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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (35 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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Asintió Muñoz.

—Podría, en efecto. Después de todo, es jugadora de ajedrez. Y un ajedrecista sabe echar mano de ciertos recursos. Especialmente cuando se trata de resistir situaciones comprometedoras…

Anduvo unos pasos en silencio, mirándose la punta de los zapatos. Después levantó la vista, e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No creo que sea ella —añadió, por fin—. Siempre pensé que, cuando estuviéramos frente a frente, yo sentiría algo especial. Y no siento nada.

—¿Se le ha ocurrido que tal vez idealice en exceso al enemigo? —inquirió Julia, tras un momento de duda—… ¿No puede ser que, decepcionado por la realidad, usted se niegue a aceptar los hechos?

Muñoz se detuvo y observó a la joven, impasible. Sus ojos entornados estaban ahora desprovistos de expresión.

—Ya se me había ocurrido —murmuró, mirándola de aquel modo opaco—. Y no descarto esa posibilidad.

Había algo más, supo Julia a pesar del laconismo del jugador de ajedrez. En su silencio, en la forma en que éste ladeaba la cabeza y la miraba sin verla, perdido en herméticas reflexiones que sólo él conocía, la joven adquirió la certeza de que otra cosa, que nada tenía que ver con Lola Belmonte, le rondaba el pensamiento.

—¿Hay más? —preguntó, incapaz de contener la curiosidad—… ¿Ha descubierto ahí dentro alguna cosa que no me ha dicho?

Muñoz eludió responder a aquello.

Pasaron por la tienda de César, para contarle los pormenores de la entrevista. El anticuario los esperaba inquieto, y apenas escuchó la campanilla de la puerta acudió a su encuentro con la noticia.

—Han
detenido
a Max. Esta mañana, en el aeropuerto. La policía telefoneó hace media hora… Está en la comisaría del Prado, Julia. Y quiere verte.

—¿Por qué a mí?

César se encogió de hombros. Él podía saber mucho de porcelana azul china o de pintura del XIX, decía aquel gesto. Pero la psicología de los proxenetas y delincuentes en general, de momento, no era una de sus especialidades. Hasta ahí podían llegar las cosas.

—¿Y el cuadro? —preguntó Muñoz—. ¿Sabe si lo han recuperado?

—Lo dudo mucho —los ojos azules del anticuario traslucían preocupación—. Precisamente creo que ahí está el problema.

El inspector jefe Feijoo no parecía feliz de ver a Julia. La recibió en su despacho, bajo un retrato del rey y un calendario de la Dirección de la Seguridad del Estado, sin invitarla a sentarse. Se le veía de pésimo humor, y fue directamente al grano.

—Esto es un poco irregular —dijo con aspereza—. Porque se trata del presunto autor de dos homicidios… Pero insiste en que no hará una declaración en regla hasta hablar con usted. Y su abogado —pareció a punto de escupir lo que pensaba de los abogados— está de acuerdo.

—¿Cómo lo encontraron?

—No fue difícil. Anoche dimos su descripción a todo el mundo, incluidas fronteras y aeropuertos. Se le identificó en el control de Barajas, esta mañana, cuando se disponía a embarcar en un vuelo a Lisboa, con pasaporte falso. No opuso resistencia.

—¿Les ha dicho dónde está el cuadro?

—No ha dicho absolutamente nada —Feijoo levantó un dedo regordete, de uña chata—. Bueno, sí. Que es inocente. Esa es una frase que aquí escuchamos a menudo; forma parte del trámite. Pero cuando le puse delante los testimonios del taxista y el portero, se vino abajo. A partir de ahí empezó a pedir un abogado… Fue entonces cuando exigió verla.

La acompañó fuera del despacho, por el pasillo, hasta una puerta donde montaba guardia un policía uniformado.

—Yo estaré aquí, si me necesita. Ha insistido en verla a solas.

Cerraron con llave a su espalda. Max estaba sentado en una de las dos sillas que había a uno y otro lado de una mesa de madera, en el centro de la habitación sin ventanas, desnuda de otro mobiliario, con paredes acolchadas y sucias. Vestía un arrugado suéter sobre la camisa abierta y el pelo, deshecha la coleta, estaba en desorden; algunos mechones sueltos le caían sobre las orejas y los ojos. Las manos que apoyaba en la mesa estaban esposadas.

—Hola, Max.

Levantó los ojos y dirigió a Julia una larga mirada. Tenía profundas ojeras de insomnio, y parecía inseguro; cansado. Como al cabo de un prolongado y estéril esfuerzo.

—Por fin una cara amiga —dijo con fatigada ironía, y la invitó a sentarse en la silla libre, con un gesto.

Julia le ofreció un cigarrillo que encendió con avidez, acercando el rostro al encendedor que ella sostenía entre los dedos.

—¿Para qué quieres verme, Max?

La miró un rato antes de responder. Respiraba con un breve jadeo. Ya no parecía un lobo guapo, sino un conejo acosado en la madriguera, escuchando acercarse al hurón. Julia se preguntó si los policías le habrían pegado, aunque no mostraba señal alguna. Ya no le pegan a la gente, se dijo. Ya no.

—Quiero advertirte —dijo él.

—¿Advertirme?

Max no respondió enseguida. Fumaba con las manos esposadas, sosteniendo el cigarrillo ante la cara.

—Estaba muerta, Julia —dijo en voz baja—. Yo no lo hice. Cuando llegué a tu casa ya estaba muerta.

—¿Cómo pudiste entrar? ¿Te abrió ella?

—Te he dicho que estaba muerta… la segunda vez.

—¿La segunda? ¿Es que hubo una primera?

Con los codos sobre la mesa, Max dejó caer la ceniza del cigarrillo y apoyó sobre los pulgares el mentón sin afeitar.

—Espera —suspiró con infinito cansancio—. Es mejor que lo cuente desde el principio… —se llevó de nuevo el cigarrillo a los labios, entornando los ojos entre una bocanada de humo—. Tú sabes lo mal que encajó Menchu lo de Montegrifo. Se paseaba por la casa como si fuera una fiera, entre insultos y amenazas… «Me ha robado», gritaba una y otra vez. Intenté tranquilizarla, hablamos del asunto. La idea se me ocurrió a mi.

—¿La idea?

—Yo tengo relaciones. Gente capaz de sacar cualquier cosa del país. Entonces le dije a Menchu de robar el Van Huys. Al principio se puso como loca, insultándome, y sacó a relucir vuestra amistad y todo eso; hasta que comprendió que a ti no te perjudicaba. Tu responsabilidad quedaba cubierta por el seguro, y en cuanto a los beneficios que podías sacar del cuadro… Bueno, ya veríamos la forma de compensarte, más tarde.

—Siempre supe que eras un perfecto hijo de puta, Max.

—Sí. Es posible. Pero eso no tiene nada que ver… Lo importante es que Menchu aceptó mi plan. Ella tenía que convencerte para que la llevases a tu casa. Borracha, drogada, ya sabes… La verdad es que nunca creí que lo hiciera tan bien… A la mañana siguiente, en cuanto te fueras, yo debía telefonear, averiguando si todo estaba en orden. Así lo hice, y después fui allí. Envolvimos la tabla para camuflarla un poco, cogí las llaves que me dio Menchu… Tenía que estacionar su coche abajo, en la calle, y subir de nuevo para recoger el Van Huys. El plan preveía que, cuando yo me fuera con el cuadro, Menchu se quedase para iniciar el incendio.

—¿Qué incendio?

—El de tu casa —Max se rió, sin ganas—. Estaba incluido en el programa. Lo siento.

—¿Lo sientes? —Julia golpeó la mesa, estupefacta e indignada—. ¡Santo Dios, dice que lo siente…! —miró las paredes y otra vez a Max—. Tuvísteis que haberos vuelto locos para idear algo así.

—Estábamos perfectamente cuerdos, y nada podía fallar. Menchu fingiría un accidente cualquiera, una colilla mal apagada. Con la cantidad de disolventes y pintura que tienes en tu casa… Habíamos previsto que aguantaría allí hasta el último minuto, antes de salir, sofocada por el humo, histérica, pidiendo ayuda. Por mucha prisa que se dieran los bomberos, media casa habría ardido por completo —hizo un gesto de excusa encanallada, lamentando que las cosas no hubieran salido como estaban previstas—. Y nadie en el mundo iba a negar que el Van Huys se quemara con todo lo demás. El resto lo puedes imaginar… Yo vendería el cuadro en Portugal, a un coleccionista privado con el que ya estábamos en tratos… Precisamente el día que me viste en el Rastro, Menchu y yo acabábamos de entrevistarnos con el intermediario… En cuanto al incendio de tu casa, Menchu habría sido responsable; pero tratándose de tu amiga, y de un accidente, las imputaciones no iban a ser graves. Una querella de los propietarios, tal vez. Y nada más. Por otra parte, lo que más le encantaba de todo era, decía, la cara que iba a ponérsele a Paco Montegrifo.

Julia movió la cabeza, incrédula.

—Menchu era incapaz de una cosa así.

—Menchu era capaz de todo, como cualquiera de nosotros.

—Eres un puerco, Max.

—A estas alturas, lo que yo sea carece de importancia —Max hizo una mueca derrotada—. Lo que realmente interesa es que yo tardé media hora en traer el coche y aparcarlo en tu calle. Recuerdo que la niebla era espesa y no encontraba sitio, por lo que miré varias veces el reloj, preocupado por si te daba por aparecer… Serían las doce y cuarto cuando subí de nuevo. Esa vez no llamé, sino que abrí directamente la puerta, con las llaves. Menchu estaba en el vestíbulo, tumbada boca arriba y con los ojos abiertos. Al principio creí que se había desmayado por los nervios; pero cuando me agaché a su lado vi el hematoma que tenía en la garganta. Estaba muerta, Julia. Muerta y todavía caliente. Entonces me volví loco de miedo. Comprendí que si llamaba a la policía iba a tener que dar muchas explicaciones… Así que tiré las llaves al suelo y, después de cerrar la puerta, me fui por las escaleras saltando los peldaños de cuatro en cuatro. Era incapaz de pensar. Pasé la noche en una pensión, aterrorizado, dando vueltas y sin pegar ojo. Por la mañana, en el aeropuerto… Ya conoces el resto de la historia.

—¿Aún estaba el cuadro en casa cuando viste muerta a Menchu?

—Sí. Fue lo único que miré, aparte de ella… Sobre el sofá, envuelto en papel de periódico y cinta adhesiva, como yo mismo lo había dejado —sonrió con amargura—. Aunque ya no tuve valor para llevármelo. Bastante ruina tengo encima, dije.

—Pero cuentas que Menchu estaba en el vestíbulo; y ella no apareció allí, sino en el dormitorio… ¿Viste el pañuelo que tenía al cuello?

—No había ningún pañuelo. El cuello estaba desnudo y roto. La habían matado de un golpe en la garganta, sobre la nuez.

—¿Y la botella?

Max la miró, irritado.

—No empieces también tú con la dichosa botella… Los policías no hacen más que preguntarme por qué le metí a Menchu una botella en el coño. Y te juro que no sé de qué me hablan —se llevó el pitillo a los labios y aspiró el humo con fuerza, inquieto, mientras dirigía a Julia una mirada suspicaz—. Menchu estaba muerta, eso es todo. Muerta de un golpe, y nada más. No la moví. Ni siquiera estuve en tu casa más de un minuto… Eso debió de hacerlo alguien, después.

—Después, ¿cuándo? Según tú, el asesino ya se había ido.

Max arrugó la frente, esforzándose por recordar.

—No lo sé —parecía sinceramente confuso—. Quizá volvió más tarde, después de irme yo —palideció, como si acabara de caer en la cuenta de algo—. O tal vez… —ahora Julia observó que le temblaban las manos esposadas—. Tal vez todavía estaba allí, escondido. Esperándote a ti.

Habían decidido repartirse el trabajo. Mientras Julia visitaba a Max y refería después la historia al inspector jefe, que la escuchó sin molestarse en disimular su escepticismo, César y Muñoz dedicaban el resto del día a hacer averiguaciones entre los vecinos. Se reunieron todos en un viejo café de la calle del Prado, al atardecer. La historia de Max fue puesta del derecho y del revés durante una prolongada discusión en torno a la mesa de mármol, con el cenicero repleto de colillas y tazas vacías sobre la mesa. Se inclinaban los unos hacia los otros, hablando en voz baja entre el humo de tabaco y las conversaciones de las mesas próximas, como tres conspiradores.

—Yo creo a Max —concluyó César—. Lo que cuenta tiene sentido. La historia del robo del cuadro es muy propia de él, desde luego. Pero no me cabe en la cabeza que fuese capaz de hacer lo demás… La botella de ginebra resulta excesiva, queridos. Incluso en un tipo así. Por otra parte, ahora sabemos que la mujer del impermeable también anduvo por allí. Lola Belmonte, Némesis o quien diablos sea.

—¿Y por qué no Beatriz de Ostenburgo? —preguntó Julia.

El anticuario la miró con reprobación.

—Este tipo de chanzas me parece absolutamente fuera de lugar —se removió inquieto en la silla, miró a Muñoz, que permanecía inexpresivo, e hizo, medio en broma medio en serio, un gesto para conjurar fantasmas—. La mujer que estuvo rondando tu casa era de carne y hueso… Al menos eso espero.

Venía de interrogar discretamente al portero de la finca vecina, que lo conocía de vista. De ese modo, César pudo enterarse de un par de cosas útiles. Por ejemplo, el portero había visto entre las doce y las doce y media, justo cuando acababa de barrer la entrada de su finca, cómo un joven alto, con el pelo recogido en una coleta, salía del portal de Julia y subía calle arriba, hasta un coche aparcado junto al bordillo de la acera. Pero poco después —y aquí la voz del anticuario se veló de pura excitación al referirlo, como cuando narraba un chisme social de categoría—, quizás un cuarto de hora más tarde, cuando recogía el cubo de la basura, el portero se cruzó también con una mujer rubia, con gafas oscuras e impermeable… Al contar esto, César bajó la voz después de dirigir en torno una aprensiva ojeada, como si aquella mujer estuviese sentada en alguna de las mesas próximas. El portero, según había contado, no pudo verla bien porque se alejó calle arriba, en la misma dirección que el otro… Tampoco podía afirmar con certeza que la mujer saliese del portal de Julia. Simplemente, se volvió con el cubo en la mano y ella estaba allí. No, no se lo había dicho a los inspectores que lo interrogaron por la mañana porque no le preguntaron nada de eso. Él nunca lo habría pensado tampoco, confesó el portero rascándose la sien, si el mismo don César no hubiese hecho la pregunta. No, tampoco se fijó en si llevaba un paquete grande en la mano. Sólo había visto una mujer rubia que pasaba por la calle. Nada más.

—La calle —dijo Muñoz— está llena de mujeres rubias.

—¿Con impermeable y gafas oscuras? —comentó Julia—. Pudo ser Lola Belmonte. A esa hora yo me veía con don Manuel. Y ni ella ni su marido estaban en casa.

—No —la interrumpió Muñoz—. A las doce del mediodía usted ya estaba conmigo, en el club de ajedrez. Paseamos durante una hora, llegando a su casa sobre la una —miró a César, cuyos ojos respondieron con una señal de mutua inteligencia que no pasó desapercibida a Julia—… Si el asesino la esperaba, tuvo que cambiar su plan al ver que no aparecía. Así que cogió el cuadro y se fue. Quizás eso le salvó a usted la vida.

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