Tratándose de él, eso sería suficiente. Lo vio quedarse atrás por el retrovisor, agitando la mano reflexivo y confuso, con el campus y el edificio de ladrillo de la facultad a su espalda. Sonrió para sus adentros al pasar con el automóvil bajo un semáforo en rojo. Morderás el anzuelo, profesor —pensaba—. Ignoro por qué, pero alguien, en alguna parte, está intentando jugar una mala pasada. Y tú vas a decirme quién, o dejaré de llamarme Julia.
Sobre la mesita que tenía al alcance de la mano, el cenicero estaba repleto de colillas. Tumbada en el sofá, a la luz de una pequeña lámpara, leyó hasta muy tarde. Poco a poco, la historia del cuadro, el pintor y sus personajes, tomaban consistencia entre sus manos. Leía con avidez, impulsada por el afán de saber, con los sentidos en tensión, atenta al menor indicio, a la clave de aquella misteriosa partida de ajedrez que, en el caballete colocado frente al sofá, en la semioscuridad del estudio, seguía desarrollándose frente a ella, entre las sombras:
»… Desvinculados en 1453 del vasallaje a Francia, los duques de Ostenburgo intentaron mantener un difícil equilibrio entre Francia, Alemania y Borgoña. La política ostenburguesa despertó el recelo de Carlos VII de Francia, temeroso de que el ducado fuera absorbido por la pujante Borgoña, que pretendía erigirse en reino independiente. En aquel torbellino de intrigas palaciegas, de alianzas políticas y pactos secretos, los temores franceses aumentaron a causa del matrimonio (1464) entre el hijo y heredero del duque Wilhelmus de Ostenburgo, Fernando, con Beatriz de Borgoña, sobrina de Felipe el Bueno y prima del futuro duque borgoñón Carlos el Temerario.
De esa forma, en la corte ostenburguesa se alinearon frente a frente, en aquellos años cruciales para el futuro de Europa, las posturas de dos facciones irreconciliables: el partido borgoñón, favorable a la integración en el ducado vecino, y el partido francés que conspiraba por la reunificación con Francia. El enfrentamiento entre esas dos fuerzas iba a caracterizar el turbulento gobierno de Fernando de Ostenburgo hasta su muerte, en 1474…
Puso la carpeta en el suelo y se incorporó sentada en el sofá, rodeando las rodillas con los brazos. El silencio era absoluto. Estuvo así, inmóvil, durante un rato, y luego se levantó, acercándose al cuadro.
Quis Necavit Equitem
. Pasó un dedo, sin tocar la superficie del óleo, por el lugar donde estaba la inscripción oculta, cubierta por las sucesivas capas de pigmento verde con que Van Huys había representado el paño que cubría la mesa. Quién mató al caballero. Con los datos suministrados por Álvaro, la frase cobraba una dimensión que allí, en el cuadro apenas iluminado por la pequeña lámpara, parecía siniestra. Inclinando el rostro hasta acercarse lo más posible a
RUTGIER AR. PREUX
, Roger de Arras o no, Julia tuvo la certeza de que la inscripción se refería a él. Era, sin duda, una especie de acertijo; pero la desconcertaba el papel que el ajedrez jugaba en todo aquello.
Jugaba
. Tal vez se tratara sólo de eso, de un juego.
Sintió una incómoda exasperación, igual que cuando se veía obligada a recurrir al bisturí para eliminar un barniz rebelde, y cruzó las manos tras la nuca, cerrando los ojos. Al abrirlos encontró de nuevo el perfil del caballero desconocido, pendiente de la partida, fruncido el ceño en grave concentración. Tenía un aire agradable; sin duda había sido un hombre atractivo. El aspecto era noble, con un aura de dignidad hábilmente resaltada por el artista en los fondos que rodeaban la figura. Además, la posición de su cabeza ajustaba exactamente con la intersección de las líneas que, en pintura, constituían la
Sección Áurea
, la ley de composición pictórica que, para dar equilibrio a las figuras de un cuadro, usaban como patrón los pintores clásicos desde los tiempos de Vitrubio…
El descubrimiento la estremeció. Según las reglas, si al pintar el cuadro Van Huys hubiese pretendido realzar la figura del duque Fernando de Ostenburgo —a quien sin duda por calidad le correspondía ese honor— lo hubiera situado en el punto de intersección áurea, no a la izquierda de la composición. Lo mismo podía decirse de Beatriz de Borgoña, que ocupaba, además, un segundo plano, junto a la ventana y a la derecha. Luego era razonable creer que quien presidía aquella misteriosa partida de ajedrez no eran los duques, sino
RUTGIER AR. PREUX
, posiblemente Roger de Arras. Pero Roger de Arras estaba muerto.
Fue hasta una de las estanterías llenas de libros sin apartar la vista del cuadro, mirándolo por encima del hombro como si, al volver la cabeza, alguien fuera a moverse en él. Maldito Pieter Van Huys, dijo casi en voz alta, planteando acertijos que le quitaban el sueño quinientos años después. Cogió el tomo de la
Historia del Arte
de Amparo Ibáñez dedicado a la pintura flamenca y fue a sentarse en el sofá, con él sobre las rodillas. Van Huys, Pieter. Brujas 1415-Gante 1481… Encendió el enésimo cigarrillo.
»
… Aunque no desdeña el bordado, la joya y el mármol del pintor de corte, Van Huys es esencialmente burgués por el ambiente familiar de sus escenas y por su mirada positiva, a la que nada escapa. Influido por Jan Van Eyck, pero sobre todo por su maestro Roberto Campin, a quienes mezcla sabiamente, es la suya una tranquila mirada flamenca sobre el mundo, un análisis sereno de la realidad. Pero, siempre partidario del simbolismo, sus imágenes también contienen lecturas paralelas (el frasco de cristal cerrado o la puerta en el muro como indicios de la virginidad de María en su
Virgen del Oratorio
, el juego de sombras que se funden en el hogar de
La familia de Lucas Bremer
, etc.). La maestría de Van Huys se plasma en los personajes y objetos delimitados mediante contornos incisivos, y en su aplicación a los problemas más arduos de la pintura de la época, como la organización plástica de la superficie, el contraste sin ruptura entre penumbra doméstica y claridad del día, o las sombras que cambian según la materia sobre la que se posan.Obras conservadas:
Retrato del orfebre Guillermo Walhuus
(1448) Metropolitan Museum, Nueva York.
La familia de Lucas Bremer
(1452) Galería de los Uffizi, Florencia.
La Virgen del Oratorio
(circa 1455) Museo del Prado, Madrid.
El cambista de Lovaina
(1457) Colección privada, Nueva York.
Retrato del comerciante Matías Conzini y su esposa
(1458) Colección privada, Zurich.
El retablo de Amberes
(circa 1461) Pinacoteca de Viena.
El caballero y el Diablo
(1462) Rijksmuseum, Amsterdam.
La partida de ajedrez
(1471) Colección privada, Madrid.
El descendimiento de Gante
(circa 1478) Catedral de San Bavon, Gante.
A las cuatro de la madrugada, con la boca áspera por el café y el tabaco, Julia había terminado su lectura. La historia del pintor, el cuadro y los personajes se tornaba por fin casi tangible. Ya no eran simples imágenes sobre una tabla de roble, sino seres vivos que habían llenado un tiempo y un espacio entre la vida y la muerte. Pieter Van Huys, pintor. Fernando Altenhoffen y su esposa, Beatriz de Borgoña. Y Roger de Arras. Porque Julia había dado con la prueba de que el caballero del cuadro, el jugador que estudiaba la posición de las piezas de ajedrez con la atención taciturna de aquel a quien le iba la vida en ello, era efectivamente Roger de Arras, nacido en 1431 y muerto en 1461, en Ostenburgo. De eso no le cabía la menor duda, como tampoco de que el misterioso lazo que lo vinculaba a los otros personajes y al pintor era aquel cuadro, ejecutado dos años después de su muerte. Una muerte cuya minuciosa descripción tenía ahora sobre las rodillas, en una página fotocopiada de la
Crónica
de Guichard de Hainaut:
»… De esta forma, en la Epifanía de los Santos Reyes de aquel año de mil cuatrocientos y sesenta y nueve, cuando micer Ruggier d’Arras paseaba a la anochecida como solía junto al foso llamado de la Puerta Este, un ballestero apostado le pasó el pecho de parte a parte con un virote. Quedó en el sitio el señor d’Arras pidiendo a voces confesión, mas cuando acudieron en su socorro expirado había el alma por el grande boquete de la herida. Espejo de caballeros y cumplido gentilhombre, la muerte de micer Ruggier fue harto sentida por la facción que en Ostenburgo era partidaria de la Francia, a la que se le decía afecto. Por tal luctuoso hecho alzáronse voces acusando del crimen a la gente partidaria de la casa de Borgoña. Otros atribuyeron la infame muerte a intriga de lances de amor, a los que harto aficionado era el desventurado señor d’Arras. Incluso afirmóse que el propio duque Fernando salía oculto fiador del golpe por tercero interpuesto, a causa de que micer Ruggier habría osado querella de amores con la duquesa Beatriz. Y la sospecha de tamaño baldón lo acompañó al duque hasta su muerte. Y así finó el triste caso sin que los asesinos fueren nunca hallados, diciéndose en pórticos y mentideros que escaparon protegidos por mano poderosa. Y así quedó aplazada la justicia para la mano de Dios. Y micer Ruggier era hermoso de cuerpo y de figura a pesar de las guerras batalladas al servicio de la corona de Francia, antes de allegarse a Ostenburgo al servicio del duque Fernando, con quien se había criado en su mocedad. Y fue llorado por muchas damas. Y tenía la edad de treinta y ocho años y todo su vigor cuando fue muerto…
Julia apagó la lámpara y permaneció a oscuras con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, observando el punto luminoso de la brasa del cigarrillo que sostenía en la mano. No le era posible ver el cuadro frente a ella, pero tampoco lo necesitaba. Tenía impresos en la retina y en la mente hasta el último detalle de la tabla flamenca; podía verla con los ojos abiertos en la oscuridad.
Bostezó, frotándose la cara con las palmas de las manos. Sentía una mezcla de fatiga y euforia, una curiosa sensación de triunfo incompleto, pero excitante; como el presentimiento, adquirido en mitad de una larga carrera, de que es posible alcanzar la meta. Había logrado levantar una punta del velo, y aún quedaban muchas cosas por averiguar; pero una era clara como la luz: en aquel cuadro no había capricho ni azar, sino cuidadosa ejecución de un plan preconcebido, de un objetivo que se resumía en la pregunta oculta
¿quién mató al caballero?
, que alguien, por conveniencia o miedo, había tapado o mandado tapar. Y fuera lo que fuese, Julia iba a averiguarlo. En aquel momento, fumando en la oscuridad, aturdida de vigilia y cansancio, con la mente poblada de imágenes medievales, de trazos pictóricos bajo los que silbaban flechas de ballesta disparadas por la espalda y al anochecer, la joven no pensaba ya en restaurar el cuadro, sino en reconstruir su secreto. Tendría cierta gracia, se dijo a punto de ser vencida por el sueño, que cuando todos los protagonistas de aquella historia no eran sino esqueletos reducidos a polvo en sus tumbas, ella consiguiera dar respuesta a la pregunta que un pintor flamenco llamado Pieter Van Huys lanzaba, como un desafiante enigma, a través del silencio de cinco siglos.
«Se diría que está trazado como un enorme tablero
de ajedrez —dijo Alicia al fin.»
L. Carroll
La campanilla de la puerta se puso a repicar cuando Julia entró en la tienda de antigüedades. Bastaron unos pasos por el interior para que se viera envuelta en una sensación acogedora, de paz familiar. Sus primeros recuerdos se confundían con aquella suave luz dorada entre muebles de época, tallas y columnas barrocas, pesados bargueños de nogal, marfiles, tapices, porcelanas y cuadros de oscura pátina, desde los que personajes enlutados y graves contemplaron, años atrás, sus juegos infantiles. Muchos objetos habían sido vendidos entretanto, sustituyéndolos otros; pero el efecto de las habitaciones abigarradas, la claridad que se difumina sobre las piezas antiguas expuestas en armonioso desorden, permanecían inalterables. Como los colores de las delicadas figuras en porcelana de
La Commedia dell’Arte
firmadas por Bustelli: una Lucinda, un Octavio y un Scaramouche que eran orgullo de César, y también diversión favorita de Julia cuando niña. Quizá por eso el anticuario no había querido nunca desprenderse de ellas, y aún las conservaba en una vitrina al fondo, junto a la vidriera emplomada abierta al patio interior de la tienda, donde solía sentarse a leer —Stendhal, Mann, Sabatini, Dumas, Conrad— en espera del campanilleo que anunciase la llegada de un cliente.
—Hola, César.
—Hola, princesita.
César tenía más de cincuenta años —Julia nunca logró arrancarle la confesión de su edad exacta— y unos ojos azules risueños y burlones, semejantes a los de un chico travieso que hallara su mayor placer en llevar la contraria al mundo en que se le obligaba a vivir. Tenía el pelo blanco, ondulado con esmero —ella sospechaba que se lo teñía desde años atrás— y conservaba una excelente figura, quizás algo ensanchada en las caderas, que sabía vestir con trajes de exquisito corte, a los que sólo podía reprocharse, en rigor, ser un poco atrevidos para su edad. Jamás usaba corbata, ni siquiera en los más selectos acontecimientos sociales, sino magníficos pañuelos italianos anudados bajo el cuello abierto de la camisa, invariablemente de seda, con sus iniciales cifradas en hilo azul o blanco bajo el corazón. Por lo demás, se hallaba en posesión de una de las más amplias y depuradas culturas que Julia había conocido en su vida, y en nadie como en él se afirmaba el principio de que la extrema cortesía, en las personas de clase superior, es la más alta expresión de desdén hacia los demás. En el entorno del anticuario, y tal vez el concepto fuese extensivo a la Humanidad entera, Julia era la única persona que gozaba de aquella cortesía, sabiéndose a salvo del desdén. Porque, desde que tuvo uso de razón, el anticuario había sido para ella una curiosa combinación de padre, confidente, amigo y director espiritual, sin ser exactamente ninguna de esas cosas.
—Tengo un problema, César.
—Perdón.
Tenemos
un problema, en tal caso. Así que cuéntamelo todo.
Y Julia se lo contó. Sin omitir nada, ni siquiera la inscripción oculta, que el anticuario acogió con un simple movimiento de cejas. Estaban sentados junto a la vidriera emplomada, y César atendía ligeramente inclinado hacia ella, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, con una mano, que lucía un valioso topacio montado en oro, caída con negligencia sobre el reloj Patek Philippe de la otra muñeca. Era aquel distinguido gesto suyo, no calculado, o quizá no lo fuera desde hacía ya mucho tiempo, el que con tanta facilidad cautivaba a los jovencitos con inquietudes y en busca de sensaciones refinadas, pintores, escultores o artistas en agraz, que César solía apadrinar con devoción y constancia, justo es reconocerlo, que iba más allá de la duración, nunca prolongada, de sus relaciones sentimentales.