Julia, que seguía sobre el tablero las explicaciones de Muñoz, levantó los ojos hacia el ajedrecista. Estaba segura de haber detectado en sus palabras un rastro de admiración hacia el jugador desconocido.
—¿Por qué dice eso?… ¿Cómo puede saber lo que le gusta y lo que no?
Muñoz hundió la cabeza entre los hombros, mordiéndose el labio inferior.
—No sé —respondió tras un titubeo—. Cada uno juega al ajedrez según es. Creo que ya les expliqué eso una vez —puso la tarjeta sobre la mesa, junto al tablero—.
Pd7—d5+
significa que las negras escogen ahora jugar avanzando el peón que tienen en D7 a D5, y amenazan con un jaque al rey blanco… Esa crucecita junto a las cifras significa jaque. Traducido: estamos en peligro. Un peligro que podemos evitar comiéndonos ese peón con el blanco que está en E4.
—Sí —dijo César—. En lo que se refiere a las jugadas, de acuerdo. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con nosotros… ¿Qué relación hay entre esas jugadas y la realidad?
Muñoz hizo un gesto ambiguo, como si le estuviesen pidiendo demasiado. Julia vio que los ojos del jugador de ajedrez buscaban los suyos, desviándose apenas un segundo después.
—No sé cuál es la relación exacta. Tal vez se trata de un aviso, de una advertencia. Eso no puedo saberlo… Pero la siguiente jugada lógica de las negras, tras serles comido el peón en D5, sería dar un nuevo jaque al rey blanco, llevando el caballo negro que está en D1 a B2… Así las cosas, sólo hay una jugada que puedan hacer las blancas para evitar el jaque, manteniendo al mismo tiempo su posición de cerco al rey negro: comerse el caballo negro con la torre blanca. La torre que está en B3 se come el caballo en B2. Observen ahora la posición en el tablero:
Se quedaron los tres en silencio, inmóviles, estudiando la nueva posición de las piezas. Julia comentaría más tarde que en aquel momento, mucho antes de comprender el significado del jeroglífico, presintió que el tablero había dejado de ser una simple sucesión de cuadros blancos y negros para convertirse en un terreno real que representaba el curso de su propia vida. Y como si el tablero se hubiera tornado espejo, descubrió algo familiar en la pequeña pieza de madera que representaba a la reina blanca, en su casilla E1, patéticamente vulnerable en la proximidad amenazadora de las piezas negras.
Pero fue César el primero que se dio cuenta.
—Dios mío —dijo. Y aquello sonó tan extraño en sus agnósticos labios que Julia lo miró, alarmada. El anticuario tenía los ojos fijos en el tablero y la mano que sostenía la boquilla detenida a escasos centímetros de la boca, como si la comprensión le hubiese llegado de golpe, paralizando el gesto apenas iniciado.
Volvió Julia a mirar el tablero mientras sentía la sangre batirle sordamente en las muñecas y las sienes. No era capaz de ver más que la indefensa reina blanca, pero sentía el peligro como un pesado lastre sobre su espalda. Entonces levantó los ojos hacia Muñoz en demanda de auxilio, y vio que el jugador de ajedrez movía pensativo la cabeza, mientras una profunda arruga vertical le dividía la frente. Después, la sonrisa vaga que ella había visto otras veces le rozó un instante los labios, pero no había rastro de humor en ella. Era una mueca fugaz, algo resentida; la de quien, muy a su pesar, se ve forzado a reconocer el talento de un adversario. Y Julia sintió estallar un miedo oscuro, intenso, pues comprendió que incluso Muñoz estaba impresionado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, incapaz de reconocer su propia voz. Los escaques del tablero se movían ante sus ojos.
—Ocurre —dijo César, cambiando una grave mirada con Muñoz— que el movimiento de la torre blanca enfila ahora a la reina negra… ¿No es eso?
El jugador de ajedrez inclinó el mentón, en señal de asentimiento.
—Sí —dijo al cabo de un instante—. En la partida, la dama negra, que antes estaba a salvo, queda al descubierto… —se detuvo un momento; aventurarse por el camino de las interpretaciones extraajedredísticas era algo en lo que no parecía moverse a sus anchas—. Eso puede significar que el jugador invisible nos comunica algo: su certeza de que el misterio del cuadro ha sido resuelto. La dama negra…
—Beatriz de Borgoña —murmuró la joven.
—Sí. Beatriz de Borgoña. La dama negra que, según parece, ya mató una vez.
Las últimas palabras de Muñoz quedaron en el aire como si no esperasen respuesta. César, que había permanecido en silencio, alargó la mano y deshizo delicadamente la brasa de su cigarrillo en un cenicero, con el gesto meticuloso de quien necesita hacer algo para mantenerse en contacto con la realidad. Después miró a su alrededor como si en alguno de los muebles, cuadros u objetos de su tienda de antigüedades se hallase la respuesta a las preguntas que todos se formulaban.
—La coincidencia es absolutamente increíble, queridos míos —dijo—. Esto no puede ser real.
Alzó las manos y las dejó caer a los costados, en un gesto de impotencia. Muñoz se limitó a encoger hoscamente los hombros bajo la arrugada gabardina.
—Aquí no hay coincidencia que valga. Quien ha planeado esto es un maestro.
—¿Y qué pasa con la reina blanca? —preguntó Julia.
Muñoz sostuvo unos segundos su mirada y movió una mano hacia el tablero, deteniéndola sólo a unos centímetros de la pieza, como si no se atreviera a tocarla. Después señaló con el dedo índice la torre negra en C1.
—Pasa que puede ser comida —dijo con calma.
—Ya veo —Julia se sentía decepcionada; había creído experimentar una impresión más fuerte cuando alguien confirmase sus aprensiones en voz alta—. Si lo he entendido bien, el hecho de haber descubierto el secreto del cuadro, es decir la culpabilidad de la dama negra, se refleja en esa jugada de torre a B2… Y la dama blanca está en peligro, pues debió retirarse a lugar seguro en vez de andar por ahí complicándose la vida. ¿Es la moraleja, señor Muñoz?
—Más o menos.
—Pero todo ocurrió
hace
cinco siglos —protestó César—. Sólo la mente de un loco…
—Tal vez se trate de un loco —opinó Muñoz, ecuánime—. Pero jugaba, o juega, condenadamente bien al ajedrez.
—Y puede haber matado otra vez —añadió Julia—. Ahora, hace unos días, en el siglo veinte. A Álvaro.
César levantó una mano escandalizado, como si aquello fuese una inconveniencia.
—Alto ahí, princesa. Nos estamos liando. Ningún asesino sobrevive cinco siglos. Y un simple cuadro es incapaz de matar.
—Según se mire.
—Te prohíbo decir barbaridades. Y deja de mezclar cosas distintas. Por un lado hay un cuadro y un crimen cometido hace quinientos años… Por otra parte tenemos a Álvaro muerto…
—Y el envío de los documentos.
—Pero nadie ha demostrado aún que quien los envió matase a Álvaro… Hasta es posible que ese desgraciado se rompiera de verdad la crisma en la bañera —el anticuario alzó tres dedos—. En tercer lugar, alguien pretende jugar al ajedrez… Eso es todo. No hay pruebas que relacionen todas esas cosas entre sí.
—El cuadro.
—Eso no es una prueba. Es una hipótesis —César miró a Muñoz—. ¿No es cierto?
El ajedrecista guardaba silencio, renunciando a tomar partido, y César lo miró con rencor. Julia señaló la tarjeta de cartulina sobre la mesa, junto al tablero.
—¿Queréis pruebas? —dijo de pronto, pues acababa de caer en la cuenta de lo que era aquello—. Aquí hay una que relaciona directamente la muerte de Álvaro con el jugador misterioso… Conozco esas fichas demasiado bien… Son las que usaba Álvaro para trabajar —hizo una pausa para tomar conciencia de sus propias palabras—. Quien lo mató pudo coger también un puñado de tarjetas de su casa —reflexionó un instante y extrajo un Chesterfield del paquete que llevaba en el bolsillo de la cazadora. La irracional sensación de pánico experimentada minutos antes se desvanecía por momentos, sustituyéndola una aprensión más definida, de contornos precisos. No era lo mismo, se dijo a modo de explicación, el miedo al miedo, a lo indefinido y oscuro, que el miedo concreto a morir asesinada a manos de un ser real. Tal vez el recuerdo de Álvaro, de aquella muerte a plena luz y con los grifos abiertos, le aclaraba la mente, despejándola de otros miedos superfluos. Bastante tenía ya con eso.
Se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió, confiando en que el gesto constituyese una demostración de aplomo ante los dos hombres. Después expulsó la primera bocanada de humo y tragó saliva, sintiendo la garganta desagradablemente seca. Necesitaba urgentemente un vodka. O media docena de vodkas. O un hombre guapo, fuerte y silencioso, con quien hacer el amor hasta perder la conciencia.
—¿Y ahora? —preguntó, con toda la calma de que fue capaz.
César miraba a Muñoz y éste a Julia. Ella pudo comprobar que la mirada del ajedrecista se había vuelto de nuevo opaca, desprovista de vida, como si todo hubiese dejado de interesarle hasta que un nuevo movimiento reclamara su atención.
—Esperar —dijo Muñoz, y señaló el tablero—. Le toca mover a las negras.
Menchu estaba muy excitada, pero no a causa del jugador misterioso. A medida que Julia le contaba, abría los ojos como platos, hasta el punto de que, aguzando el oído, se hubiera escuchado tras ellos el indiscreto clic de una caja registradora sumando enteros. Lo cierto es que, en materia de dinero, Menchu se manifestaba siempre voraz. Y en aquel momento, calculando beneficios, indudablemente lo era.
Voraz y atolondrada, añadió Julia para sus adentros, pues apenas había manifestado inquietud por la existencia de un posible asesino aficionado al ajedrez. Fiel a su propio personaje, el mejor recurso de Menchu a la hora de resolver problemas era comportarse como si no existieran. Poco dispuesta a mantener durante mucho tiempo su atención en algo concreto, tal vez aburrida de tener en casa a Max en funciones de gorila protector —eso dificultaba otros escarceos—, la galerista había decidido variar su enfoque de todo aquello. Se trataba ahora tan sólo de una curiosa serie de coincidencias, o una broma extraña y posiblemente inofensiva, ideada por alguien con raro sentido del humor, cuyas razones se le escapaban de puro ingeniosas. Era la versión más tranquilizadora, sobre todo cuando había mucho a ganar de por medio. En cuanto a la muerte de Álvaro, ¿es que Julia nunca había oído hablar de los errores judiciales?… Como el asesinato de Zola por aquel tipo, Dreyfuss, o quizá fuese al revés; y Lee Harvey Oswald, entre otros patinazos por el estilo. Además, un resbalón de bañera cualquiera lo daba en la vida. O poco menos.
—En cuanto al Van Huys, ya verás. Le vamos a sacar un montón de dinero.
—¿Y qué hacemos con Montegrifo?
Había pocos clientes en la galería; un par de damas de edad que conversaban junto a un gran óleo de factura clásica y paisaje marino, y un caballero vestido de oscuro que curioseaba en las carpetas de grabados. Menchu apoyó una mano en la cadera como si fuese la culata de un revólver, emitiendo un teatral parpadeo mientras bajaba la voz.
—Entrará por el aro, pequeña.
—¿Tú crees?
—Lo que yo te diga. O acepta o nos pasamos al enemigo —sonrió segura de sí—. Con tus antecedentes y toda esa película maravillosa del duque de Ostenburgo y la mala pécora de su legítima, Sotheby’s o Christie’s nos acogerían con los brazos abiertos. Y Paco Montegrifo no tiene un pelo de tonto… —pareció recordar algo—. Por cierto; esta tarde tomamos café con él. Ponte guapa.
—¿Tomamos?
—Tú y yo. Ha telefoneado esta mañana, todo mieles. Menudo olfato tiene ese cabrón.
—A mí no me líes.
—No te lío. Insistió en que vengas tú también. No sé que le has dado, hija. Con lo flacucha que estás.
Los tacones de Menchu —zapatos cosidos a mano, carísimos, pero dos centímetros más altos de lo preciso— dejaban dolorosas marcas en la moqueta beige. En su galería, entre luces indirectas, tonos claros y grandes espacios, predominaba lo que César solía llamar
arte bárbaro
: acrílicos y guaches combinados con collages, relieves de arpillera alternados con oxidadas llaves inglesas, o tuberías de plástico junto a volantes de automóvil pintados de azul celeste eran la nota dominante, y sólo a veces, relegado a lejanos rincones de la sala, asomaba un retrato o paisaje de corte más convencional; como un huésped incómodo, aunque necesario para justificar la pretendida amplitud de criterios de una anfitriona esnob. Y, sin embargo, a Menchu la galería le daba dinero; hasta César se veía obligado a reconocerlo, a regañadientes, mientras recordaba con añoranza los tiempos en que, para la sala de juntas de cualquier consejo de administración, era imprescindible un cuadro de aire respetable
comme il faut
, provisto de la apropiada pátina y el grueso marco de madera dorada, en lugar de delirios postindustriales tan en consonancia con el espíritu —dinero de plástico, muebles de plástico, arte de plástico— de las nuevas generaciones que ocupaban, previo paso por allí de carísimos decoradores a la última, aquellos mismos despachos.
Paradojas de la vida: Menchu y Julia contemplaban en aquel momento una curiosa combinación de rojos y verdes que respondía al excesivo título de
Sentimientos
, salida semanas atrás de la paleta de Sergio, la última romántica locura de César, que el anticuario había recomendado, teniendo —eso sí— la decencia de desviar púdicamente los ojos cuando mencionó el asunto.
—De todas formas lo venderé —suspiró Menchu, resignada, después que ambas lo miraron durante un rato—. En realidad se vende todo. Parece mentira.