Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Jaumá y Rhomberg le esperaban en la puerta del Holiday Inn de Market Street. Carvalho dio una vuelta más en su Volkswagen buscando aparcamiento y luego se entregó a la verbalidad receptora de un Jaumá que contradictoriamente confesó estar deprimido.
—La perspectiva de una excursión paisajística no es muy estimulante para mí. Menos mal que al final del viaje está Las Vegas otra vez. Tengo alma de jugador. ¿Es usted jugador, Carvalho?
—No. A veces he ido a los casinos de Las Vegas y apenas si me he gastado diez dólares en las tragaperras. No entiendo los juegos de tapete.
—¿Ni la ruleta?
—No me interesa. Ni siquiera enterarme de la liturgia.
Dejaron que Rhomberg ultimara los trámites de contratación del coche en el mostrador de la Avis y que tomara la iniciativa de ponerse al volante. Jaumá se sentó junto al alemán.y Carvalho se tumbó más que se sentó en el asiento trasero. De vez en cuando interrumpía a Jaumá para señalarle algo notable del San Francisco que abandonaban en pos de Los Ángeles, pero la desgana receptiva de sus acompañantes era tan evidente que adoptó un silencio adormilado. Se despertó zarandeado por un Jaumá risueño que le obligaba a mirar por la ventanilla. El coche estaba parado en una gasolinera y el espectáculo propuesto consistía en un Dieter Rhomberg dialogante con dos jóvenes chicanos encargados del poste de gasolina.
—Observe la infinita paciencia condescendiente del ario puro.
Rhomberg parecía querer explicar algo a los chicanos y éstos le escuchaban con malicioso interés. Las manos de Rhomberg señalaban hacia el este y trataban de dibujar algo en el aire. Los chicanos repetían sus gestos.
—Parece un descubridor enseñando al que no sabe.
Por la vegetación y la libertad del paisaje, Carvalho supuso que habían corrido bastante hacia el sur en dirección a las playas de Misión Carmelo.
—¿Falta mucho para Carmel Beach?
—No. Me gustaría que almorzáramos allí. ¡Dieter! ¡Dieter! ¡Déjales en su ignorancia y vuelve!
Dieter, de un brazazo dejó en el aire el signo de la impotencia didáctica y volvió hacia el coche.
—¿De qué hablabais?
—Me preguntaban que dónde estaba Europa.
Ante la impasibilidad un tanto impaciente de Rhomberg, Jaumá rió hasta las lágrimas.
—No veo la gracia. Me han preguntado si era de los del cine y les he dicho: soy alemán. ¿Dónde está Alemania? Me han preguntado. Yo no podía creerlo. ¿No habéis ido a colegio? Sí, sí. Han ido a colegio. Muy bien. ¿No os han enseñado dónde está Alemania? No. En Europa. Europa sí la conocían, pero no sabían muy bien si estaba en el Indico o en el Océano Glaciar Ártico. Alemania, Alemania, les decía yo. Brandt. Adenauer. Nada. Hitler. Eso sí. Sabían que Hitler tiene algo que ver con Alemania. Luego me han preguntado si Alemania es más pequeña que Méjico o Estados Unidos. ¿Oís bien? ¿Qué geografía enseñan en este país de mierda?
—La indignación de Rhomberg me recuerda la del sabio geógrafo Paganal en Los hijos del capitán Grant cuando descubre que los ingleses en sus colonias han enseñado la geografía de tal manera que los nativos creen que todo el mundo es británico. La óptica del colonizador y la óptica del colonizado. Cuando se trabaja para una multinacional el mundo adquiere otras divisiones geográficas. Yo podría dibujar un mapa continuo extendido por los cuatro continentes a partir de la expansión de la Petnay. Un director general de la sección británica me lo explicó un día: Cuando un ejecutivo de la Petnay se tira un pedo en Calcuta, el olor llega a Chelsea. Yo pensé que sería al revés. Cuando un ejecutivo se tira un pedo en Chelsea, seguro que lo huelen en Calcuta. Usted no sabe lo que es una multinacional como la Petnay. Reúne más información que un Estado y dispone de tantos resortes políticos como el Departamento de Estado. Imperio Petnay. Capital: San Francisco.
—¿No está en Londres la central de la Petnay?
— Ésa es la central vistosa, la central que se enseña. Pero la verdadera está en San Francisco.
Rhomberg miró de reojo a Jaumá reconviniéndole, pero Jaumá observaba el paisaje fugitivo como si de él emanara el texto de su discurso.
—Es un alivio hacer un viaje de placer en compañía de un inspector de ideología socialista y de un compatriota inteligente. ¿Sabía usted que los españoles somos los mejores capataces del mundo? ¿Duda usted de que ésa sea nuestra misión en el mundo del futuro?
—Cuando yo era más joven creía que los españoles sólo podíamos ser víctimas o verdugos. Lo de capataces se me escapa.
—Pues no hay duda. La historia de la emigración económica y política de España está llena de capataces. Desde el siglo XIX. Emigrados políticos y económicos han nutrido Europa y América de excelentes capataces. Mi padre se exilió en 1939 y fue capataz forestal en el sur de Francia hasta que tuvo que escapar de los alemanes. De Dieter y sus muchachos.
El gruñido de Dieter demostró una desaprobación rutinaria, como si respondiera a una broma ya muy repetida.
—Es curioso. Mi padre también se exilió en 1939 y también llegó a capataz de unas canteras cercanas., a Aix-en-Provence.
—¿Lo ve? Y yo tengo una explicación. En parte conecta con su teoría de la división entre víctimas y verdugos. Los españoles víctimas están dotados para ser capataces en países extraños. Tienen el miedo del perdedor y la voluntad del superviviente, la dureza del que no puede volver atrás. Yo mismo. Yo soy un capataz y Dieter un inspector de capataces.
—¿Es usted un perdedor, un superviviente, un hombre que no puede volver atrás?
—Yo diría que sí. Casi todos los de mi promoción de la Facultad de Derecho, o son abogados laboralistas a punto de merecer diez líneas en la Enciclopedia Soviética, o son abogados de postín social y económico. Yo fui un vagabundo que no se quedó para «defender a la clase obrera», ni para hacer una carrera social brillante. Tengo instinto de superviviente y he conseguido un puesto de capataz en la multinacional más poderosa del mundo. No puedo volver atrás. Significaría volver a empezar, sacar a los niños de un colegio con árboles donde aprenden el francés hasta los diez años y el inglés a partir de los once, dejar de ser socio del club de golf, perder la amarra y el yate de quince metros. ¿Qué harían sin mí el Reclús y el Quimet?
—¿Quién?
—El Reclús y el Quimet son los dos marineros que he contratado para mi barco. Lo tengo en el puerto de L'Estartit y apenas si lo utilizo para irme a comer un bocadillo de jamón en las islas Medas, a las que se puede llegar perfectamente a remo, incluso a nado.
La primavera multiplicaba las flores asomadas sobre las bajas cercas que enmarcaban las casas de un supuesto estilo california-no. Casas de madera oscura, con el sello de singularidad en oposición a los barrios enteros de chalets prefabricados que habían dejado atrás antes de adentrarse en Carmel Street. Eucaliptos, naranjos, Limoneros configuraban un marco casi mediterráneo de no ser por la luz más nórdica, más delimitadora de los contornos. A Carvalho aquel paisaje descendiente hacia las largas playas de arenas blancas le parecía un ejercicio imitativo comparable al del champán o el vino norteamericano y el ejercicio se desvirtuaba totalmente cuando aparecía la playa y el mar, ambos sin límites, de un azul continuo y vivo, mediantes unas olas rítmicas y rodantes que en verano se convertirían en móviles pistas para el surf. Incluso la pulcritud del escenario impedía la consumación de la suplantación. Pulcras las arenas sin mácula de papel entregado al viento, pulcros los parterres de ducha diaria y los anglosajones blancos como la arena, siempre disfrazados de ir por la vida sin disfraz.
El resultado de la conferencia con San Francisco consiguió que Carvalho abriera la neverita de su despacho y se tomara de un trago un vaso de orujo frío.
—Rhomberg ya no vive aquí.
—¿Desde ayer noche?
—Desde hace meses.
—Yo llamé ayer noche y me dijeron que había salido, pero que volvería a dormir.
—Un error. Marchó con destino desconocido.
—¿Hablamos de la misma persona? Dieter Rhomberg. Trabaja de inspector de la Petnay.
—Trabajaba. Dejó de trabajar en la Petnay hace dos meses y se marchó con destino desconocido.
—¿No ha dejado ninguna dirección para que le remitan la correspondencia?
—No.
—¿Quién es usted? ¿Con quién hablo?
—No es asunto suyo, amigo.
Y colgaron. Esa voz de mujer no era la misma que le había respondido la noche anterior. Dieter Rhomberg había desaparecido en veinticuatro horas, convertidas ahora en dos meses y un despido. Otro vaso de orujo le llevó a la evidencia de que no debía tomar un tercero. Concha Hijar se sorprendió de la brusca desaparición de Dieter Rhomberg.
—Imposible eso de los dos meses. No hace ni dos semanas que me llamó desde San Francisco para interesarse por mí y por los niños.
En la otra orilla del teléfono, la voz de la viuda Jaumá sonaba realmente sorprendida.
—¿Conoce usted su dirección en Alemania?
—Prácticamente vivía siempre en San Francisco cuando no estaba en viaje de inspección, sobre todo desde que se quedó viudo. Cuando vivía su mujer tenían un apartamento en Bonn. No sé si lo conserva. Me parece que sí. Tenía un hijo que fue a vivir con su hermana y él iba de vez en cuando a verle. La hermana vivía en Berlín.
Una hora después Carvalho sabía que el apartamento de Rhomberg en Bonn estaba cerrado desde hacía varias semanas y que su propietario había partido en viaje de «desintoxicación», según le reveló su hermana. Dieter había dejado la empresa profundamente asqueado de su trabajo y en una carta a su hermana le decía que iba a dar una vuelta por África en busca de las fuentes y no precisamente de las del Nilo, sino de mis propias fuentes». A riesgo de pasar por un detective de película, Carvalho preguntó a la hermana de Rhomberg si la carta era indudablemente de Dieter. Una carta mecanografiada, pero la firma y el lenguaje eran de Dieter. En cualquier caso, las fechas se amontonaban sin sentido. La segunda voz de San Francisco, el alemán hacía dos meses que vagaba por el mundo. Según la primera, había salido pero no tardaría en volver. Según su propia hermana, el inspector de la Petnay le había enviado una carta hacía dos o tres semanas.
—¿Cuántas exactamente?
—No la tengo conmigo; se la di al niño. Conserva todas las cartas de su padre y ahora no puedo preguntárselo; está en el colegio.
Poco variaba. Dos o tres semanas. Mentía la segunda voz de San Francisco o todo encajaba según una lógica que no pertenecía a un inspector internacional de la Petnay. Se despide hace dos meses, permanece irresoluto un mes y medio, escribe a su hermana y no decide realmente largarse hasta ayer y precisamente después de una llamada de Carvalho. La desconfianza no se la había proporcionado el oficio sino los genes. Desconfiado como mi madre, pensó Carvalho mientras las nieblas matutinas salían de su estómago y dejaban espacio libre para una hambre rotunda. Dudó entre encargarle a Biscuter que le improvisara una comida o patear Rambla arriba con Charo en busca de un restaurante propicio. Una súbita pereza telefónica le impidió citar a Charo y una incontrolada mecánica nerviosa le llevó a la Rambla y a la cavilosa selección de un restaurante cercano. Sé tomó un triple de cerveza en la Plaza Real añorando una perdida tapa de calamares en salsa con pimienta y nuez moscada que había caracterizado a la cervecería más multitudinaria del recinto. Flotantes en una agüilla amarronada, momificadas patas de calamar se proponían suplir a ilustres antepasados. Lo malo de las culturas de lo fugaz es precisamente su fugacidad. Por esta cocina pasó un genio en el arte de guisar el calamar, creó la ilusión de un sabor eterno y se marchó dejando un vacio irreparable. Ni siquiera quedaba nadie en condiciones de ponerle en la pista del genio. Los camareros son pájaros de vuelo fácil y sobre todo en estos tiempos en que es camarero todo aquel capaz de ponerse una chaqueta blanca más sucia que la del día anterior, pero menos que mañana. Tras la centésima reflexión masoquista sobre dónde estarían los calamares de antaño; Carvalho decidió compensarse a sí mismo comiendo en el Agut d'Avignon, restaurante que le complacía por la bondad de sus guisos y le desagradaba por la poquedad de sus raciones. Cuando Gracián escribió que «…lo bueno, si breve dos veces bueno» no pensaba en la comida o bien se trataba de uno de esos mugrientos intelectuales de mierda capaces de alimentarse de sopas de letras y un huevo tan huevo y tan duro como la forma de sus propias cabezas. «Hay que comer para vivir, no hay que vivir para comer», decía más de un filósofo rancio, ahora refrendado por especialistas en dietética sin otra ciencia donde caerse muertos que la represión del obeso.
Una tortilla de ajos tiernos para empezar, un plato de «múrgulas» con vientre de cerdo para continuar y finalmente un
bacallà a la llauna
previo a un plato de frambuesas sin ningún aderezo.
—¿Sin nada?
—Sin nada.
Le gustaba el aspecto clitorial de la frambuesa y su tacto de carne breve, acida, menos lijosa para los dientes que la mora y con más entidad física que la fresa. El dueño del Agut d'Avignon parecía un señorito de los años veinte completamente arruinado en una noche loca de bacarrá y salvado para la normalidad gracias a las raíces de un restaurante llevado personalmente, como si fuera una mujer o una pluma estilográfica. Carvalho lo recordaba vagamente disfrazado de tuno vagante por los claustros de la Universidad del terror, con la bandurria en bandolera y el bigote de joven crápula de los años veinte convertido en un reclamo para muchachas locas por la música. Una noche debió entrar en este restaurante con la tuna y entre canción estúpida y canción estúpida comprendió que un restaurante es una patria, probablemente la mejor de las patrias, y se quedó para siempre. Carvalho lo veía con frecuencia en el mercado de la Boquería examinando con ojo de experto la mercancía, siempre vestido como si estuviera a punto de posar para una postal hectacrom donde el joven lord rodea el talle de una muchacha fresca e inglesa, al fondo una pradera de Sussex y en las nubes un angelete portador de un pergamino con la leyenda:
I love you, milady
. El patrón del Agut d'Avignon seleccionaba la misma mercancía que hubiera seleccionado Carvalho, con una distante seguridad ejercida gracias al mutismo y al dedo con que señalaba lo comprable, en ocasiones incluso gracias a la ayuda de un bastoncillo delicado como una pluma. Bastaba el gesto del ya cuarentón joven crápula art deco para que las pescaderas o las carniceras pusieran en reserva lo señalado, y ahora Carvalho podía comer sin duda lo mejor del cercano mercado, más otras aportaciones interesantes que el patrón cultivaba en huertos y granjas especiales, a la manera de los restaurantes franceses, con dignidad profesional. La calidad de lo comido y lo por comer disculpaba la poquedad de la ración, que Carvalho atribuía menos a la usura que al deseo del patrón de que todos sus clientes estuvieran tan delgados como él, y aunque era evidente el fracaso de esta cruzada personal e intransferible, la clientela de médicos salía del restaurante satisfecha porque le habían dado la oportunidad de respetar el principio de dejar alguna hambre para la cena. Otro aforismo odioso para Carvalho.