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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (25 page)

BOOK: La tabla de Flandes
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Montegrifo entró en materia rápidamente, apenas una secretaria les hubo servido, en tazas de porcelana de la Compañía de Indias, café que Menchu endulzó con sacarina. Julia bebió el suyo solo, amargo y muy caliente, a breves sorbos. Cuando encendió un cigarrillo —el subastador acompañó su gesto con uno de atenta impotencia, inclinándose inútilmente hacia ella con su encendedor de oro en la mano desde la inmensa distancia del otro lado de la mesa—, el anfitrión ya había expuesto la situación en términos generales. Y en su fuero interno, Julia hubo de reconocer que, sin faltar a la más exquisita educación, Montegrifo no se había ido por las ramas.

El planteamiento era, a primera vista, transparente como el cristal: Claymore lamentaba no aceptar las condiciones de Menchu en cuanto a ir a la par en los beneficios del Van Huys. Al mismo tiempo ponía en su conocimiento que el propietario del cuadro, don… —Montegrifo consultó calmosamente sus notas— Manuel Belmonte, de acuerdo con sus sobrinos, había decidido anular el acuerdo establecido con doña Menchu Roch y transferir los poderes sobre el Van Huys a Claymore y Compañía. Todo ello, añadió con las yemas de los dedos juntas y los codos apoyados en el filo de la mesa, constaba en un documento legalizado ante notario, que tenía en un cajón. Dicho lo cual, Montegrifo dirigió a Menchu una mirada de desolación, acompañándola con un suspiro de hombre de mundo.

—¿Quiere decir —a Menchu, escandalizada, le tintineaba la taza de café en las manos— que amenaza con quitarme el cuadro?

El subastador se miró los gemelos de oro de la camisa como si éstos hubiesen dicho una inconveniencia, y después estiró pulcramente los puños almidonados.

—Me temo que ya se lo hemos quitado —dijo en el tono contrito de quien lamenta pasar a una viuda las facturas que dejó el difunto—. De todas formas, su porcentaje de beneficio original sobre el precio de subasta se mantiene intacto; descontando, eso sí, los gastos. Claymore no pretende despojarla de nada, sino evitar sus condiciones abusivas, señora mía —sacó pausadamente su pitillera de plata de un bolsillo y la puso sobre la mesa—. En Claymore no vemos razón para aumentar su porcentaje. Eso es todo.

—¿No ven la razón? —Menchu miró a Julia con despecho, esperando exclamaciones de indignada solidaridad o algo por el estilo—. La razón, Montegrifo, es que ese cuadro, gracias a un trabajo de investigación realizado por nosotras, va a multiplicar su precio… ¿Le parece poca razón?

Montegrifo miró a Julia, estableciendo silenciosa y cortésmente que no la incluía para nada en aquel sórdido chalaneo. Después se volvió a Menchu, y sus ojos se endurecieron.

—Si esa investigación que ustedes han realizado —el
ustedes
no dejaba duda de su opinión sobre la capacidad investigadora de Menchu— aumenta el precio del Van Huys, también aumentará automáticamente el beneficio a porcentaje que acordó con Claymore… —en este punto se permitió una sonrisa condescendiente, antes de olvidarse otra vez de Menchu y mirar a Julia—. En cuanto a usted, la nueva situación no perjudica sus intereses, sino todo lo contrario. Claymore —y la sonrisa que le dirigió no dejaba la menor duda sobre quién, en Claymore— considera que su actuación en este asunto ha sido excepcional. Así que le rogamos siga restaurando el cuadro como hasta ahora. El aspecto económico no debe inquietarla en absoluto.

—¿Y puede saberse —además de la mano que sostenía la taza y el platillo de café, a Menchu le temblaba el labio inferior— cómo está usted tan al corriente de lo que se refiere al cuadro?… Porque Julia puede ser algo ingenua, pero no me la imagino contándole su vida a la luz de las velas. ¿O me equivoco?

Aquello era un golpe bajo, y Julia abrió la boca para protestar; pero Montegrifo la tranquilizó con un gesto.

—Mire, señora Roch… Su amiga rechazó algunas propuestas profesionales que me tomé la libertad de plantear hace unos días, y lo hizo con el elegante recurso de darme largas —abrió la pitillera y escogió un cigarrillo con la meticulosidad de quien realiza una importante operación—. Los detalles sobre el estado del cuadro, la inscripción oculta y lo demás, ha tenido a bien suministrármelos la sobrina del propietario. Un hombre encantador, por cierto, ese don Manuel. Y he de decir —accionó el encendedor, expulsando una breve bocanada de humo— que se resistió a retirarle a usted la responsabilidad sobre el Van Huys. Un hombre de lealtades, según parece, pues también exigió, con sorprendente insistencia, que nadie excepto Julia tocase el cuadro hasta que acabe la restauración… En todas esas negociaciones me fue utilísima la alianza, que podemos llamar táctica, con la sobrina de don Manuel… En cuanto al señor Lapeña, el marido, no puso objeción en cuanto mencioné la posibilidad de un adelanto.

—Otro Judas —casi escupió Menchu.

Montegrifo se encogió de hombros.

—Supongo —dijo en tono objetivo— que podría aplicársele ese alias, creo. Entre otros.

—Yo también tengo un documento firmado —protestó Menchu.

—Lo sé. Pero se trata de un mero acuerdo sin legalizar, mientras que el mío es ante notario, con los sobrinos como testigos y todo tipo de garantías, que incluyen un depósito económico como fianza por nuestra parte… Si me permite la expresión, precisamente la misma que utilizó Alfonso Lapeña en el momento de estampar su firma, no hay color, señora mía.

Menchu se inclinó hacia adelante, lo que hizo temer a Julia que la taza de café que sostenía en las manos fuese a parar sobre la impoluta camisa de Montegrifo; pero su amiga se limitó a dejarla sobre la mesa. Estaba sofocada de indignación, y a pesar del cuidadoso maquillaje, la cólera le envejecía el rostro. Al moverse, la falda se le subió más, descubriendo sus muslos, y Julia se sintió apenada, violenta con aquella absurda situación. Lamentaba con toda el alma encontrarse allí.

—¿Y qué hará Claymore —preguntó Menchu en tono desabrido— si decido irme con el cuadro a otra casa de subastas?

Montegrifo miraba las espirales de humo del cigarrillo.

—Francamente —parecía meditar en serio la cuestión— le aconsejo no complicarse la vida. Sería ilegal.

—También puedo empapelarlos a todos, en un litigio que dure meses, paralizando cualquier subasta del cuadro. ¿Se le ha ocurrido pensar eso?

—Claro que se me ha ocurrido. Pero usted sería la primera perjudicada —llegado a ese punto sonrió educadamente, con la certeza de haber dado el mejor consejo a su alcance—. Claymore dispone de buenos abogados, como sin duda imagina… En la práctica —titubeó unos segundos, como si dudara en añadir algo más— se expone a perderlo todo. Y sería una lástima.

Menchu se dio un seco tirón de la falda hacia abajo, al tiempo que se ponía en pie.

—¿Sabes lo que te digo?… —se le quebraba la voz en el brusco tuteo, atropellada por la ira—. ¡Eres el mayor hijo de puta que me he echado a la cara!

Montegrifo y Julia se levantaron; confusa ella, dueño de sí el subastador.

—Lamento mucho la escena —dijo él con mucha calma, dirigiéndose a Julia—. Lo lamento de veras.

—También yo —la joven miró a Menchu, que se colgaba el bolso del hombro con el gesto decidido de quien se cuelga un fusil—. ¿No podríamos ser todos un poco razonables?

Menchu la fulminó con la mirada.

—Razona tú, si tanto te seduce este gilipollas… Yo me voy de su cueva de ladrones.

Y salió dejando la puerta abierta, con rápido y furioso taconeo. Julia se quedó allí, avergonzada e indecisa, sin saber si seguirla o no. A su lado, Montegrifo se encogía de hombros.

—Una mujer con carácter —dijo, fumando pensativo.

Julia se volvió hacia él, aún aturdida.

—Se había hecho demasiadas ilusiones sobre ese cuadro… Intente comprenderla.

—Y la comprendo —sonreía, conciliador—. Pero no puedo tolerar que me haga chantaje.

—También usted ha intrigado a sus espaldas, conspirando con los sobrinos… A eso lo llamo yo jugar sucio.

La sonrisa de Montegrifo se hizo más ancha. Son cosas de la vida, parecía decir. Después miró hacia la puerta por la que se había ido Menchu.

—¿Qué cree que hará ahora?

Julia movió la cabeza.

—Nada. Sabe que ha perdido la batalla.

El subastador parecía reflexionar.

—La ambición, Julia, es un sentimiento perfectamente legítimo —dijo al cabo de un momento—. Y cuando de ambición se trata, el único pecado es el fracaso; el triunfo supone, automáticamente, virtud —sonrió de nuevo, esta vez al vacío—. La señora, o señorita, Roch, ha intentado meterse en una historia demasiado grande para ella… Digamos —expelió el humo de su cigarrillo en forma de aro, dejándolo ascender hasta el techoque la ambición no estaba a la altura de sus posibilidades —los ojos castaños se habían endurecido, y Julia decidió que Montegrifo tenía que ser un adversario peligroso, cuando se despojaba de su rigurosa cortesía. O tal vez era capaz de ser peligroso al tiempo que cortés—. Confío en que no nos cause nuevos problemas, pues ése es un pecado por el que sería castigada… ¿Comprende lo que quiero decir? Ahora, si le parece bien, hablemos de nuestro cuadro.

Belmonte estaba solo en casa, y recibió a Julia y Muñoz en el salón, sentado en su silla de ruedas, junto a la pared donde había estado colgada
La partida de ajedrez
. El solitario clavo oxidado y la huella del marco daban un toque patético, de expolio y desolación doméstica. Belmonte, que había seguido la dirección de los ojos de sus visitantes, sonrió con tristeza.

—No he querido colgar nada, de momento —aclaró—. Todavía no —levantó una de sus manos descarnadas para moverla en el aire, resignado—. No resulta fácil acostumbrarse…

—Lo comprendo —dijo Julia, con sincera simpatía.

El anciano inclinó despacio la cabeza.

—Sí. Sé que lo comprende —miró a Muñoz, sin duda esperando de él idéntica comprensión, pero éste permanecía silencioso, observando la pared vacía con ojos inexpresivos—. Desde el primer día me pareció una joven inteligente —se dirigió al ajedrecista—. ¿No opina lo mismo, caballero?

El jugador movió lentamente los ojos de la pared al anciano e hizo un breve gesto de asentimiento, sin despegar los labios. Parecía absorto en remotas reflexiones.

Belmonte miró a Julia.

—En cuanto a su amiga… —ensombreció el gesto, incómodo—. Me gustaría que usted le explicase… Quiero decir que no tuve elección, se lo aseguro.

—Lo comprendo perfectamente, no se preocupe. Y Menchu lo entenderá también.

La expresión del inválido se iluminó con un gesto de reconocimiento.

—Celebro que se haga cargo, porque me presionaron muchísimo… El señor Montegrifo hizo una buena oferta, por otra parte. Además ofreció dar máxima publicidad a la historia del cuadro… —se acarició el mentón mal afeitado—. He de confesar que también eso me deslumbró un poco —suspiró suavemente—. Y el dinero.

Julia indicó el gramófono que sonaba en el salón.

—¿Siempre pone Bach, o es una coincidencia? La otra vez también oí ese disco…

—¿La
Ofrenda
? —Belmonte parecía complacido—. La escucho a menudo. Es tan complicada e ingeniosa que todavía, de vez en cuando, encuentro algo inesperado en ella —se detuvo un momento, como si recordase algo—. ¿Saben que hay temas musicales que parecen el resumen de toda una vida?… Como espejos donde uno puede mirarse… Esa composición, por ejemplo: un tema va surgiendo con distintas voces y en distintos tonos. A veces, incluso, a distintas velocidades, con intervalos tonales invertidos o de atrás hacia adelante… —se inclinó sobre el brazo de la silla de ruedas, prestando atención al gramófono—. Escuchen. ¿Se dan cuenta? Empieza con una sola voz que canta su tema y entra luego una segunda voz que comienza cuatro tonos por encima o cuatro tonos por debajo de donde comenzó la primera, que a su vez pasa a ocuparse de un tema secundario… Cada una de las voces va entrando en su momento, igual que los diversos instantes de una vida… Y cuando todas las voces han entrado en juego, se acaban las reglas —les dedicó a Julia y a Muñoz una amplia y triste sonrisa—. Como ven, se trata de una perfecta analogía de la vejez.

Muñoz señaló la pared vacía.

—Ese clavo desnudo —dijo, con cierta brusquedad— también parece simbolizar muchas cosas.

Belmonte miró con atención al jugador de ajedrez y después asintió despacio.

—Eso es muy cierto —confirmó con otro suspiro—. ¿Y saben una cosa? A veces me sorprendo mirando el sitio donde estaba el cuadro, y me parece verlo ahí todavía. Ya no está, pero yo lo veo. Después de tantos años —se indicó la frente con un dedo— lo tengo aquí; los personajes, la perfección de los detalles… Mis rincones favoritos fueron siempre el paisaje que se distingue a través de la ventana y el espejo convexo situado a la izquierda, reflejando el escorzo de los jugadores.

—Y el tablero —apuntó Muñoz.

—Y el tablero, en efecto. A menudo, sobre todo al principio, cuando lo heredó mi pobre Ana, solía reconstruir con mi ajedrez la situación de las piezas…

—¿Juega usted? —preguntó Muñoz con aire casual.

—Antes. Ahora, casi nada… Pero la verdad es que nunca se me ocurrió que esa partida pudiera llevarse hacia atrás… —se detuvo un instante, pensativo, dándose golpecitos con las manos sobre las rodillas—. Jugar al revés… ¡Tiene gracia! ¿Saben que Bach era aficionadísimo a las inversiones musicales? En algunos de sus cánones invierte el tema, elaborando una melodía que salta hacia abajo cada vez que el original salta hacia arriba… El efecto puede parecer algo raro, pero cuando uno se acostumbra, termina encontrándolo muy natural. Incluso hay un canon en la
Ofrenda
que se ejecuta al revés de como está escrito —miró a Julia—. Creo que ya le dije que Johann Sebastian era un taimado tramposo. Su obra está llena de trucos. Es como si de vez en cuando una nota, una modulación o un silencio dijeran: «Encierro un mensaje; descúbrelo».

—Como en el cuadro —dijo Muñoz.

—Sí. Con la diferencia de que la música no consiste sólo en imágenes, disposición de piezas o, en este caso, vibraciones en el aire, sino en las emociones que esas vibraciones producen en el cerebro de cada cual… Usted se enfrentaría a serios problemas si intentase aplicar a la música los métodos de investigación que ha usado para resolver la partida del cuadro… Tendría que averiguar qué nota contiene los efectos emotivos en cuestión. O mejor dicho, qué combinaciones de notas… ¿No le parece mucho más difícil que jugar al ajedrez?

BOOK: La tabla de Flandes
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