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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (7 page)

—Por una parte ex compañeros de estudios, sobre todo los que habían conseguido un cierto estatus equivalente. No porque Jaumá lo quisiera exprofesamente, sino porque las mismas circunstancias establecían una selección. De los que no tenemos un clavo sólo yo y otro ex camarada seguíamos tratándole.

—¿Amistosamente? ¿Políticamente?

—El único vínculo político que conservaba Jaumá era el económico. Cotizaba para el partido. A veces charlábamos de cuestiones sindicales, de movimiento obrero. No quería tener problemas con su personal y nos pedía consejo. La última conversación política que tuvimos fue a raíz de la aparición en su empresa de embriones organizativos ajenos a Comisiones Obreras. Cenetistas sobre todo y gente aún más por lo libre.

—¿Tuvo problemas laborales últimamente?

—No. Pero pronto los hubiera tenido. Él daba la cara sólo en una mínima parte de las empresas bajo su control, pero ponía un especial cuidado en la elección del jefe de personal y llevaba muy de cerca cualquier conflicto por mínimo que fuera.

—¿Por un prurito moral?

—A medias. No podía perder una determinada conciencia de la Historia. ¿Me entiende? Es decir, por formación sabía que la clase obrera siempre tiene la razón y que él era uno de los administradores del capitalismo a la defensiva. Además había un problema de imagen. No quería perder la imagen que en el fondo conservaba de sí mismo. Y esa imagen estaba en contradicción con la de un explotador habitual. Fatalmente caía en un cierto paternalismo. Iba a las bodas de sus empleados. Se interesaba por las enfermedades de sus familiares. Incluso si veía que un trabajador pasaba una mala época por problemas personales le daba dos o tres días de fiesta.

—Es curioso. Un manager multinacional adoptando la conr ducta de un dueño de taller de barrio. ¿Le tenía usted aprecio realmente?

La risa de Núñez salió controlada, queda.

—Le daré una foto promocional. Allí salimos los inseparables de la Universidad. Seis personas. Yo creo que de alguna manera siempre dependeremos los unos de los otros para conservar la identidad. Cada uno de ellos tiene una parte de mi identidad y yo de la de los otros cinco. Es como un puzzle. Entre todos podemos reconstruir lo que fueron los mejores años de nuestra vida, a pesar de la persecución política, de la brutalidad a que te exponías, de la radical oscuridad del país. Podemos vivir años y años separados y luego retomamos la situación donde la dejamos. No del todo, claro. Pero sí en función del pasado.

—¿Usted era el héroe?

—El mártir. Me idealizaron durante todo mi exilio. No se esperaban que volviera tan desmitificador. Hubo algunas asperezas. Un cierto desencanto. Finalmente me aceptaron tal como soy. En parte porque les ofrezco la seguridad de que nunca les quitaré nada de lo que tienen y de que vivo modestamente con dos téjanos, un jersey y dos camisas. Tal vez les hubiera gustado que yo tuviera más poder. Ellos tienen poder: económico, político, cultural, moral. Yo no tengo poder. Ningún poder.

—Me interesa esa foto y datos sobre sus componentes. Podemos comer mañana. ¿Dónde?

—Hay un pequeño restaurante francés en Barcelona 2 donde se come lo que no se puede comer en otro lugar de Barcelona. Un
confit d'oie
que la dueña trae del Périgord.

Carvalho empezó a mirar con simpatía a Marcos Núñez.

12

Durante el camino hacia su casa de Vallvidrera, Carvalho apenas si fue consciente de que conducía. Parte del pasado universitario volvía a su recuerdo y la sombra de Marcos Núñez estaba presente como un mito para las promociones que le siguieron. El relato de la resistencia de Marcos ante la Brigada Social, el hecho de ser el «primer estudiante rojo» de la posguerra y el organizador de los primeros cuadros universitarios se complementaba con su leyenda de persona bien dotada intelectualmente.

—Malibran ha dicho que tiene un gran j oder de síntesis no reñido con la capacidad de análisis.

El profesor Malibran iba por aquellos años repartiendo capacidades de análisis y síntesis entre sus discípulos como Ceres repartía los frutos de la tierra. Cuando la calificación descendía sobre el encausado parecía como si la bola de fuego apostólica se hubiera posado sobre su cabeza y desde el cielo llegaba la voz nasal del profesor recitando: «Éste es mi hijo bien amado, en el que tengo depositadas todas mis esperanzas sobre la capacidad de análisis o síntesis.» Lo cierto es que Marcos Núñez fue el primer punto referencial en el martirologio de la resistencia estudiantil y que su itinerario por Francia y Alemania era seguido desde el interior como si se tratara del viaje de un aprendiz de dios a las fuentes de las definitivas sabidurías. Cuando Carvalho fue detenido, juzgado y condenado aún se recapitulaba la historia de la resistencia universitaria en relación con la caída de Marcos Núñez.

—Pertenecemos a la cuarta caída después de Marcos Núñez.

Docenas de rostros casi adolescentes subían del fondo del pasado. Aquellas tardes en casa de Juliana, todos con poco dinero acogidos a las paredes de un caserón de la Barcelona vieja, en la pared retratos de Alfonso XIII en compañía de un canónigo de la familia, muebles de anticuario, Bach, Shostakovich, Montand.

C'est nous qui brisons les barreaux de prisons pour nos frères.

Queso manchego, chorizo barato, vino peleón, discusiones sobre el asalto a la contradicción de primer plano, contactos furtivos con las manos y el cerebro, la palma del martirio crecía en un rincón interrogante y tersa. Las primeras diversificaciones ideológicas, las primeras militancias. El
coronel Parra
fue detenido pocas semanas antes que Carvalho y puesto en libertad a las setenta y dos horas. Luego hizo un relato épico que impresionó mucho a la mayoría, sobre todo cuando dijo que se había apagado voluntariamente un cigarrillo con la palma de la mano para comprobar hasta qué punto estaba en condiciones de resistir la tortura. El
coronel Parra
hizo un informe y fue leído religiosamente en todas las reuniones, mereciendo opiniones encontradas. A Carvalho la peripecia le pareció una excelente secuencia de película antialemana interpretada por James Cagney y Richard Conté, muy en la línea de
13 Rué Madeleine
. Luego comprobó por sí mismo que la tortura crea una dialéctica personal e intransferible para la que no sirve otra regla que la obcecación en no decir nada que pueda hundir la retaguardia de la propia dignidad. En cuanto se hunde la dignidad te conviertes en un juguete del torturador.

¡Y cuánta cultura! Libros que había que leer. Peripecias intelectuales que secundar. La polémica entre Naville y Lefevbre, en el seno del partido comunista francés. La madre que les parió. El aparcamiento del coche en la puerta de su pequeña torre de media edad convirtió todo aquello en un puñado de imágenes rotas, como si se hubiera caído de su clavo un mágico espejo mental. Una mano para la correspondencia, la otra para subir los escalones embarrados manteniendo el equilibrio, los primeros olores arrancados a la tierra y los setos por la naciente llovizna. Abierta la puerta, desocupadas las manos, sin sueño, relajado, Carvalho husmeó la estantería del pasillo donde los libros se apoderaban irregularmente del espacio, a veces compactos y del derecho, a veces inclinados por las mellas o con los títulos del lomo del revés. Buscó
La crítica de la razón dialéctica
de Lefevbre,
Así se templó el acero
de Ostrovski y
Ensayos sobre Heine
de Sacristán. Junto a la chimenea rompió los libros con tranquilidad y habilidad de experto y dispuso las hojas desencuadernadas en un montoncito sobre el que situó teas secas y sobre ellas troncos más resistentes. El fuego brotó incontenible y la cultura impresa ardió cumpliendo su misión de alimentar fuegos más reales.

Cenar o no cenar, ésta es la cuestión.

—El colesterol, jefe.

Las dos de la madrugada. Llovía francamente y de la noche le llegó el aroma a pino mojado, mientras sonaban confundidos el crepitar de las llamas y el de la lluvia sobre la hiedra convertida en manto verde sobre la mayor parte del suelo del jardín.

13

Un retortijón de intestinos le puso en camino hacia el water. Al vuelo cogió una novela policiaca de Nicholson,
El caso del jesuita risueño
, y un diario. La ventaja de vivir solo es que se puede cagar, con la puerta del water abierta, pensó mientras forcejeaba con sus intestinos, en primer plano sus rodillas puntiagudas y el ángulo de dormitorio que le permitía ver la puerta entreabierta. Lamentó no haberla cerrado antes de disponerse a la evacuación porque sabía que sacaría menos partido a la lectura. Vencidas las resistencias fundamentales, mientras esperaba un segundo alumbramiento de heces fecales leyó diez líneas de una de las novelas policiacas más artificiales que jamás hubiera leído. El pretexto del asesinato de una ex amante de juventud sirve al narrador para un largo viaje a su pasado como militar británico en la India. Una macedonia del Bromfield de
Vinieron las lluvias
, del Hesse fascinado por la religiosidad oriental y de Agatha Christie componían un curioso espécimen. La paz intestinal definitiva le llegó con un punto y aparte. Llenó el bidet y luego buscó en las páginas literarias y en ellas el escrito de Fernando Monegal, el mejor crítico español de teatro polaco, predilecto de Carvalho no sólo por la capacidad absorbente del papel sino por la no menor capacidad absorbente de lo impreso. Diríase que se establecía una síntesis inestimable entre el papel y el artículo en la función de dejar el ano preparado para el definitivo lavado en el bidet. Balsamizado el ano por el agua caliente y jabonosa, Carvalho aprovechó su semidesnudez para llegar a la desnudez total y ponerse el albornoz de toalla colgado junto al botiquín. En el suelo quedaron los pantalones deshabitados y entre la urgencia de recogerlos y la voluntad mecánica de ir a cenar algo, Carvalho eligió la segunda opción. Ante la alacena repleta de latas de conserva dudó entre la facilidad de la lata caliente y la alquimia de un plato cocinado de madrugada. ¿Qué me comería? Unos fideos a la cazuela. Entre la nevera y la breve despensa situada junto a la alacena halló todo lo necesario. La costilla de cerdo ligeramente salada fue sometida al rigor del escaso aceite hirviente en la cazuela de barro. A continuación una patata troceada, cebolla rallada, pimiento, tomate. Apelotonado el sofrito, Carvalho lo saló y pimentó en rojo ligeramente antes de echar los fideos y rehogarlos hasta convertirlos en cristalitos con voluntad de transparencia. Era el momento de echar el caldo hasta una altura que superara en un dedo la de la masa compacta. Cuando el caldo empezó a hervir, Carvalho añadió cuatro rodajas de gruesa
botifarra de bisbe
y poco antes de apartar el guiso del fuego lo ultimó con una picada de ajo y ñora fritos aparte. El empleo de la butifarra negra para los fideos lo aprendió en un convento de monjas donde se escondió a fines de los cincuenta para dejar pasar de largo la caída del aparato de imprenta del partido. Las monjas les dejaban la comida sobre una mesa de madera larga y relavada, la mesa más hermosa que Carvalho había visto en su vida, como extraída de un bodegón. Carvalho conservaba un radical vínculo afectivo con las sayas monjiles, recuerdo del colegio de su infancia regentado por monjas de San Vicente de Paúl.

—José, ¿qué serás cuando seas mayor?

—Santo.

—¿Como San Tarsicio?

—Como San Tarsicio o como Santa Genoveva de Brabante.

—Tú tendrás que ser santo como San Tarsicio, porque eres un niño. Santa Genoveva era una mujer.

Entonces no comprendía que también los santos tienen sexo.

14

—Perdone si me tomo la libertad. ¿Va usted hacia Barcelona, señor?

—Sí.

—Se me ha averiado el coche y le he visto llegar y pararse para comer. ¿Le importaría llevarme?

Un hombrecillo con demasiado pelo. Pensó Dieter Rhomberg. Luego descendió por la barba cerrada y bien afeitada hasta llegar a un traje discreto, de endomingado cotidiano.

—Soy representante de una empresa de instalaciones deportivas y he terminado mi visita a la zona. Ahora regresaba a casa. Si no le importa.

—No. No me importa.

—Yo también voy a comer. Me sentaré en una de esas mesas y cuando usted quiera irse no tiene más que decírmelo.

—Siéntese conmigo. Yo también he de comer.

—Muy amable, señor. Muchas gracias.

Se sentó el hombre y resopló de alivio.

—No sabe usted de qué apuro me saca. Si no llego esta noche a casa me hubiera costado Dios y ayuda convencer a mi mujer de que la culpa la tiene el coche.

—Es desconfiada.

—Motivos que yo le doy.

Le guiñó el ojo. Un enorme sello de oro refulgía en el mismo dedo donde lucía una breve alianza.

—Lo da el trabajo. Piscinas. Pistas de tenis. Tome una tarjeta.

—No creo que vaya a necesitarle. Soy extranjero y estoy de paso.

—Algo extranjero sí le he notado, pero habla muy bien el español.

—Vengo con frecuencia.

—Quédese la tarjeta. Nunca se sabe. Un buen día le da por comprarse un chalet en España y me necesita. Juan Higueras Fernández, para servirle.

—Peter Herzen.

—Peter. Me suena a inglés.

—Soy alemán. Pero Peter es igual en inglés que en alemán.

El camarero trajo la ensalada y el filete para Rhomberg.

—Para mí unas rodajitás de merluza a la plancha y nada más. Tengo úlcera.

Sobre la mesa aparecieron dos pastillas distintas directamente extraídas del bolsillo.

—Me pongo la dosis diaria en el bolsillo y así no me olvido. Si no, unas veces porque tengo las cajas en la maleta y otras porque me las dejo no sé dónde. Un desastre. Que son demasiadas cosas las que tenemos en la cabeza y luego vienen las úlceras y cosas peores. Usted tiene un aspecto saludable. Es usted un tío fuerte. Se cuida, vamos. Un filetito, ensalada. ¿Hace deporte?

—El que puedo. Natación sobre todo.

—Muy sano. El más completo. Ya ve usted. Todo el día entre piscinas y yo no sé nadar. Aquí en España nos han educado a martillazos. Cuatro letras. Cuatro números. ¿Ejercicio físico? A correr detrás de una pelota o una lata por las calles y descampados, y eso aún antes, porque ahora no queda ni un descampado. Los chicos de ahora ya es otra cosa. Mi chico estudia natación. Dos días a la semana. Cuando vamos a la playa en verano me da cierta cosa que el tío se ponga a nadar como un renacuajo y yo con el agua hasta la cintura o en cuclillas.

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