Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Comió el pescado con la rapidez suficiente para poder tomar café con Rhomberg.
—El café sí que no lo sacrifico por culpa de una o mil úlceras de estómago.
Se levantó con un pretexto y fue hacia el camarero. Rhomberg comprendió que había pagado la comida de los dos cuando le vio señalar la mesa y sacar la cartera. Se levantó el alemán para impedir la invitación, pero llegó tarde.
—Nada, hombre. No faltaba más. Usted me hace un grandísimo favor y esto es un detalle.
Elogió el hombrecillo la comodidad del BMW.
—No es mío. Lo he alquilado.
—Baja usted pronto de vacaciones. Aún estamos en primavera.
—Tuve que cogerlas en esta época.
—No siempre salen las cosas a gusto de uno. Oiga, ¿le importa que me tumbe un ratito detrás? Es por la úlcera. Me conviene estar horizontal un ratito después de comer.
Rhomberg se sentó al volante. Ajustó cuidadosamente el cin-turón de seguridad y se volvió. La estatura del hombrecillo casi cabía a lo largo del asiento trasero. Le sonreía satisfecho y tenía las manos cruzadas sobre el estómago.
—Esto es gloria. Es como viajar en coche-cama.
Salieron del área de servicio a la autopista A—17. Faltaban setenta kilómetros largos para Barcelona. Dieter no regateó velocidad y a través del retrovisor observaba el rostro del acompañante por si se asustaba por la marcha del coche. Parecía concentrado en la contemplación del techo, tal vez dormía con los ojos semicerrados. A ser posible quería liquidar el contacto con Carvalho a tiempo de no tener que dormir en la ciudad. Quería llegar de un tirón hasta Valencia y al día siguiente embarcar en Alicante con el coche rumbo a Oran. Mentalmente trataba de organizar una conversación ideal con Carvalho, una conversación convincente para el detective y que no le comprometiera demasiado. Sentía dentro de sí un miedo tan enorme como su cuerpo, un miedo rodeado de soledad. Cuando la angustia le abotonaba la garganta, gemía bajísimo el nombre, de su mujer muerta, Gertrude, y se le nublaban los ojos de pena por sí mismo. El niño aparecía después como si se tratara de una segunda mutilación.
—Me quiere demasiado.
Dijo casi en voz alta. Había leído que un escritor huido de la URSS maltrató a su hijo durante el último año de convivencia para que le recordara con odio y no con añoranza. A su manera había hecho lo mismo. Había apartado al niño de su vida como si fuera un estorbo y en pago recibía una adoración mitificadora. Conservaba sus cartas y fotografías como reliquias. Quería que su tía le redujera las cazadoras del padre para llevar la misma ropa. La misma capacidad de encanto y amor que Gertrude.
—Un día u otro tenía que pasar.
Más adelante, cuando estuviera seguro, le haría llamar o tal vez llegara tarde y entonces fuera el muchacho quien no quisiera saber nada de él.
—Corre demasiado.
Tardó en comprender el exacto significado del tono de las palabras que habían sonado a su espalda. Cuando lo comprendió se volvió molesto. Su acompañante estaba sentado y le enseñaba una pistola a la suficiente distancia como para que Dieter no llegara con el brazo.
—Despacio, germani, despacito y métete en la primera señal azul de P que veas. Esa P azul quiere decir parking. No me hagas una gatada porque primero te lisio una mano y luego la oreja. Quietecito y para.
—¿Qué quiere usted? No llevo apenas dinero. Viajo con travellers y tarjetas de crédito.
—Eso ya lo veremos. Tú para y tengamos la fiesta en paz.
Dieter se aferró a la esperanza de que hubiera otros coches aparcados para poder pedir auxilio. La P azul se acercaba y redujo la marcha. La presencia de un coche estacionado le animó un tanto.
—Para, ahora, en seco.
Frenó el coche bruscamente, levantando una ligera polvareda. El hombrecillo mantenía la distancia y le apuntaba a la cabeza.
—¿Quiere comprobar lo que le he dicho? ¿Le doy la cartera? ¿Quiere registrar el equipaje?
—Dame la tarjeta que te he dado. Tírala hacia atrás.
Algo se había movido en el otro coche aparcado. Un hombre bajaba de él y se les aproximaba. El hombrecillo no se inmutaba. Se acercaba un hombre percherón y cuando estuvo junto al coche se inclinó para mirar hacia dentro.
—¿Es éste?
— Éste es.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Es usted Dieter Rhomberg?
—¿Son ustedes policías?
—Tú, mira para aquí.
Le gritó el de detrás. Dieter se volvió pero aún vio de refilón en la mano del hombre percherón el brillo que le segó la garganta como si fuera cuchillo en el agua.
La sorpresa de ver al Bromuro fuera del ambiente del Monforte o de los bares más próximos acabó de despertar a Carvalho. Estaba allí, en la puerta de su casa de Vallvidrera, con traje completo, corbata, zapatos lustradísimos y acompañado por un joven atleta de estatua pública florentina.
—¿Podemos pasar, Pepiño?
—Leche, Bromuro. ¿Te has vestido de primera comunión?
—Es que la ocasión lo requería. Aquí un amigo relacionado con lo que me preguntaste ayer. Además, hacía un buen día y no conocía esto. Conque me dije: un día de asueto y campo. Vete a echarle un vistazo al Pepiño.
El joven atleta parecía un profesional del recelo porque se metió en la casa mirando hacia todos los rincones y dio un paso atrás hacia la puerta para remirar el jardín. Luego siguió a Car-valho y al Bromuro pero no se dejó caer en las butacas, se limitó a apoyarse en el respaldo de una de ellas y a estudiar a Car-valho valorativamente.
—Este amigo mío lo sabe todo sobre ajustes de cuentas entre macarrones, protegidas, clientes sucios y todo eso. Todo lo que quieras saber se lo preguntas.
—¿Tiene una agencia de macarrones?
—No. Él también es macarrón, pero de altos vuelos. Es un profesional del cine. De los que se tiran de las escaleras y se estrellan con los coches. Un atleta. Enséñale el brazo a mi amigo.
Alejó la tentación el muchacho de un manotazo mientras se le escapaba una sonrisa.
—No ha venido para hacer gimnasia. Muy bien. Bromuro le habrá explicado lo del muerto de Vich, el de las bragas y todo eso. ¿Qué sabe usted de este asunto?
—Nada.
—¿No ha sido un ajuste de cuentas?
—Nunca matamos a un cliente. A algún tío guarro le damos un susto si se propasa con alguna chica. Por ejemplo si la pega o cosas de ésas. Entre nosotros ha habido líos de sangre por si uno se ha metido en el cono de otro y así. Pero cargarse a un cliente es como matar la gallina de los huevos de oro.
—¿Y lo de las bragas en el bolsillo?
—Tampoco me suena.
—¿Pero contesta usted desde una impresión personal o tiene pruebas?
—Explíquese.
—Quiero decir que si usted ha dicho lo que ha dicho porque lo piensa así o ha hecho alguna averiguación entre los del oficio.
—He preguntado. Me han contestado. Y nada.
—¿Fuera de Barcelona?
—Fuera de Barcelona no hay nada. Pequeño vicio en algunos pueblos industriales, pero lo sabemos todo. Más tarde o más temprano se sabe todo.
—Que es un fenómeno, Carvalho. Lo sabe todo. Le llaman
el Martillo de Oro
porque tiene una polla que pica fuerte y brilla como el oro.
Volvió a rechazar la loa el muchacho sin contener la sonrisa de autosatisfacción.
—Cualquiera diría que sólo me dedico a follar y a chulear. Yo tengo un oficio y lo de chulear empezó por vacilar y ha acabado siendo un más a más.
— Éste empezó en las verbenas, haciendo verticales sobre un taburete o sobre el canto un duro. Lástima que no quiera enseñarte los brazos que tiene. Y después de exhibirse las tenía así. Un polvito por aquí. Una que se putea. Él, que se da cuenta de por dónde van las cosas y se asegura una buena cuadra. ¿Cuántas chorvas manejas, Martillo?
—Seis o siete. Tampoco hay que pasarse porque luego no puedes cumplir y hay mucha competencia. Además hoy día la mujer no es tan fácil de manejar como en tus tiempos, Bromuro. Entonces cuatro hostias y todo iba como una rueda. Ahora hay que trabajar la sicología de cada una. A ésta hay que mimarle el crío. A la otra hay que meterla en cintura. Que si ésta tiene una madre con paralís y hay que buscarle una masajista. Aquélla, epiléptica. Las guantas no están de más, pero ya no es la única técnica. Hay que garantizarles un servicio de protección ful taim.
—Acabaréis teniendo un sindicato, Martillo.
Carvalho tenía un estómago capaz de digerir piedras lunares, pero no chulos de putas. Le parecían como las garrapatas de los perros, insectos odiosos con el odre hinchado por la sangre ajena. El atleta tenía cara de cordero maligno y la inocencia de una computadora electrónica.
—Volviendo a lo del muerto. ¿Por qué la policía ha dado la explicación del ajuste de cuentas?
—Allá ellos. No tiene sentido.
—Pero cualquier día os cogen a uno de vosotros, al más desgraciado, y le hacen comerse el consumao.
—Hace falta ser muy julai para comerse ese consumao y tampoco te hacen comer consumaos por las buenas. Cuando pillan a un descuidero le suman todos los descuidos que pueden. Pero ellos mismos saben que un chulo no mata clientes. Puede sacudirle a uno, pegarle cuatro patadas en la bragueta o hacer chantaje, aunque de esto ha habido muy pocos casos porque se saca más a la larga de la tranquilidad de los clientes que del chantaje. Lo que pasa es que hay algún chulillo joven que se pasa de listo y quiere forrarse en cuatro días. A ésos hay que correrlos y nosotros somos los primeros interesados.
—¿Lo de las bragas?
—Literatura. Se lo digo yo.
—¿No se estila?
—Sólo recuerdo el caso de un cagón, de uno de esos que cogían a las chicas y las hacían cagar o se cagaban ellos. Si a la chica le va, pues que se cague lo que quiera. Pero si no le va, no hay derecho a forzarla. Y un tío cagón venga pasarse. Le advertimos. Otra vez, con otra chica diferente. Y otra. Un día le cogimos los calzoncillos, los llenamos de mierda y se los mandamos a su domicilio familiar con una tarjeta:
Recuerdo de Purita.
Ya no ha vuelto.
—¿Y qué, Pepe? ¿No mojamos mi visita?
—¿Qué quieres, Bromuro?
—Un vino de esos que tú bebes.
—¿Y usted?
—No bebo, gracias. Si empezase de mañana temprano, no aguantaría hasta la noche, y mi trabajo es nocturno. Agua. Si puede ser sin gas. O un fruco de pera.
Carvalho subió de la bodega un Cote du Rhone 1969 y el Bromuro contempló los preparativos de apertura con la nuez de Adán inquieta, como si fuera a vivir una fascinante aventura.
—¿Y tú abres esa botella por mí, Pepiño? Y está en francés.
A la luz de la mañana el vino parecía algo dormido, como la cara de las muchachas que aún huelen a sábanas, que tienen voces de sábanas. La luz del Valles acerezaba la transparencia del caldo rojo y la lengua blanquisucia del Bromuro casi salpicaba al relamer el vino.
—Joder con el Pentavín este, Pepiño. ¿Y después de esto qué bebo yo? Todo me va a saber a agua de grifo. —Es como si hicieras la primera comunión, Bromuro.
—¿Me la puedo beber toda?
—Toda.
—No me debes nada. Pepiño. Esto que has hecho por mí vale todo el dinero del mundo. Cuando estaba en la División Azul nos dieron una vez una caja de vino alemán, del Rin. Blanco, Buenísimo. Pero éramos todos unos críos y no sabíamos apreciarlo. Hubo quien de nosotros comentó que aquello no valía lo que un Valdepeñas. La ignorancia de la "juventud. Nos lo dieron en Navidad. Antes de marchar a los frentes de Rusia. Luego quisieron que nos pusiéramos en formación porque iba a revistarnos Muñoz Grandes. El que estaba más firme parecía la torre inclinada de Pisa. Muñoz Grandes pasó ante nosotros como un palo y no quiso ver lo que veía. ¡Arriba España!, gritó un pelota y a todos nos dio la sacudida para ponemos aún más firmes, pero en vez de eso nos caíamos en montones, riendo y meándonos, meándonos, tal como te digo. Porque teníamos el estómago caliente y el pito frío. Y es muy mal contraste, Pepiño, muy mal contraste.
La escalera modernista estaba jalonada de inmensos portones de madera labrada y herrajes dorados. En la recepción un bedel leía
La realidad y el deseo
de Luis Cernuda. Poco propicio a sorprenderse, Carvalho quedó unos segundos en suspense releyendo el título del libro una y otra vez. El bedel levantó la sonrisa irónica desde el parapeto del libro:
—¿Qué desea?
—Pedro Parra.
Puso como punto un cortapapeles de hueso y cerró el libro como si fuera de mantequilla. Le precedió hasta una salita de recepción y apenas Carvalho había tenido tiempo de decidir si hojeaba
Cambio 16
o
Triunfo
, Pedro Parra apareció en la puerta como los coroneles de verdad, a punto de comunicar una orden trascendental. En mangas de camisa, a pesar de la primavera fría o gracias a una calefacción de lujo, el coronel economista se cuadró y se echó a reír mientras palmoteaba la espalda de Carvalho como si fuera un colchón díscolo. Quince años de distancia no habían aminorado su parecido real con Rosanno Brazzi, un Rosanno Brazzi ahora quizá más cercano al de
Locuras de verano
que al de
La corona de hierro
. Canoso con fortuna, piel tostada por el sol de escaladas y esquí, bajo la camisa se adivinaba la gimnasia diaria, uno dos, uno dos, u ao, u ao, cada mañana frente al balcón abierto, hiciera frío o calor, fuera invierno o verano.
—Sólo te falta el uniforme.
—De general. Si a los veintipico años ya me llamabais coronel, ahora ya debo de ser general. Aún puedo serlo. Pronto habrá una guerra de guerrillas y esas ocasiones se aprovechan para ascender.
—¿Una guerra de guerrillas? Me parece que como no escales la fachada del Senado o de las Cortes, tus posibilidades de ascender se han acabado.
—Tan mala leche como siempre, Carvalho. ¿Qué es de tu vida? Lo último que supe es que poco después de la cárcel te habías largado por ahí y luego te perdimos el rastro. Me dijeron que eras detective privado, como en las novelas o en las películas de Bogart.
—Más modestamente. Adolescentes que se escapan de casa. Maridos celosos a la busca de los ratos libres de sus mujeres. Los policías de verdad nos llaman «huelebraguetas».
—Vaya oficio más reaccionario.
—Equivalente al de redactar informes económicos para la oligarquía financiera del país.
—No te mosquees. También redacto informes para ti. Toma, te he hecho un resumen sobre las actividades de la Petnay en España y sus ramificaciones más inmediatas. Por ejemplo, a partir de España se controla parte de Latinoamérica, otra parte está conectada directamente desde San Francisco y ahora están instalando una tercera central en Santiago de Chile. Sobre los hombres clave yo distinguiría dos clases: los de gestión y los políticos. A veces coinciden, pero no siempre. Contra lo que hacen otras compañías, la Petnay no negocia casi nunca aprovechando los aparatos del Estado; por ejemplo, la diplomacia. Tiene sus propios negociadores y sólo recurre al Departamento de Estado en ultimísima instancia. En situaciones límites.