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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (21 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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VIII. El cuarto jugador

«Las piezas del ajedrez eran despiadadas. Lo retenían y absorbían.

Había horror en esto, pero también la única armonía.

Porque, ¿qué existe en el mundo además del ajedrez?»

V. Nabokov

Muñoz sonrió a medias, con aquel gesto mecánico y distante que parecía no comprometerlo a nada, ni siquiera al intento de inspirar simpatía.

—Así que se trataba de eso —dijo en voz baja, ajustando su paso al de Julia.

—Sí —caminaba con la cabeza inclinada, absorta. Después sacó una mano del bolsillo de la cazadora para apartarse el cabello de la cara—. Ahora conoce usted toda la historia… Tiene derecho, supongo. Se lo ha ganado.

El ajedrecista miró ante sí, reflexionando sobre aquel derecho recién adquirido.

—Ya veo —murmuró.

Caminaron en silencio, sin prisa, el uno junto al otro. Hacía frío. Las calles más estrechas y cerradas aún estaban a oscuras, y la luz de las farolas se reflejaba a trechos en el asfalto mojado, con relumbres de barniz fresco. Poco a poco, las sombras en los rincones más abiertos se iban suavizando con la claridad plomiza que cuajaba despacio, al extremo de la avenida, donde las siluetas de los edificios, recortadas en el contraluz, pasaban del negro al gris.

—¿Y hay alguna razón especial —preguntó Muñoz— para que me haya ocultado hasta ahora el resto de la historia?

Ella lo observó de soslayo antes de responder. No parecía ofendido sino vagamente interesado, mirando con aire ausente la calle vacía ante ellos, con las manos en los bolsillos de la gabardina y el cuello subido hasta las orejas.

—Pensé que tal vez no quisiera complicarse la vida.

—Comprendo.

El estrépito de un camión de la basura los saludó al doblar una esquina. Muñoz se detuvo un momento para ayudarla a pasar entre dos cubos vacíos.

—¿Y qué piensa hacer ahora? —preguntó.

—No sé. Terminar la restauración, supongo. Y escribir un largo informe con esta historia. Gracias a usted seré un poco famosa.

Muñoz escuchaba distraído, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.

—¿Y qué pasa con la investigación policial?

—Al final encontrarán un asesino, si es que lo hay. Siempre lo hacen.

—¿Sospecha de alguien?

Julia se echó a reír.

—Cielo santo, claro que no —meditó sobre eso con una mueca—. Al menos eso espero… —miró al jugador de ajedrez—. Imagino que investigar un crimen que puede no serlo, es muy parecido a lo que usted hizo con el cuadro.

Muñoz curvó los labios en su media sonrisa.

—Todo es cuestión de lógica, supongo —respondió—. Y tal vez eso sea común a un ajedrecista y un detective… —entornó los ojos, y Julia no podía saber si hablaba en serio o en broma—. Dicen que Sherlock Holmes jugaba al ajedrez.

—¿Lee novelas policiacas?

—No. Aunque lo que suelo leer se parece un poco a eso.

—¿Por ejemplo?

—Libros de ajedrez, por supuesto. También juegos matemáticos, problemas de lógica… Cosas así.

Cruzaron la avenida desierta. Al llegar a la otra acera Julia observó de nuevo a su acompañante, con disimulo. No parecía un hombre de extraordinaria inteligencia. Por lo demás, dudaba que las cosas le hubiesen ido demasiado bien en la vida. Viéndolo caminar con las manos en los bolsillos, el ajado cuello de la camisa y las grandes orejas asomando sobre la gabardina vieja, daba la impresión de no ser sino lo que era: un oscuro oficinista, cuya única fuga de la mediocridad era el mundo de combinaciones, problemas y soluciones que el ajedrez podía ofrecerle. Lo más curioso en él era la mirada que se apagaba al apartarse del tablero; aquella forma de inclinar la cabeza igual que si algo le pesara demasiado en las vértebras del cuello, ladeándola; como si de esa forma intentase que el mundo exterior se deslizara por su lado sin rozarlo más que lo necesario. Recordaba un poco a los soldados prisioneros que caminaban con la cabeza baja en los viejos documentales de guerra. Era el suyo el aire inequívoco del derrotado antes de la batalla; de quien cada día abre los ojos y se despierta vencido.

Y, sin embargo, había algo más. Al explicar una jugada, siguiendo el retorcido hilo de la trama, en Muñoz despuntaba el destello fugaz de algo sólido, incluso brillante. Como si, a pesar de su apariencia, en el interior latiese un extraordinario talento lógico, matemático, o del género que fuera, que daba aplomo, autoridad indiscutible a sus palabras y gesto.

Le habría gustado conocerlo mejor. Comprendió que lo ignoraba todo de él, salvo que jugaba al ajedrez y era contable. Pero ya resultaba demasiado tarde. El trabajo había terminado, y sería difícil encontrarse de nuevo.

—Ha sido la nuestra una extraña relación —dijo en voz alta.

Muñoz dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si buscase confirmación a aquellas palabras.

—Ha sido la relación habitual en ajedrez… —respondió—. Usted y yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida —sonrió de nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada—. Llámeme cuando quiera volver a jugar.

—Usted me desconcierta —dijo ella espontáneamente—. De veras.

Se detuvo y la miró, sorprendido. Ya no sonreía.

—No comprendo.

—Tampoco yo, si se trata de eso —Julia vaciló un poco, insegura del terreno por el que se movía—. Usted parece dos personas distintas; tímido y retraído a veces, con una especie de conmovedora torpeza… Pero basta que haya de por medio cualquier relación con el ajedrez para que aparente una seguridad pasmosa.

—¿Y bien? —inexpresivo, el ajedrecista parecía aguardar el resto del razonamiento.

—Y eso, nada más —titubeó, algo avergonzada por su propia indiscreción, y después se burló de sí misma con una mueca—. Imagino que es absurdo, a estas horas de la mañana. Disculpe.

Estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos de la gabardina, su nuez prominente sobre el cuello desabrochado de la camisa y precisando un buen afeitado, la cabeza algo inclinada hacia la izquierda, como si reflexionase sobre lo que acababa de oír. Pero ya no parecía desconcertado.

—Ya veo —dijo, e hizo un gesto con el mentón, dando a entender que se hacía cargo, aunque Julia no lograba establecer exactamente de qué. Después miró detrás de ella, como si esperase a alguien que le trajese una palabra olvidada. Y entonces hizo algo que la joven recordaría siempre con estupor. Allí mismo, en un instante, con sólo media docena de frases, tan desapasionado y frío como si se estuviera refiriendo a una tercera persona, le resumió su vida, o Julia creyó que así lo hacía. Ocurrió, para estupefacción de la joven, en un instante, sin pausas ni inflexiones, con la misma precisión que Muñoz utilizaba para comentar los movimientos de ajedrez. Y cuando terminó, quedando de nuevo en silencio, y sólo entonces, la vaga sonrisa retornó a sus labios como si aquel gesto implicara una suave burla para sí mismo, para el hombre descrito segundos antes y hacia el que, en el fondo, el jugador de ajedrez no sentía compasión ni desdén, sino una especie de solidaridad desengañada y comprensiva. Y Julia se quedó allí, frente a él, sin saber qué decir durante un largo rato, preguntándose cómo diablos aquel hombre poco aficionado a las palabras había sido capaz de explicárselo todo con tanta nitidez. Y así supo de un niño que jugaba mentalmente al ajedrez en el techo de su dormitorio cuando el padre lo castigaba por descuidar sus estudios; y supo de mujeres capaces de desmontar con minuciosidad de relojero los resortes que mueven a un hombre; y supo de la soledad venida al socaire del fracaso y la ausencia de esperanza. Todo aquello lo vio Julia de golpe, sin tiempo para considerarlo siquiera, y al final, qué resultó ser casi el principio, no estaba muy segura de qué parte de todo ello le había sido contada por él, y qué parte imaginada por ella misma. Suponiendo, después de todo, que Muñoz hubiese hecho algo más que hundir un poco la cabeza entre los hombros y sonreír como el gladiador cansado, indiferente a la dirección, arriba o abajo, en que se mueve el pulgar que decidirá su suerte. Y cuando el jugador de ajedrez dejó de hablar por fin, si es que alguna vez lo hizo, y la luz grisácea del amanecer le aclaraba la mitad del rostro dejando la otra mitad en sombras, Julia supo con exactitud perfecta lo que significaba para aquel hombre el pequeño rincón de sesenta y cuatro escaques blancos y negros: el campo de batalla en miniatura donde se desarrollaba el misterio mismo de la vida, del éxito y del fracaso, de las fuerzas terribles y ocultas que gobiernan el destino de los hombres.

En menos de un minuto supo todo eso. Y también el significado de aquella sonrisa que nunca terminaba por asentarse del todo en sus labios. E inclinó despacio la cabeza, porque era una joven inteligente y había comprendido; y él miró al cielo y dijo que hacía mucho frío. Después, ella sacó el paquete de cigarrillos, ofreciéndole uno, y él aceptó, y esa fue la primera y penúltima vez que vio a Muñoz fumar. Entonces echaron a andar de nuevo para acercarse hasta la puerta de Julia. Estaba decidido que aquel era el punto donde el ajedrecista saldría de la historia, así que alargó una mano para estrechar la suya y decir adiós. Pero en ese momento la joven miró el interfono y vio un pequeño sobre, como el de una tarjeta de visita, doblado en la rejilla junto a su timbre. Y cuando lo abrió y extrajo la tarjeta de cartulina que había dentro, supo que Muñoz no podía marcharse aún. Y que iban a ocurrir unas cuantas cosas, ninguna de ellas buena, antes de que le permitieran hacerlo.

—No me gusta —dijo César, y Julia percibió un temblor en los dedos que sostenían la boquilla de marfil—. No me gusta nada que un loco ande suelto por ahí, jugando contigo a Fantomas.

Pareció que las palabras del anticuario fueran señal para que todos los relojes de la tienda diesen, uno tras otro o simultáneamente, en diversos tonos que iban desde el suave murmullo hasta los graves acordes de los pesados relojes de pared, los cuatro cuartos y las nueve campanadas. Pero la coincidencia no hizo sonreír a Julia. Miraba la Lucinda de Bustelli, inmóvil dentro de su urna de cristal, y se sentía tan frágil como ella.

—A mí tampoco me gusta. Pero no estoy segura de que podamos elegir.

Apartó los ojos de la porcelana para dirigirlos hacia la mesa de estilo Regencia sobre la que Muñoz había desplegado su pequeño tablero de ajedrez, reproduciendo en él, una vez más, la posición de las piezas en la partida del Van Huys.

—Ojalá cayese en mis manos ese canalla —murmuraba César, dirigiéndole una nueva ojeada suspicaz a la tarjeta que Muñoz sostenía por un ángulo, como si se tratara de un peón que no sabía dónde situar—. Como broma rebasa lo ridículo…

—No es una broma —objetó Julia—. ¿Olvidas al pobre Álvaro?

—¿Olvidarlo? —el anticuario se llevó la boquilla a los labios, exhalando el humo con nerviosa brusquedad—. ¡Qué más quisiera yo!

—Y, sin embargo, tiene sentido —dijo Muñoz.

Se lo quedaron mirando. Ajeno al efecto de sus palabras, el ajedrecista seguía con la tarjeta entre los dedos y se apoyaba en la mesa, sobre el tablero. Aún no se había quitado la gabardina, y la luz que entraba por la vidriera emplomada daba un tono azul a su mentón sin afeitar, resaltando los cercos de insomnio bajo los ojos cansados.

—Amigo mío —le dijo César, a medio camino entre la incredulidad cortés y cierto irónico respeto—. Celebro que sea capaz de encontrarle sentido a todo esto.

Muñoz se encogió de hombros, sin prestarle atención al anticuario. Era evidente que se centraba en el nuevo problema, en el jeroglífico de la pequeña tarjeta:

Tb3? … Pd7—d5+

Todavía durante un momento Muñoz observó las cifras, cotejándolas con la posición de las piezas en el tablero. Después alzó los ojos hacia César, para terminar posándolos en Julia.

—Alguien —y con aquel
alguien
la joven sintió un escalofrío, como si acabaran de abrir una puerta cercana e invisible— parece interesado en
La partida de ajedrez
que se juega en ese cuadro… —entornó los ojos e hizo un gesto de asentimiento, como si por alguna oscura razón pudiera intuir los móviles del misterioso aficionado—. Sea quien sea, conoce el desarrollo de la partida y sabe, o imagina, que hemos resuelto su secreto hacia
atrás
. Porque propone seguir moviendo hacia adelante; continuar el juego a partir de la posición que las piezas ocupan en el cuadro.

—Está usted de broma —dijo César.

Durante un incómodo silencio, Muñoz miró con fijeza al anticuario.

—Yo nunca bromeo —dijo por fin, como si hubiese estado considerando la conveniencia de precisar aquello—. Y menos cuando se trata de ajedrez —hizo el gesto de golpear con el índice la tarjeta—. Le aseguro que es exactamente eso lo que hace: proseguir la partida en el punto en que la dejó el pintor.

Miren el tablero:

—… Observen —Muñoz indicó la cartulina—.
Tb3? … Pd7—d5+
. Ese Tb3 significa que las blancas mueven la torre que está en B5 y la llevan a B3. Lo acompaña un signo de interrogación, que yo interpreto como que se nos sugiere ese movimiento. Eso permite deducir que nosotros jugamos con blancas y el adversario con negras.

—Muy apropiado —comentó César—. En el fondo es adecuadamente siniestro.

—No sé si es siniestro o dejar de serlo, pero es exactamente lo que hace. Nos dice:
«yo juego con negras y os invito a mover esa torre a B3»
… ¿Comprenden? Si aceptamos el juego, tenemos que mover como nos sugiere, aunque podríamos escoger otra jugada más oportuna. Por ejemplo, comernos el peón negro que está en B7 con el peón blanco de A6… O la torre blanca de B6… —se detuvo un instante, absorto, como si su mente se hubiera internado automáticamente por las posibilidades que ofrecía la combinación que acababa de mencionar, y después parpadeó, retornando con visible esfuerzo a la situación real—. Nuestro adversario da por sentado que aceptamos su reto y hemos movido la torre blanca a B3, para proteger nuestro rey blanco de un posible movimiento lateral hacia la izquierda de la dama negra y, al mismo tiempo, con esa torre apoyada por la otra torre y el caballo blanco, amenazar de mate al rey negro que está en la casilla A4… Y de todo esto deduzco que le gusta el riesgo.

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