Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Charo desnudó las pupilas, lo único que tenía tapado.
—¿Son horas de dormir?
Como en un acto reflejo, la muchacha tiró de una sábana para cubrirse, pero ya Carvalho corría la cortina de un tirón y la luz de abril se apoderó de la habitación.
—¡Bestia! ¡Me hacen daño los ojos!
De un saltito abandonó Charo la cama. Se metió en el cuarto de baño no sin antes haberle pegado a Carvalho un puñetazo en el estómago.
—No puedo esperar a que salgas. —En seguida estoy.
—Ya me sé el rollo. Te dejo sobre la mesilla una foto y quisiera que recordaras primero si ha sido cliente tuyo o si puedes preguntárselo a alguna colega. Pero, insisto, colegas tuyas.
—¿Y qué soy yo, Pepiño, amor mío?
Carvalho se inclinó hacia la puerta parlante para darle un suave puñetazo y contestar:
—Una puta cara de teléfono.
—Gracias, Pepiño. Eres muy amable.
—Si descubres algo estaré en el despacho hasta la una, luego me daré una vuelta por los billares. Comeré en el Amaya.
No quiso quedarse a oír las explicaciones o preguntas de Charo. Ganó la calle con ganas de recuperar la soleada mañana y llegar cuanto antes a las Ramblas. Se dejó llevar por la pendiente hasta el puerto, donde la luz de abril se adueñaba definitivamente de la ciudad. Si permanecía quieto, el sol le calentaba la chaqueta excesivamente invernal y sentía el cuerpo como recocido y ansioso de frescores. Lleno de calor y de luz inició el remonte de las Ramblas como un animal que hubiera repostado energía de mar, aire y luz, y con empuje subió de dos en dos los escalones de madera del caserón en otro tiempo casa de putas de Madame Petula y en la actualidad compartimentada colmena de despachos de industrias menores: fabricantes de colonia por lo libre, abogado de vicetiples y pequeños hampones, un gestor, un periodista ansioso de hundirse en los fondos del Barrio Chino para escribir una novela de realismo urbano, una vieja callista, una modista, una minipeluquería para dientas habituales desde la Exposición de 1929, algún que otro estudio habitado por pelotaris del frontón Colón y chicos del conjunto Barcelona de Noche. El despacho de Carvalho era un pequeño apartamento de unos treinta metros cuadrados: un despacho propiamente dicho, verdoso, con muebles de oficina de los años cuarenta; una pequeña cocina con nevera y un retrete. Al cuidado del despacho estaba Biscuter, ex compañero de cárcel de Carvalho. El detective nunca había sabido su nombre. Durante años de vez en cuando se decía: He de preguntarle cómo se llama. Pero el uso continuado de Biscuter cumplía la función y le desmemoriaba. Obseso por los coches ajenos, Biscuter había sido culito de cárcel durante quince años de larga adolescencia: de los quince a los treinta. Pequeñísimo, con cabeza de hijo de fórceps, de cómica calvicie con los parietales llenos de rubia vegetación hirsuta, pómulos colorados sobre un rostro harinoso, gruesos labios rosas caídos, ojos de pescado hervido, estaba orgulloso de su nervio, de su vitalidad cotidianamente puesta a prueba en el servicio de Carvalho. Se encontraron en la calle a pocas manzanas de la Modelo. Biscuter le pidió cinco duros.
—Para coger el autobús, jefe. He perdido la cartera.
—Te la va a devolver la policía como te vea merodeando por aquí, Biscuter. ¿No me reconoces?
—¿A ver? ¡Hosti!… ¡El estudiante!
Así llamaban los delincuentes comunes a Carvalho durante su encarcelamiento. Invitó a comer a Biscuter y recordaron los platos que habían conseguido guisar en la cárcel de Lérida mediante un escobillómetro hecho con una gran lata de tomate y otra más pequeña de pimientos morrones llena de alcohol de quemar y mecha de gasa.
—¡Hasta una bullabesa de chatka hizo usted, jefe!
Desde que Carvalho saliera de la cárcel, la historia de Biscuter era una lista de entradas y salidas. Se le quitó el vicio de robar coches, pero no los antecedentes, y en cualquier redada caía un Biscuter desempleado, víctima de la Ley de Vagos y Maleantes.
—Si encontrara un trabajo.
—¿Te importa trabajar conmigo? Cuidas un despacho pequeño. De vez en cuando me haces el café o una tortilla de patatas, que es lo tuyo.
—¡También sé hacer la bechamel, jefe!
—Bueno, me arriesgaré a probarla. Puedes dormir en el despacho, te pago la comida y te doy dos o tres mil pesetas al mes para tus gastos.
—Y un certificado para que no me enchironen otra vez.
—Y un certificado.
Biscuter no se había movido desde entonces del pequeño mundo ramblero del detective. En ocasiones colaboraba en alguna de sus investigaciones instrumentalizando su aspecto de infeliz.
—Le tengo el café a punto, jefe… Brrrr… Brrrr…
Biscuter se acompaña de sonidos de motocicleta de 750 centímetros cúbicos. Especializado en el robo de coches grandes para lucirlos por Andorra, Biscuter de sus pasados esplendores sólo conservaba el lenguaje. Cuando era feliz sus labios parecían un tubo de escape a todo gas y cuando era infeliz, cuando quería indicar que algo había salido mal, el Brrrr… Brrrr… se convertía en un triste, desalmado piffff… piffff… piffff…
—Ponme un tazón casi lleno y luego echa un vistazo a ver si está el Bromuro.
—A la orden, jefe… Brrrrr… Brrrrr…
Biscuter conocía la temperatura del café que aceptaba el delicado paladar de Carvalho, nada amante de las bebidas bullientes. El detective bebió lentamente la taza mientras concertaba la conferencia telefónica con San Francisco. Dieter Rhomberg probablemente no estaba en la ciudad, pero por la noche tenía una cena de negocios en el Fairmont. La estampa del restaurante rodante del último piso del Fairmont, con el bufet escandinavo y las camareras a medio camino entre el disfraz de walkiria y el de chica de conjunto de una comedia musical envejecida, rodó por los ojos de la memoria de Carvalho. Se veía a sí mismo subiendo al ascensor exterior que le encaramaba sobre la ciudad y desvelaba paulatinamente el misterio de sus perspectivas, ciudad asentada sobre colinas empinadas en la que todas las rampas parecían querer suicidarse en la bahía.
—Rhomberg es un hombre muy cariñoso, a pesar de su aspecto tan cerebral. Tenía un verdadero cariño a Antonio. Él podría ayudarle —le había dicho «la muchachita de Valladolid».
—Jefe, el Bromuro ha ido al médico y ha dejado el recado de que no estaría hasta la una.
—¿Qué le pasa?
— Ño sé. Ha ido a hacerse un análisis de orina.
—Debe de seguir la pista del bromuro que según él nos ponen en todo lo que comemos y bebemos para que no caigamos en la lujuria.
—Algo de eso debe de haber, jefe, porque a mí no se me levanta desde hace meses.
Carvalho volvía a empuñar el teléfono:
—¿El Banco Urquijo? Con el servicio de estudios, por favor. El coronel Parra. Perdón. Pedro Parra.
A Pedro Parra le conocían en la Universidad por el coronel Parra. Estaba obsesionado con la posibilidad de montar un movimiento de resistencia antifascista en las montañas y se entrenaba todos los domingos subiendo y bajando peñascos. No desperdiciaba ocasión para hacer la vertical, la media plancha y demostrar su forma física. Concertaba las citas clandestinas en las montañas cercanas a la ciudad, siempre en lugares a donde se llegaba entre jadeos, con medio resuello empleado en mentarle a la madre y el otro medio en operaciones de la más estricta supervivencia respiratoria. De aquel coronel Parra poco quedaba. Técnico economista al servicio del Banco Urquijo, sólo el triángulo de sol, estigma de esquiador empedernido, señalaba más allá del abierto cuello de su camisa la nostalgia o la llamada de las montañas.
—Pepiño, ¿aún vives?
—Pedro, necesito tu ayuda.
—Tú tan directo como siempre. Venga.
—Necesito que me asesores sobre la Petnay, la multinacional. Negocios mundiales. En España. Lo que se sabe y lo que no se sabe.
—Léete cualquier libro sobre la caída de Allende y te enterarás de todo sobre la Petnay. Al menos en el aspecto internacional. Sobre lo de España, te puedo echar una mano. Aquí trabaja gente en lo de las multinacionales. ¿Qué pasa? ¿Vuelves a la política?
—De eso nada.
—A ver si aprovechamos la ocasión y nos vemos. Un paseíto por la montaña para recordar viejos tiempos, Ventura. —Ventura ¿qué?
—Pero ¿es que has olvidado tu «nombre de guerra»?
El Bromuro se le echó sobre los zapatos y antes de que Carvalho abriera la boca ya se los había cepillado.
—Andas como un señor, gastas como un señor, comes como un señor y llevas los zapatos más abandonados que las alpargatas de un basurero.
—Los basureros ya no van con alpargatas.
—Tú ya me entiendes.
—Oye. Abre bien las orejas y te hago rico. Encontraron un hombre muerto, sin calzoncillos y con unas bragas en el bolsillo, cerca de Vich.
—¿Un fabricante de salchichón?
—¿A qué te huele?
—¿Estaba pinchado?
—No. Un tiro.
—Raro. En general los macarras pinchan, porque el asunto huele a macarra. ¿Se sabe de quién son las bragas?
—No seas imbécil. ¿Si se supiera de quién son las bragas tú crees que haría falta un detective privado? Abre las orejas, Bromuro, y a ver de qué te enteras.
—¿Qué tipo de puta podía haber por medio?
—Cara. Era un tío con pela larga, con necesidad de ser discreto y probablemente abonado a dos o tres fijas.
—Pepe, llevo cuarenta años viendo esta ciudad de abajo arriba, con los riñones hechos polvo pero con los ojos sanísimos, y sería el primer caso de macarrón de lujo criminal. Una paliza, aún, eso sería normal. Pero un crimen y a tiros. No me suena, Pepe. Entre putas de baratillo aún, pero entre las de alto nivel, no, no me suena.
—Necesito que escuches todo lo que pueda oírse sobre el asunto.
—Cuando termine contigo me voy al lavabo, meo lo que tengo que mear a esta hora, me lavo las orejas con jabón y a escuchar.
—¿A qué has ido al médico?
—A llevarle un puro, ¿no te jode? Que estoy mal, muy mal. A ver si te enteras. Los ríñones de corcho, el estómago de mierda y mira qué lengua.
A la altura de las rodillas de Carvalho apareció una lengua erosionada por toda la nicotina de este mundo y por tramas de telillos blancos y amarillos.
—Esconde esa basura, que me remueves el estómago.
—Que estoy mal, que os lo vengo diciendo y ni caso. Me ha puesto a régimen el hijo puta del médico del Seguro. Carne a la plancha, verdura y fruta del tiempo. Ya ves. Yo, que como un vermut, una tapita de esto o aquello y un carajillo de postre. Por veinte duros salgo todos los días. Con veinte duros no tengo ni para una manzana. Es que no piensan, tú. Se gastaron todo el cerebro en estudiar la carrera y luego se acabó, a joder la marrana, a chinchar a todo Dios y a sacarnos los cuartos. Y te pongas como te pongas, las cosas son así. Porque si se te ocurre no hacerles caso, igual te mueres. No sé cómo se lo hacen, pero así pasa. Mira mi cuñado. Estaba algo pachucho y va al médico. Cáncer, le dice. Cáncer lo tendrá su padre, le contestó mi cuñado. Pues bien. Tenía cáncer y se murió tres meses después. Yo creo que se murió porque se enteró de que tenía cáncer. Y casos así, a miles. Tú estás tan tranquilo, vas mañana al médico, te dice: cáncer, y Pepe, te lo puedes creer, te viene un cáncer. Nunca te arreglan nada, y sobre todo a mi edad. A estas alturas ya sólo saben decirte el mal del que has de morir.
—Pensaba que habías ido para consultar lo del bromuro.
—¿A ese esaborío? Es mi médico desde hace… bueno… desde que empezó lo del Seguro, cuando los bedeles iban disfrazados de mariscal Goering. Lo del bromuro se lo he dicho mil veces y ni caso. ¿Por qué te crees que la gente se muere tanto ahora? De las porquerías que los gobiernos echan en las aguas para tranquilizarnos.
El Bromuro se asegura de que nadie escucha.
—¿Por qué te crees tú que Franco duró tanto? Porque estábamos como atontados y era del bromuro que nos echaban en el agua y en el pan.
—Tú no pruebas ni el agua ni el pan.
—Pues en el carajillo. ¿O es que te crees que el café se hace de vino? El agua del café, ahí te pillaba el bromuro. Mira lo que te digo, Pepe. Si yo tuviera algún poder político, que no tengo ninguno, lo que haría sería denunciar el uso y abuso del bromuro bajo el franquismo. ¿No estamos en pleno período de revisión? ¿Quieres tú una mayor violación de los derechos humanos que el empleo del bromuro contra toda una colectividad?
Con el cepillo en una mano y la oratoria en la otra, incluso de rodillas ante los pies que debía limpiar, algo de senatorial se había posesionado de los rasgos y los gestos del Bromuro.
—Te promocionaré para las próximas elecciones. Recogeremos firmas en el barrio y serás el senador de las Ramblas.
—El representante de las putas, los golfos y los detectives privados.
—Pero no bases tu campaña únicamente en lo del bromuro. Podrían tomarte por un ecologista.
—No te quedes conmigo, Pepe. Ecololeche.
—Son esos tíos que protestan contra la contaminación de los ríos y del aire.
—Al lado de lo del bromuro, eso nada. ¿A mí qué cono me importa que no haya truchas en los ríos? ¿Cuántas truchas te has comido tú en tu vida, Pepe, anda, cuántas truchas?
—Una veintena.
—¡No te jode! ¿Tú armarías la marimorena por veinte truchas?
—Bromuro, de lo último que querría hablar yo contigo es de ecología. Métete en lo del muerto.
—Limpiabotas, a tus botas; zapatero, a tus zapatos. Así os va a los señoritos. Cuando se os invade el terreno, eh, tú, para el rollo,, a lo tuyo, Bromuro. Y así uno se queda en silencio toda la vida, y uno tiene cosas que decir. Aquí donde me ves yo le escribí una carta al general Muñoz Grandes porque decían que era íntegro y yo lo había tenido de oficial en la campaña de Rusia. Le expliqué todo lo que yo sabía sobre el bromuro, de camarada a camarada, de ex divisionario a ex divisionario. ¿Tú me has contestado? Él tampoco.
Salen mil pesetas del bolsillo de Carvalho y el Bromuro las coge al vuelo sin dejar de tocar el violín con el cepillo y se las guarda como si quisiera dejar el billete suavemente en descanso.
—No te preocupes, un encargo tuyo es una orden.
En su sitio los últimos brillos, Carvalho ladea los pies para comprobar todos los posibles reflejos de sus zapatos y descabalga del trono. Deja diez duros en la mano del limpiabotas y camina con parsimonia entre los billares apagados. Una cúpula de luz desciende sobre el billar rinconero, donde las bolas ruedan conscientes de su color, envejecido suntuosamente en las blancas y rojo inquietante en la otra. Un viejo carambolero unta con lentitud de misa la punta del taco mientras con los ojos ranura estudia la próxima tacada. Tiene tripita.de jugador de billar. Esa tripita que ha de hundirse antes de cada jugada para evitar rozar el canto de la mesa, precipitando cataratas de cerveza y carajillos en los pozos internos del cuerpo. Da una vuelta completa el carambolero en torno a la mesa mientras su antagonista sorbe una copa de anís sin quitar los ojos del tapete verde donde las bolas representan su obligado papel de animales sin nervios. Nunca se sabe si la luz desciende de la metálica lámpara cónica o si nace del tapete en busca del embudo colgante. Pero lo cierto es que de la oscuridad ha nacido este pequeño teatro y el carambolero gordo empuja una bola, sigue su estela fría y la ve chocar y chocar mientras ya levanta la mano para detener nadie sabe qué movimiento y para iniciarla en la búsqueda del mágico cubito de tiza azul que pondrá puntería y deseo en la punta de su taco.