A los postres, ante una taza de café que pidió, como ella, solo y muy fuerte, Montegrifo sacó una pitillera de plata y escogió cuidadosamente un cigarrillo inglés. Después miró a Julia como se mira a alguien que es objeto de toda nuestra solicitud, antes de inclinarse hacia ella.
—Quiero que trabaje para mí —dijo en voz baja, como si temiera que alguien pudiese oírlo desde el Palacio Real.
Julia, que se llevaba a los labios uno de sus cigarrillos sin filtro, miró los ojos castaños del subastador mientras éste le ofrecía fuego.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar, con el mismo aparente desinterés que si se estuviesen refiriendo a una tercera persona.
—Hay varias razones —Montegrifo había colocado el encendedor de oro sobre la pitillera y rectificaba su posición hasta dejarlo justo en el centro de ésta—. La principal es que mis referencias sobre usted son muy buenas.
—Me alegra oír eso.
—Hablo en serio. Me he informado, como puede imaginar. Conozco sus trabajos en el Prado y para galerías privadas… ¿Aún trabaja en el museo?
—Sí. Tres días a la semana. Me ocupo ahora de un Duccio de Buoninsegna, recién adquirido.
—He oído hablar de ese cuadro. Un trabajo de confianza. Ya sé que le encomiendan cosas importantes.
—A veces.
—Incluso en Claymore hemos tenido el honor de subastar más de una obra restaurada por usted. Aquel Madrazo de la colección Ochoa… Su labor nos permitió elevar un tercio el precio de subasta. Y hubo otro, la pasada primavera. ¿No era
Concierto
, de López de Ayala?
—Era
Mujer al piano
, de Rogelio Egusquiza.
—Cierto; muy cierto, discúlpeme.
Mujer al piano
, por supuesto. Había estado expuesto a la humedad y usted hizo un trabajo admirable —sonrió mientras sus manos casi coincidían cuando dejaron caer la ceniza de sus respectivos cigarrillos en el cenicero—. ¿Y le van bien así las cosas? Quiero decir trabajando un poco a lo que salga —hizo otro alarde de dentadura, en una amplia sonrisa—. De francotiradora.
—No me quejo —Julia entornaba los ojos, estudiando a su interlocutor tras el humo del cigarrillo—. Los amigos cuidan de mí, me encuentran cosas. Y además soy independiente.
Montegrifo la miró, con intención.
—¿En todo?
—En todo.
—Es usted una joven afortunada, entonces.
—Puede que sí. Pero también trabajo mucho.
—Claymore tiene numerosos asuntos que requieren la pericia de alguien como usted… ¿Qué le parece?
—Me parece que no veo inconveniente en hablar de ello.
—Estupendo. Podríamos tener otra charla más formal, en un par de días.
—Como quiera —Julia miró largamente a Montegrifo. Se sentía incapaz de contener por más tiempo la sonrisa burlona que le afloraba a los labios—. Ahora ya puede hablarme del Van Huys.
—¿Perdón?
La joven apagó su cigarrillo en el cenicero y cruzó los dedos bajo la barbilla mientras se inclinaba un poco hacia el subastador.
—El Van Huys —repitió, casi deletreando las palabras—. Salvo que pretenda poner su mano sobre la mía y decir que soy la chica más linda que conoció en su vida, o algo encantador por el estilo.
Montegrifo tardó apenas una décima de segundo en recomponer la sonrisa, y lo hizo con un aplomo perfecto.
—Me encantaría, pero nunca digo eso hasta después del café. Aunque lo piense —matizó—. Es cuestión de táctica.
—Hablemos entonces del Van Huys.
—Hablemos —la miró largamente, y ella comprobó que, a pesar del gesto de su boca, los ojos castaños no sonreían, sino que estaban alerta, con un reflejo de extrema cautela—. Han llegado hasta mí ciertos rumores, ya sabe… Este mundillo nuestro no es más que un patio de vecinas; todos nos conocemos unos a otros —suspiró, con una especie de reprobación hacia el mundo al que acababa de aludir—. Creo que ha descubierto usted algo en ese cuadro. Y, según me cuentan, eso lo revaloriza bastante.
Julia puso cara de jugar al póker, sabiendo de antemano que hacía falta más que eso para engañar a Montegrifo.
—¿Quién le ha contado semejante estupidez?
—Un pajarito —el subastador se acarició, pensativo, el arco de la ceja derecha con un dedo—. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es que su amiga, la señorita Roch, pretende hacerme una especie de chantaje…
—No sé de qué me está hablando.
—Estoy seguro de ello —la sonrisa de Montegrifo permanecía inalterable—. Su amiga pretende reducir la comisión de Claymore y aumentar la suya… —hizo un gesto ecuánime—. La verdad es que nada se lo impide legalmente, pues nuestro acuerdo es verbal; puede romperlo y acudir a la competencia en busca de mejores comisiones.
—Celebro encontrarlo tan comprensivo.
—Ya ve. Pero esa comprensión no impide que, al mismo tiempo, yo procure velar por los intereses de mi empresa…
—Ya me parecía a mí.
—No le ocultaré que he logrado localizar al propietario del Van Huys; un caballero ya mayor. O, para ser exacto, me he puesto en contacto con sus sobrinos. La intención, eso tampoco voy a ocultárselo, era conseguir que la familia prescindiese de su amiga como intermediaria y se arreglara directamente conmigo… ¿Me comprende?
—Perfectamente. Ha intentado jugársela a Menchu.
—Es una forma de expresarlo, sí. Supongo que podríamos llamarlo de ese modo —una sombra cruzó la frente bronceada, imprimiendo cierta dolorida expresión a sus rasgos, como la de alguien a quien se acusa injustamente—. Lo malo es que su amiga, mujer previsora, se había hecho firmar un documento por el dueño. Documento que invalida cualquier gestión que yo pueda realizar… ¿Qué le parece?
—Me parece que lo acompaño a usted en el sentimiento. Más suerte la próxima vez.
—Gracias —Montegrifo encendió otro cigarrillo—. Pero tal vez no esté todo perdido, aún. Usted es íntima amiga de la señorita Roch. Tal vez sería posible persuadirla para llegar a un acuerdo amistoso. Si todos trabajamos juntos, podemos sacarle a ese cuadro una fortuna de la que usted, su amiga, Claymore y yo mismo saldríamos beneficiados. ¿No le parece?
—Es muy posible. Pero ¿por qué me cuenta a mí todo eso en vez de hablar con Menchu?… Se habría ahorrado pagar una cena.
Montegrifo compuso un gesto que pretendía reflejar sincera desolación.
—Usted me gusta, y no sólo como restauradora. Me gusta mucho, si he de serle sincero. Me parece una mujer inteligente y razonable, además de muy atractiva… Me inspira más confianza su mediación que acudir directamente a su amiga, a la que considero, permítame, un poco frívola.
—Resumiendo —dijo Julia—. Espera que yo la convenza.
—Sería —el subastador vaciló unos instantes, buscando con esmero la palabra apropiada—. Sería maravilloso.
—¿Y qué gano yo con todo esto?
—La consideración de mi empresa, naturalmente. Para ahora y para el futuro. En cuanto a rentabilidad inmediata, y no le pregunto cuánto esperaba ganar con su trabajo en el Van Huys, puedo garantizarle el doble de esa cifra. Considerándolo, naturalmente, como un adelanto sobre el dos por ciento del precio final que
La partida de ajedrez
alcance en la subasta. Además, estoy en condiciones de ofrecerle un contrato para dirigir el departamento de restauración de Claymore en Madrid… ¿Qué le parece?
—Muy tentador. ¿Tanto esperan sacarle a ese cuadro?
—Ya hay compradores interesados en Londres y Nueva York. Con una campaña publicitaria adecuada, esto puede convertirse en el mayor acontecimiento artístico desde que Christie’s subastó el sarcófago de Tutankhamon… Como usted comprenderá, que en esas condiciones su amiga pretenda ir a la par, resulta excesivo. Ella se ha limitado a buscar restauradora y a ofrecernos el cuadro. El resto lo hacemos nosotros.
Julia meditó sobre todo aquello sin mostrarse impresionada; el género de cosas que podían impresionarla había cambiado mucho en pocos días. Al cabo de unos instantes miró la mano derecha de Montegrifo, que estaba sobre el mantel muy cerca de la suya, e intentó calcular cuantos centímetros había progresado en los últimos cinco minutos. Suficientes para que ya fuese hora de ponerle punto final a la cena.
—Lo intentaré —aseguró, recogiendo su bolso—. Pero no puedo garantizar nada.
Montegrifo se acarició una ceja.
—Inténtelo —sus ojos castaños la miraban con ternura aterciopelada y húmeda—. Por el bien de todos, estoy seguro de que lo conseguirá.
No había rastro de amenaza en su voz. Sólo un tono de súplica afectuosa, tan amistoso e impecable que podía ser sincero. Después tomó la mano de Julia para depositar en ella un suave beso, rozándola apenas con los labios.
—No sé si he dicho ya —añadió en voz baja— que es usted una mujer extraordinariamente bella…
Le pidió que la dejase cerca de Stephan’s, y fue hasta allí dando un paseo. A partir de las doce, el local abría sus puertas para una clientela que los elevados precios y un riguroso ejercicio del derecho de admisión mantenían dentro de límites de distinción apropiada. Se daba cita allí el
todo Madrid
del arte: desde agentes de casas extranjeras que se hallaban de paso, a la caza de un retablo o una colección privada en venta, hasta propietarios de galerías, investigadores, empresarios, periodistas especializados y pintores de prestigio.
Dejó el abrigo en el guardarropa y, tras saludar a algunos conocidos, caminó por el pasillo hasta el diván, al fondo, donde solía sentarse César. Y allí estaba el anticuario, con las piernas cruzadas y una copa en la mano, enfrascado en íntimo diálogo con un joven rubio y muy guapo. Julia sabía de sobra que César profesaba un especial desdén hacia los locales frecuentados por homosexuales. Para él resultaba cuestión de simple buen gusto evitar el ambiente cerrado, exhibicionista y a menudo agresivo de ese tipo de sitios donde, según contaba con una de sus muecas burlonas, era difícil no verse a sí mismo, querida, como una vieja reina contoneándose en un gallinero. César era un cazador solitario —lo equívoco depurado hasta el límite justo de la elegancia— que se movía a sus anchas en el mundo de los heterosexuales, donde mantenía con absoluta naturalidad sus amistades y realizaba sus conquistas: jóvenes valores del arte a los que guiaba en el descubrimiento de su verdadera sensibilidad, princesa, que esos celestiales muchachos no siempre asumían a priori. A César le gustaba ejercer a un tiempo de Mecenas y de Sócrates con sus exquisitos hallazgos. Después, tras lunas de miel apropiadas que tenían por escenario Venecia, Marraquech o El Cairo, cada una de aquellas historias evolucionaba de un modo natural y distinto. La ya larga e intensa vida de César se había forjado, eso Julia lo sabía muy bien, en una sucesión de deslumbramientos, decepciones, traiciones y también fidelidades que, en momentos de confidencia, ella había escuchado narrar con una delicadeza perfecta, en aquel tono irónico y algo distante con que el viejo anticuario solía encubrir, por mero pudor personal, la expresión de sus más íntimas nostalgias.
Le sonrió desde lejos. Mi chica favorita, dijeron sus labios al moverse silenciosamente mientras dejaba el vaso encima de la mesa, descruzaba las piernas y se ponía en pie, extendiendo las manos hacia ella.
—¿Qué tal esa cena, princesa?… Un horror, imagino, porque Sabatini ya no es lo que era… —fruncía los labios con una chispa maledicente en los ojos azules—. Esos ejecutivos y banqueros
parvenus
con sus tarjetas de crédito y sus cuentas de restaurante a cargo de la empresa acabarán por arruinarlo todo… Por cierto, ¿conoces a Sergio?
Julia conocía a Sergio y captaba, como siempre con los amigos de César, la turbación que sentían en su presencia, incapaces de establecer la verdadera naturaleza de los lazos que unían al anticuario con aquella joven bella y tranquila. Con sólo un vistazo se aseguró de que, al menos esa noche y en el caso de Sergio, la cosa carecía de caracteres graves. El joven parecía sensible e inteligente, y no estaba celoso; ya se habían visto otras veces. La presencia de Julia sólo lo intimidaba.
—Montegrifo pretendía hacerme una oferta.
—Muy atento por su parte —César parecía considerar seriamente la cuestión, mientras se sentaban todos juntos—. Mas permíteme que indague, como el viejo Cicerón,
Cui bono
… ¿En beneficio de quién?
—En el suyo, por supuesto. En realidad ha querido sobornarme.
—Bravo por Montegrifo. ¿Te has dejado? —tocó la boca de Julia con la punta de los dedos—. No, no me lo digas aún, querida; deja que me relama un poco con esta maravillosa incertidumbre… Espero, al menos, que la oferta fuese razonable.
—No era mala. Él también parecía incluirse en ella.
César se pasó la punta de la lengua por los labios, con expectante malicia.
—Muy típico de él, querer matar dos pájaros de un tiro… Siempre tuvo gran sentido práctico —el anticuario se volvió a medias hacia su rubio acompañante, como si le aconsejara así mantener los oídos a salvo de ciertas inconveniencias mundanas. Después miró a Julia con pícara expectación, casi estremeciéndose de placer anticipado—. ¿Y qué le has dicho?
—Que lo pensaré.
—Eres divina. Nunca hay que quemar las naves… ¿Oyes, querido Sergio? Nunca.
El joven observó de reojo a Julia antes de hundir la nariz en su cóctel de champaña. Sin malicia, Julia lo imaginó desnudo, en la penumbra del dormitorio del anticuario, bello y silencioso como una estatua de mármol, con el pelo rubio caído sobre la frente, enhiesto lo que César, con un eufemismo que ella creía tomado de Cocteau, denominaba el áureo cetro o algo por el estilo, presto a templarlo en el
antrum amoris
de su maduro oponente, o tal vez fuese al revés, el maduro oponente ocupándose del
antrum
del joven efebo; Julia nunca había llevado su intimidad con César hasta el punto de pedirle detalles sobre ese tipo de cuestiones sobre las que, sin embargo, sentía a veces una curiosidad moderadamente morbosa. Miró de soslayo a César, pulcrísimo y elegante con su camisa de hilo blanco y el pañuelo de seda azul con pintas rojas, el cabello levemente ondulado tras las orejas y en la nuca, y se preguntó una vez más dónde residía el gancho especial de aquel hombre, capaz, aun quincuagenario, de seducir a jóvenes como Sergio. Sin duda, se dijo, en el brillo irónico de sus ojos azules, en la elegancia de sus gestos depurados por generaciones de fina crianza, en aquella pausada sabiduría, nunca del todo expresa, que se adivinaba en el origen de cada una de sus palabras, sin tomarse del todo en serio a sí misma, hastiada, tolerante e infinita.