Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Gausachs hizo el cambio de moneda en un tono de voz reservado para las estimaciones positivas:
—Trescientas mil pesetas largas. Una oferta excelente, señor Carvalho.
—Si yo les pidiera diez mil libras, ¿qué me dirían ustedes?
—Tal vez nada, pero pensaríamos lo peor.
Contestó el vicario irónicamente.
—¿Me las darían?
—Sería deshonesto por su parte.
—La Petnay no puede dar lecciones de honestidad a nadie. Parpadeó el vicario y escrutó el rostro de sus colegas. Los dos ingleses se encogieron de hombros.
Gausachs pidió:
—Déjenme a solas con el señor Carvalho.
Desaparecieron los tres pares de zapatos brillantes. Gausachs ofreció un whisky de malta a Carvalho.
—Puede usted sacar más dinero del que le han ofrecido, pero no tanto como el que usted ha insinuado que podía pedir. ¿Me explico? En base a la necesidad nuestra de echar tierra al asunto y a su necesidad de sacar el máximo provecho del mismo, podemos llegar a las cuatro mil libras, perdón, a las quinientas o seiscientas mil pesetas. Pero no se pase, Carvalho. La Petnay es tan comprensiva como poderosa y a estas horas la policía española está furiosa con usted.
—¿Por qué Dieter Rhomberg desapareció tan bruscamente de la nómina de la Petnay? ¿Por qué me anuncia su llegada como si se escondiera? ¿Por qué viaja a España de incógnito precisamente en coche y no en el suyo, sino en un coche alquilado? ¿Por qué aparece el coche en un río casi sin agua y sin haber caído directamente desde la autopista? ¿Por qué no se ha encontrado el cuerpo del «ahogado» en un río sin agua? ¿Por qué están ustedes tan empeñados en dar la explicación de que ha sido un accidente? ¿Por qué están dispuestos a regalarme seiscientas mil pesetas para que no siga investigando? Creo que es un excelente resumen de la situación.
—Dentro de unas horas ésta será la versión oficial, y sin duda será la buena. Rhomberg pasaba una aguda crisis personal y profesional. De hecho no se había recuperado desde la muerte de su esposa. No sólo deja la Petnay, sino que cambia de personalidad y decide correr mundo hasta encontrarse a sí mismo. Aparece usted mezclando el caso Jaumá con el caso Rhomberg, sin que nada pruebe que hay una conexión. Rhomberg acudía a Barcelona para dejar zanjado el asunto y así cumplir lo que consideraba un deber para la memoria de su buen amigo Antonio Jaumá y por el camino, sin que nunca sepamos por qué, cae al río y no aparece. O aparecerá dentro de meses, años, a lo mejor vivo, después de haber utilizado esta treta para huir de todo y de todos como sólo puede huir un supuesto cadáver. Creo que también esto es un excelente resumen de la situación y con muchas más probabilidades de prosperar. A nivel de opinión pública es una explicación suficiente, sobre todo si nadie está interesado en ver fantasmas donde no los hay.
—¿Y la viuda Jaumá? ¿Y la familia Rhomberg?
—Aceptan la versión de la Petnay. La única versión posible. Mañana por la mañana le espero aquí a las diez. Quiero una declaración firmada por usted en la que reconoce dar por cerrado el caso Jaumá y el caso Rhomberg, aceptando la explicación oficial. Yo tendré sobre esta mesa, al lado de esta mano, repito, de esta mano, un cheque de medio millón de pesetas.
—¿Sabía usted que Jaumá había descubierto un «olvido» de doscientos millones de pesetas en el último balance?
—¿De dónde ha sacado esa fantasmada? ¿De los cálculos de algún contable casero de Jaumá?
—La Petnay estaba informada de ese olvido. ¿Usted no? ¿Por qué no se lo pregunta al vicario de Wakefield?
—¿De qué vicario me habla?
—Al pájaro ese que ha empezado a sobornarme. Pregúnteselo y mañana, a las diez, me tiene la respuesta preparada junto a esa mano, repito, al lado de esa mano.
Gausachs está evidentemente desconcertado. Carvalho da una vuelta completa sobre el eje de una de sus piernas y se retira dando la espalda a Gausachs mientras musita:
—Echa el cierre, Robespierre.
Y se echa a reír. La risa le vuelve a ratos mientras va a pie hasta el despacho de Fontanillas.
—¡Dichosos los ojos! En vaya líos me mete usted.
—No se exalte, señor notario.
—¿Cómo dice? Yo no soy notario.
—Tiene usted cara de notorio notario y la exaltación no le sienta nada bien. Calmadito, amigo. Tranquilo.
Se sienta sin pedir permiso, se pone las manos sobre las rodillas. Fontanillas ha pulsado la tecla del dictáfono como para transmitir un mensaje y paulatinamente se recupera de la sorpresa producida por el desaire de Carvalho.
—Va a decirme que he armado una gorda. Que todo está aclarado y que mis servicios ya no son necesarios.
—Le pagaremos lo justo.
—Y más aún.
—Si ése es el problema, más aún.
—¿Por qué?
—Porque las personas sólo pueden vivir en paz consigo mismas y desde que usted resucitó el caso Jaumá nadie vive en paz consigo mismo. Para empezar, la pobre Concha. Para continuar, ahí está esa desgracia de Rhomberg, indirectamente provocada por esta desdichada investigación.
—¿Y usted? ¿También quiere recuperar la calma? ¿Fue usted quien en calidad de abogado de prestigio y futuro prohombre político de centro, según he leído en el diario, ha presionado en el Gobierno Civil para que encuentren al asesino de Jaumá cueste lo que cueste, lo sea o no lo sea?
—Yo utilicé mi amistad con las autoridades para estimularlas. Me pareció que era prestar un servicio a Concha de cara a que recuperase la serenidad. La conozco y sé que no descansará hasta que todo cuadre. Todo cuadra ya, Carvalho. La policía ha obtenido una declaración reveladora de que, por desgracia para Concha, Antonio murió con las bragas puestas, y usted ya me entiende. Lo de Rhomberg no tiene nada que ver, absolutamente nada que ver.
—¿Le dijo alguna vez Jaumá que desde hace tres o cuatro años se volatilizan algunos millones de los balances de la Petnay en España? ¿Sabe que este año los millones volatizados son doscientos?
—Nunca me dijo nada y me extraña que la Petnay no se haya dado cuenta.
—Es que sí se ha dado cuenta. Jaumá la informó año tras año y sobre todo esto.
—Absurdo. ¿Cómo iba a permitir una compañía como la Petnay una cosa así?
— Ésta es la cuestión.
—Siéntese y espere.
Una luz que parece ensuciar los ojos, o es que los ojos se preparan para la realidad que temen. Muebles de oficina que acumulan tres épocas: desde el neoclásico de madera barnizada al metálico lleno de ruidos huecos pasando por aquel intento inútil de que todas las oficinas se parecieran a las de las películas.de Hollywood en los años cuarenta. Máquinas de escribir sobre portadoras metálicas y rodantes. Sobre todo gente, gente que pasa, gente que se queda con la sensación de que es para siempre. Los policías de paisano parecen estar de acuerdo históricamente con los muebles. Los hay al borde de la jubilación, barnizados de la opaca luminosidad de años y años, con un bigotillo que aprendieron a recortarse durante la guerra y que aún ahora vigilan pelo a pelo cano hasta conseguir ese extraño insecto de alas rectangulares clavado en un morro coriáceo. Luego los cuarentones, casi todos atléticos con barriga, policías ideologizados en el culto al orden franquista, el único que conocieron. Pluriempleados, malencarados, molestos por las horas que se les van cada día entre humanidad perdedora y vencida. Finalmente los jóvenes, expresamente jóvenes, melenudos o con aspecto de jóvenes burócratas de Banco, metálica su supuesta naturalidad, licenciados en Derecho de provincias que no velaron lo suficiente las oposiciones a inspectores de esto o aquello, o bien ex niños falangistas que convirtieron en profesión la mística de que la vida es un acto de servicio. También se da el que todo lo aprendió en los telefilms norteamericanos o el que ha seguido la estela de los agentes del FBI como los niños de Hamelin siguieron al sagaz flautista. Gestos de oficinistas, agresividad mecánica, como mecánica es la habilidad del fontanero o el carpintero, facilidad para pasar del golpe al olvido del golpe, en la confianza de que el golpeado no tiene otro remedio que seguir el juego. Jóvenes ladrones de coches, descuideros, mecheras, putas, maricones depilados y con pestañas postizas, vecinas en riña con los ojos llorosos y huellas de arañazos en las mejillas, un viejo apuñalador de su sobrina en flor, el cazador que disparó contra, su mujer sin esperar el levantamiento de la veda. No todos vuelven de poner su firma en el libro donde todo estaba escrito. Los hay que permanecen al fondo del pasillo y por el resquicio de alguna puerta no cerrada a tiempo se escapa el grito, la protesta, la amenaza a la medida de una habitación sin ventanas, sin otra luz que la que cuelga sobre el perdedor como una soga. Cuando vuelven del final del pasillo contusionados o no, con las manos juntas por las esposas y el gesto contrito, diríase que vuelven de hacer la comunión a la fuerza. Carvalho los acompaña con la mirada hasta la última puerta de cristal opaco a que alcanza s vista. Pero conoce el camino que continúa. La brusca desaparición del laberinto de oficinas y el brote del ámbito de cemento, las escaleras que precipitan a un infierno frío y húmedo abierto o cerrado por una puerta de rejas y más allá el pasillo con los calabozos a uno y otro lado, el.retrete final donde la mierda impide la posibilidad de ducharse y donde el olor a zotal jamás ha conseguido imponerse a la peste de las orinas más tristes y desesperadas de este mundo. ¡Puerta!, gritarán desde arriba, y desde abajo, con parsimonia de sereno, un guardia uniformado abrirá la puerta a la espera del detenido y las instrucciones pertinentes. Incomunicado. No lo metas en la cuatro. El detenido recuperará en el calabozo su identidad y descubrirá hasta qué punto ha perdido, con la clara conciencia de que en este juego era imposible ganar. Aunque sea unas horas, algo te han quitado que nunca nadie te devolverá: el vértigo del barranco que hay que saltar desde la orilla de lo que tú crees ser a la orilla de lo que los policías quieren que seas. Como antes y después de la primera vez que te violan.
—Conque Carvalho, ¿eh?
Le han dado un golpe diríase que amistoso en el hombro y al levantar la vista ve un rostro de comisario de policía española tal como hubiera salido en una película extranjera calificable por Radio Nacional de España de antiespañola, por el simple hecho de ser antifranquista. Se va el actor secundario de Hollywood. Unos minutos largos y anchos previenen a Carvalho de que la espera puede ser una sábana negra como una noche entera pasada en blanco, entre el respaldo lleno de cantos de una silla antianatómica y la pequeña posibilidad de dar unos cuantos pasos por el pasillo, de puerta a puerta. Le dejan como en depósito al cazador de su propia familia. Un mediocre conductor de coche dominguero que se mira las manos esposadas y llora sin el menor entrenamiento, como si se le rompieran las narices a sacudidas.
—
Remei! Pobre Remei!
—¡Pobre Remei! ¡Pobre Remei! Haberlo pensado antes de pegarle un tiro.
—
Remei! Pobre Remei!
Sigue lamentándose el cazador sin hacer caso de la amonestación de un joven inspector que pasa. Levanta el cazador los ojos enrojecidos hacia Carvalho:
—¡Veinticinco años casados y nunca nada de nada! Aquí no me habían visto ni para el pasaporte. ¿Para qué quería yo el pasaporte? Tengo una torrecita y pasamos allá los domingos.
—¿La ha matado?
Dice que no con la cabeza inclinada y entre sacudidas que tratan de arrancar las lágrimas desde ignotas profundidades.
—
La nena! També he ferit a la nena!
7
Ahora el llanto parece más conseguido o al menos ha ganado en fluidez y en mocosidades. Se busca el hombre un pañuelo que no tiene. Carvalho le tiende un folio blanco encontrado sobre una mesa.
—¡Le reñirán! —Usted suénese.
Se suena el esposado con una mano viva y la otra al lado, colgante, muerta.
—
Pobreta!
Me llevaba la contraria. Yo quería hacer un fogón en el jardín, una tontería, para hacer
carn a la brasa
con leña, porque dentro tenemos butano y asar la carne con butano, en fin, no es lo mismo. Compré ladrillos de esos que no se queman. ¿Cómo se llaman?
—Refractarios.
—Eso es, refractarios, y encargué una buena parrilla de hierro a un
ferrer
. Una parrilla para hacer carne a la brasa para un regimiento, porque a veces somos veinte o veinticinco. Que si el novio de.la nena, que si mi hermano y sus hijos. En fin. También para hacer paellas, porque no sé cómo hacen las cocinas hoy día. Nadie piensa que a veces es necesario hacer una paella. ¿En qué fuego la haces? Remei siempre me lo decía: Cuando hay que hacer arroz para más de seis estos fuegos no valen. Hay que ir corriendo la paella y los granos no salen igual. Bueno. Pues te haré un fogón fuera. Empiezo a poner ladrillos y no, que ahí no lo quiero, que entra todo el
fum
en la casa y luego soy yo la que tiene que limpiar. Coño, y que si patatín que si patatán, y yo allí sudando con la masa de ciment ya hecha y media pared de ladrillos. Le pego una patada a los ladrillos y ella que empieza a llamarme loco. Estás ben boig!
Estás boig com la teva mare!
8
Y ya salió todo. Que si mi madre, que si mi padre. Y la nena por en medio.
Cony de Déu!
Y luego, no sé, quería que se callaran, que dejaran aquel run run run run que se me metía en la cabeza. Me echo sobre ellas y se van corriendo hacia la puerta del jardín y desde allí run run run run run run. Y se lo juro, se lo juro, señor, se lo juro, no sé cómo me metí en la casa y salí con la escopeta. Quería que se callaran. Sólo que se callaran. Y la Remei desde la puerta:
Ara ve aquest mal parit amb l'escopeta!
9
Y tiro un tiro y se van corriendo y yo no quería que se fueran y vuelvo a tirar otro y otro y se caen.
Ai, mare meva, mare meva!
—¿José Carvalho Larios?
—Sí.
—Sígame.
Las once de la noche. Tres horas de espera. —¿Ha matado a su mujer y a su hija ése? —Las ha herido. —¿De gravedad?
—La chica, sí: La mujer, una herida superficial y el susto. Pise.
El comisario que le había golpeado en el hombro está sentado al fondo de la habitación.