…
—Me asombras, profesor —lo miraba sin ocultar su sorpresa—. Esa bonita imagen del guerrero en la batalla… Siempre te oí decir que la imaginación es el cáncer del rigor histórico.
Álvaro se echó a reír de buena gana.
—Considéralo una licencia extracátedra, en honor a ti. Es imposible olvidar tu afición a transgredir el puro dato. Recuerdo que cuando tú y yo…
Enmudeció, inseguro. La alusión había ensombrecido el gesto de Julia. Los recuerdos estaban fuera de lugar aquel día; al comprobarlo, Álvaro dio marcha atrás.
—Lo siento —dijo en voz baja.
—No importa —Julia apagó bruscamente el cigarrillo aplastándolo en el cenicero, y se quemó los dedos con la brasa—. En el fondo es culpa mía —lo miró con más serenidad—. ¿Qué hay de nuestro guerrero?
Con visible alivio Álvaro se internó rápidamente por aquel terreno. Roger de Arras, aclaró, no había sido sólo un guerrero. También fue muchas otras cosas. Por ejemplo, espejo de caballeros. Modelo del noble medieval. Poeta y músico en sus ratos libres. Muy apreciado en la corte de sus primos los Valois. Así que lo de
Preux
le sentaba a medida, como un guante.
—¿Alguna relación con el ajedrez?
—No hay constancia.
Julia tomaba notas, entusiasmada con la historia. Se detuvo de pronto y miró a Álvaro.
—Lo que no entiendo —dijo, mordiendo el extremo del bolígrafo— es qué haría entonces ese Roger de Arras en un cuadro de Van Huys, jugando al ajedrez con el duque de Ostenburgo…
Álvaro se removió en el sillón con aparente embarazo, como si de pronto lo hubiera asaltado alguna duda. Chupó su pipa en silencio mientras miraba la pared a espaldas de Julia, con aire de estar librando algún tipo de batalla interior. Por fin torció la boca en una cauta sonrisa.
—Lo que puede hacer exactamente, aparte de jugar al ajedrez, es algo que ignoro —levantó las palmas de las manos hacia arriba, dando a entender que se hallaba en el límite de sus conocimientos, aunque Julia tuvo la seguridad de que la miraba ahora con cierta insólita prevención, como si una idea que no se decidía a formular le diera vueltas en la cabeza—. Lo que sí sé —añadió por fin—, y lo sé porque también viene en los libros, es que Roger de Arras no murió en Francia, sino en Ostenburgo —tras una pequeña vacilación señaló la fotografía del cuadro—. ¿Te has fijado en la data de esa pintura?
—Mil cuatrocientos setenta y uno —respondió intrigada—. ¿Por qué?
Álvaro exhaló humo lentamente y añadió un sonido seco, parecido a una breve risa. Ahora miraba a Julia como si pretendiera leer en sus ojos la respuesta a una pregunta que no se decidía a plantear.
—Hay algo que no funciona —dijo por fin—. O esa data está mal, o las crónicas de la época mienten, o ese caballero no es el
Rutgier Ar. Preux
del cuadro… —cogió un último libro, una reproducción anastática de la
Crónica de los duques de Ostenburgo
, y lo puso ante ella después de hojearlo durante un rato—. Esto fue escrito a finales del siglo quince por Guichard de Hainaut, un francés contemporáneo de los hechos que narra, y que se basa en testimonios directos… Según Hainaut, nuestro hombre falleció el día de reyes de 1469; dos años antes de que Pieter Van Huys pintara
La partida de ajedrez
. ¿Comprendes, Julia?… Roger de Arras jamás pudo posar para ese cuadro, porque cuando se pintó ya estaba muerto.
La acompañó hasta el aparcamiento de la facultad y le entregó la carpeta con las fotocopias. Casi todo estaba dentro, dijo. Referencias históricas, una actualización de las obras catalogadas de Van Huys, bibliografía… Prometió enviarle a casa una relación cronológica y algunos papeles más, en cuanto tuviera un rato disponible. Después se la quedó mirando, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos de la chaqueta, como si aún tuviese algo que decir y dudara si debía hacerlo. Esperaba, añadió tras corta vacilación, haber sido útil.
Julia asintió, aún confusa. Los detalles de la historia que acababa de conocer se agitaban en su cabeza. Y había algo más.
—Estoy impresionada, profesor… En menos de una hora has reconstruido la vida de los personajes de un cuadro que no habías estudiado nunca, antes.
Álvaro apartó un segundo la mirada, dejándola vagar por el campus. Después torció el gesto.
—Esta pintura no me era completamente desconocida —ella creyó rastrear en su voz una nota de duda, y eso la inquietó, aun sin saber por qué. Así que prestó más atención a sus palabras—. Entre otras cosas, hay una fotografía en un catálogo del Prado de 1917…
La partida de ajedrez
estuvo expuesta allí, en calidad de depósito, unos veinte años. Desde principios de siglo hasta que en 1923 la reclamaron los herederos.
—No lo sabía.
—Pues ya lo sabes —se concentró en la pipa, que parecía a punto de apagarse. Julia lo miraba de soslayo. Conocía a aquel hombre, o lo había conocido en otro tiempo, demasiado bien como para saber que algo importante lo incomodaba. Algo que no se decidía a expresar en voz alta.
—¿Qué es lo que no me has contado, Álvaro?
Permaneció inmóvil, chupando la pipa con mirada absorta. Después se volvió lentamente hacia ella.
—No sé lo que quieres decir.
—Quiero decir que todo cuanto se relacione con ese cuadro es importante —lo miró con gravedad—. Me juego mucho en esto.
Vio que Álvaro mordía la boquilla de la pipa, indeciso, y después iniciaba un gesto ambiguo.
—Me pones en un compromiso. Tu Van Huys parece estar de moda últimamente.
—¿De moda? —se volvió tensa y alerta como si la tierra fuese a moverse bajo sus pies—. ¿Quieres decir que alguien te ha hablado de él antes que yo?
Álvaro mostraba ahora una sonrisa incierta, como lamentando haber dicho demasiado.
—Es posible.
—¿Quién?
—Ese es el problema. No estoy autorizado a decírtelo.
—No seas absurdo.
—No lo soy. Es la verdad —y le dirigió una mirada que reclamaba indulgencia.
Julia respiró hondo, intentando colmar el extraño vacío que sentía en el estómago; en alguna parte latía una señal de alarma. Pero Álvaro estaba hablando de nuevo, así que permaneció atenta, en busca de un indicio. Le interesaba echarle un vistazo a ese cuadro, si Julia no tenía inconveniente. Y también a ella.
—Puedo explicártelo todo —concluyó—. En su momento.
Podía tratarse de un truco, pensó la joven, pues era capaz de organizar todo aquel teatro como pretexto para verla una vez más. Se mordió el labio inferior, agitada. El cuadro disputaba lugar, adentro, con sensaciones y recuerdos que nada tenían que ver con lo que la había llevado allí.
—¿Cómo está tu mujer? —preguntó en tono casual, cediendo a un oscuro impulso. Después levantó un poco los ojos, con malicia, para comprobar que Álvaro se había erguido, incómodo.
—Está bien —fue la seca respuesta. Parecía muy ocupado en mirar la pipa que tenía entre los dedos, como si no la reconociese—. En Nueva York, preparando una exposición.
Un recuerdo fugaz acudió a la memoria de Julia: una mujer rubia, atractiva, vestida con un traje sastre de color castaño, que bajaba de un automóvil. Apenas quince segundos de imagen imprecisa a duras penas retenida, pero que habían marcado, nítidos como un corte de bisturí, el final de su juventud y el resto de su vida. Creía recordar que ella trabajaba para un organismo oficial; algo relacionado con un departamento de cultura, con exposiciones y viajes. Durante un tiempo, eso había facilitado las cosas. Álvaro jamás habló de ella, y Julia tampoco; pero ambos sintieron siempre su presencia entre uno y otro, como un fantasma. Y aquel fantasma, quince segundos de un rostro entrevisto por casualidad, había terminado ganando la partida.
—Espero que os vayan bien las cosas.
—No van mal. Quiero decir que no van mal del todo.
—Ya.
Dieron unos pasos, en silencio y sin mirarse. Por fin, Julia chasqueó la lengua e inclinó la cabeza sonriéndole al vacío.
—Bueno, eso ya no importa mucho… —se paró frente a él, con los brazos en jarras y una mueca traviesa en la boca—. ¿Qué opinas de mí, ahora?
La miró de arriba abajo, inseguro, con los ojos entornados. Reflexionando.
—Te veo muy bien… De veras.
—¿Y cómo te sientes?
—Un poco turbado… —sonrió melancólico, el aire contrito—. Y me pregunto si hace un año tomé la decisión correcta.
—Eso es algo que ya ignorarás siempre.
—Nunca se sabe.
Aún era atractivo, se dijo Julia con una punzada de angustia e irritación que le conmovió las entrañas. Miró sus manos y sus ojos, sabiendo que caminaba al filo de algo que le hacía sentir repulsa y atracción al tiempo.
—Tengo el cuadro en casa —respondió con cautela, sin comprometerse a nada, mientras intentaba ordenar sus ideas; quería asegurarse de la firmeza tan dolorosamente adquirida, pero al mismo tiempo intuía los riesgos, la necesidad de mantenerse en guardia frente a los sentimientos y los recuerdos. Además, y por encima de todo, estaba el Van Huys.
Aquel razonamiento sirvió, al menos, para aclararle las ideas. Así que estrechó la mano que le tendía, sintiendo en su contacto la torpeza de quien no está seguro del terreno que pisa. Eso la animó, produciéndole un júbilo oculto y maligno. Entonces, con impulso calculado y reflejo a un tiempo, le deslizó un rápido beso en la boca —un adelanto a fondo perdido, para inspirar confianza— antes de abrir la portezuela y meterse en el pequeño Fiat blanco.
—Si quieres ver el cuadro, ven a verme —dijo con aire equívocamente casual, mientras hacía girar la llave de encendido—. Mañana por la tarde. Y gracias.