—En cuanto a usted, señorita, pierda cuidado —se había detenido en el umbral, mirándola con formal gesto de funcionario que controla la situación—. Ahora sabemos a quién buscar. Buenas noches.
Después de cerrar la puerta, Julia apoyó en ella la espalda y miró a sus dos amigos. Tenía profundos cercos bajo los ojos ahora serenos. Había llorado mucho, de dolor y rabia, atormentada por su impotencia. Primero en silencio, ante Muñoz, apenas descubierto el cuerpo de Menchu. Después, al llegar César demudado y presuroso con el horror de la noticia aún pintado en el semblante, lo había abrazado como cuando era una chiquilla, y el llanto se quebró en sollozos, perdido el control de sí misma, aferrada al anticuario que le susurraba inútiles palabras de consuelo. No era sólo la muerte de su amiga la que había puesto a Julia en aquel estado. Era, como dijo con voz sofocada mientras regueros de lágrimas le quemaban la cara, la insoportable tensión de todos aquellos días; la certeza humillante de que el asesino seguía jugando con sus vidas en absoluta impunidad, seguro de tenerlos a su merced.
Al menos, el interrogatorio de la policía había obrado un efecto positivo: devolverle el sentido de la realidad. La testaruda estupidez con que Feijoo se negaba a asumir lo evidente, la falsa condescendencia con que asentía, sin entender nada, ni siquiera pretenderlo, a las detalladas explicaciones que entre todos le dieron sobre lo que estaba ocurriendo, había hecho comprender a la joven que, por ese lado, no tenía mucho que esperar. La llamada telefónica del inspector enviado a casa de Max y el hallazgo de dos testigos habían terminado por afirmar a Feijoo en su idea, típicamente policial: el móvil más sencillo solía ser el más probable. Aquella historia del ajedrez era interesante, de acuerdo. Algo que, sin duda, completaría los detalles del suceso. Pero, en lo referido al meollo del asunto, pura anécdota… El detalle de la botella era definitivo. Pura patología criminal. Porque, a pesar de lo que cuentan las novelas policiacas, señorita, las apariencias nunca engañan.
—Ahora ya no hay duda —dijo Julia. Los pasos del policía sonaban aún en la escalera—. Álvaro fue asesinado, como Menchu. Alguien lleva mucho tiempo detrás del cuadro.
Muñoz, de pie ante la mesa y con las manos en los bolsillos de la chaqueta, miraba el papel en el que, apenas desaparecido Feijoo, acababa de anotar el contenido de la tarjeta que encontraron junto al cadáver. En cuanto a César, estaba sentado en el sofá donde Menchu había pasado la noche, mirando aún con estupor el caballete vacío. Al escuchar a Julia movió la cabeza.
—No ha sido Max —dijo, tras brevísima reflexión—. Es
absolutamente
imposible que ese imbécil haya organizado todo esto…
—Pero estuvo aquí. Al menos en la escalera.
El anticuario hundió los hombros ante la evidencia, pero sin convicción.
—Entonces es que hay alguien más de por medio… Si Max era, digamos, la mano de obra, otra persona ha movido los hilos —levantó despacio la mano para señalarse la frente con el dedo índice—. Alguien que piensa.
—El jugador misterioso. Y ha ganado la partida.
—Todavía no —dijo Muñoz, y lo miraron, sorprendidos.
—Tiene el cuadro —precisó Julia—. Si eso no es ganar…
El ajedrecista había levantado la vista de los croquis que tenía sobre la mesa. Mostraban sus ojos un punto de absorta fascinación, y las pupilas dilatadas parecían ver, más allá de aquellas cuatro paredes, el ajuste matemático en el espacio de complejas combinaciones.
—Con cuadro o sin él, la partida continúa —dijo. Y les mostró el papel:
… D X T
De7? — — — Db3 +
Rd4? — — — Pb7 X Pc6
—Esta vez —añadió— el asesino no indica una jugada, sino tres —fue hasta la gabardina, doblada sobre el respaldo de una silla, y extrajo del bolsillo su tablero plegable—. La primera está a la vista: D X T, la dama negra se come la torre blanca… Menchu Roch ha sido asesinada bajo la identidad de esa torre, de la misma forma que en esta partida el caballo blanco simbolizaba a su amigo Álvaro, como en el cuadro se refería a Roger de Arras —sin dejar de hablar, Muñoz ordenaba las piezas sobre el tablero—. La dama negra sólo se ha comido hasta ahora, por tanto, dos piezas en el juego. Y en la práctica —miró brevemente a César y Julia, que se habían acercado a observar el tablero— esas dos piezas comidas se traducen en sendos asesinatos… Nuestro adversario se identifica con la reina negra; cuando es otra pieza de su color la que come, como ocurrió hace dos jugadas cuando perdimos la primera torre blanca, no pasó nada especial. Al menos, que nosotros sepamos.
Julia señaló el papel.
—¿Por qué le ha puesto usted signos de interrogación a las dos próximas jugadas de las blancas?
—No los he puesto yo. Venían en la tarjeta; el asesino tiene previstos nuestros dos movimientos siguientes. Imagino que esos signos son una invitación a que realicemos las jugadas… «Si vosotros hacéis esto, yo haré aquello otro», viene a decirnos. Y de esa forma —movió algunas piezas— la partida queda así:
—… Como pueden ver, ha habido cambios importantes. Después de comerse la torre en B2, las negras previeron que haríamos la mejor jugada posible: llevar nuestra reina blanca de la casilla E1 a la E7. Eso nos da una ventaja: una línea de ataque diagonal que amenaza al rey negro, ya bastante limitado en sus movimientos por la presencia del caballo, el alfil y el peón blancos que tiene en las inmediaciones… Dando por sentado que jugaríamos como acabamos de hacer, la reina negra sube desde B2 hasta B3 para reforzar su rey y amenazar con un jaque al rey blanco, que no tiene más remedio, como efectivamente hemos hecho, que replegarse a la casilla contigua de la derecha, huyendo desde C4 a D4, lejos del alcance de la dama…
—Es el tercer jaque que nos da —opinó César.
—Sí. Y eso puede interpretarse de muchas formas… A la tercera va la vencida, por ejemplo, y en este tercer jaque el asesino roba el cuadro. Creo que empiezo a conocerlo un poco. Incluido su peculiar sentido del humor.
—¿Y ahora? —preguntó Julia.
—Ahora las negras se comen nuestro peón blanco de C6 con el peón negro que estaba en la casilla B7. Esa jugada la protege el caballo negro desde B8… Después nos toca mover a nosotros, pero el adversario no sugiere nada sobre el papel… Es como si dijese que la responsabilidad de lo que hagamos ahora no es suya, sino nuestra.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer? —indagó César.
—No hay más que una buena opción: seguir dando juego a la dama blanca —al decir esto, el jugador miró a Julia—. Pero jugar con ella significa, también arriesgarse a perderla.
Julia se encogió de hombros. Lo único que deseaba era el final, fueran cuales fuesen los riesgos.
—Adelante con la dama —dijo.
César, con las manos a la espalda, se inclinaba sobre el tablero, como cuando estudiaba de cerca la calidad discutible de una porcelana antigua.
—Ese caballo blanco, el que está en B1, también tiene mal aspecto —dijo en voz baja, dirigiéndose a Muñoz—. ¿No cree?
—Sí. Dudo que las negras lo dejen seguir mucho tiempo ahí. Con su presencia, amenazándoles la retaguardia, es el principal respaldo para un ataque de la reina blanca… También el alfil blanco que está en D3. Ambas piezas, junto a la reina, son decisivas.
Los dos hombres se miraron en silencio, y Julia vio establecerse una corriente de simpatía que jamás había percibido antes. Como la resignada solidaridad ante el peligro de dos espartanos en las Termópilas, escuchando acercarse a lo lejos el rumor de los carros persas.
—Daría cualquier cosa por saber qué pieza somos cada cual… —comentó César, enarcando una ceja. Sus labios se curvaban en una pálida sonrisa—. La verdad es que no me gustaría reconocerme en ese caballo.
Muñoz levantó un dedo.
—Es un caballero, recuerde:
Knight
. Esa acepción resulta más honorable.
—No me refería a la acepción —César estudió la pieza con aire preocupado—. A ese caballo, caballero o lo que sea, le huele la cabeza a pólvora.
—Opino lo mismo.
—¿Es usted o soy yo?
—Ni idea.
—Le confieso que preferiría encarnarme en el alfil.
Muñoz ladeó la cabeza, pensativo, sin apartar los ojos del tablero.
—Yo también. Se le ve más a salvo que al caballo.
—A eso me refería, querido.
—Pues le deseo suerte.
—Lo mismo digo. Que el último apague la luz.
Un largo silencio siguió a aquel diálogo. Lo rompió Julia, dirigiéndose a Muñoz.
—Puesto que nos toca jugar ahora, ¿cuál es nuestro movimiento?… Usted habló de la dama blanca…
El jugador deslizó la mirada sobre el tablero, sin prestarle demasiada atención. Cualquier combinación posible había sido ya analizada por su mente de ajedrecista.
—Al principio pensé en comernos el peón negro que está en C6 con nuestro peón D5, pero eso le daría demasiado respiro al adversario… Así que llevaremos nuestra reina desde E7 a la casilla E4. Con sólo retirar el rey en la próxima jugada, podremos dar jaque al rey negro. Nuestro primer jaque.
Esta vez fue César quien movió la reina blanca, situándola en la casilla correspondiente, junto al rey. Julia observó que, a pesar de la calma que se esforzaba en aparentar, los dedos del anticuario temblaban ligeramente.
—Ésa es la posición —asintió Muñoz. Y los tres miraron de nuevo al tablero:
—¿Y qué hará
él
ahora? —preguntó Julia. Muñoz cruzó los brazos, sin apartar la vista del ajedrez mientras reflexionaba un momento. Pero cuando respondió, ella supo que no había estado meditando la jugada, sino la conveniencia de comentarla en voz alta.
—Tiene varias opciones —dijo, evasivo—. Algunas más interesantes que otras… Y más peligrosas también. A partir de este punto, la partida se bifurca igual que las ramas de un árbol; hay, como mínimo, cuatro variantes. Unas nos llevarían a enredarnos en un juego largo y complejo, lo que tal vez sea su intención… Otras podrían resolver la partida en cuatro o cinco jugadas.
—¿Y qué opina usted? —preguntó César.
—De momento reservo mi opinión. Juegan negras.
Recogió las piezas y cerró el tablero, devolviéndolo al bolsillo de su gabardina. Julia lo miró con curiosidad.
—Es extraño lo que comentó hace un rato… Hablo del sentido del humor del asesino, cuando dijo que había llegado, incluso, a comprenderlo… ¿De verdad le encuentra algo de humor a todo esto?
El jugador de ajedrez tardó un poco en responder.
—Puede llamarlo humor, ironía, como prefiera… —dijo por fin—. Pero el gusto de nuestro enemigo por los juegos de palabras resulta indiscutible —puso una mano encima del papel que estaba sobre la mesa—. Hay algo de lo que tal vez no se hayan dado ustedes cuenta… El asesino relaciona aquí, utilizando los signos D X T, la muerte de su amiga con la torre comida por la dama negra. El apellido de Menchu era Roch, ¿verdad? Y esa palabra, lo mismo que la inglesa
rook
, puede traducirse como
roca
y además como
roque
, término con el que, en ajedrez, también se designa a la torre.
—La policía vino esta mañana —Lola Belmonte miró a Julia y a Muñoz con gesto avinagrado, como si los considerase directamente responsables de ello—. Todo esto es… —buscó la palabra, sin éxito, volviéndose hacia su marido en demanda de ayuda.
—Muy desagradable —dijo Alfonso, y volvió a sumirse en la descarada contemplación del busto de Julia. Era evidente que, con policía o sin ella, acababa de levantarse de la cama. Cercos oscuros bajo los párpados aún hinchados acentuaban su habitual aire de disipación.
—Más que eso —Lola Belmonte había encontrado por fin el término justo y se inclinó en la silla, huesuda y seca—. Fue
ignominioso
: conocen ustedes a Mengano o a Fulano… Cualquiera hubiese dicho que somos los criminales.
—Y no lo somos —dijo el marido, con cínica gravedad.
—No digas estupideces —Lola Belmonte le dirigió una aviesa mirada—. Estamos hablando en serio.
Alfonso soltó una risita entre dientes.
—Lo que estamos es perdiendo el tiempo. La única realidad consiste en que el cuadro ha volado, y con él nuestro dinero.
—Mi dinero, Alfonso —intervino Belmonte, desde su silla de ruedas—. Si no te importa.
—Sólo era una forma de hablar, tío Manolo.
—Pues habla con propiedad.