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Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Un hombre aparece muerte con unas bragas de mujer en el bolsillo. La viuda encarga la investigación del caso a Carvalho, un detective privado de complejo pasado. Lo que parecía ser un ajuste de cuentas sexual se convierte en un ajuste de cuentas político que tiene como fondo la sociedad española a medio camino entre la muerte de Franco y el intento de consolidación democrática.
Manuel Vázquez Montalbán
La soledad del mánager
Carvalho, 3
ePUB v1.0
ErikElSueco17/10/2011
En cierta ocasión el ahora diputado Solé Barbera
me dijo: «A ver cuándo escribes otra novela
de guardias y ladrones.» Me lo tomé como una consigna
y a él quiero dedicarle LA SOLEDAD DEL MANAGER.
Había exigido más que pedido la ventanilla. La empleada de la Western Air Lines miró el carnet entre la sorpresa y la aceptación.
¿Qué objetivos puede perseguir un agente de la CIA sentado junto a una ventanilla del Boeing de la línea regular Las Vegas-San Francisco? La empleada no desconocía los rumores imperantes en la zona sobre supuestos campos especiales de entrenamiento ubicados en algún punto del desierto de Mohave, pero ¿acaso no dispone la CIA de sus propios aviones de reconocimiento? Carvalho adivinaba la lógica batalla en aquel momento desatada tras la frente artificialmente bronceada de la muchacha mientras rellenaba el billete. Luego Carvalho volvió a sacar el carnet cuando se le acercaron los dos policías para registrarle. Le dejaron pasar con un gesto que igual podía representar la más ciega sumisión como el más absoluto desprecio.
Cuando Carvalho ocupó su puesto sentía una alegría sólo comparable a la de los niños a la expectativa de un acontecimiento ilusionador. Una alegría sentada, en la que el cuerpo es dueño de la situación, pero las piernas se van como si quisieran correr al encuentro del acontecimiento. Carvalho se concentró en el despegue del avión, en la visión rápidamente alejada de Las Vegas cual decorado de cartón emergente en pleno desierto y en la preparación del momento en que el Boeing sobrevolara Zabriski Point y el Valle de la Muerte. Carvalho había peregrinado repetidas veces a la zona, fascinado por la llamada estética de las romas colinas blancas de bórax, cárdenas progresivamente a medida que se teñían de atardecer, o atraído por el reclamo de embudo del Valle de la Muerte, con sus aguas azufradas y el brillo de la costra de sales. Desde el avión, a vista de pájaro, se apreciaba la grandeza absurda de un paisaje geológicamente residual pero que actuaba sobre Carvalho como una sirena encelada. Se hubiera arrojado en paracaídas provisto de un macuto cargado con las maravillas que salen de los macutos de Hemingway: latas de judías y tocino ahumado sobre todo. Algo, no obstante, impedía que Carvalho disfrutara como otras veces de su vicio secreto y solitario. Algo que ocurría a su alrededor actuaba como ruido interruptor de una transmisión radiofónica. Algo que se decía o cómo se decía. El foco de disturbio estaba muy cerca, a su lado. Sus dos compañeros de asiento hablaban de España y uno de ellos en un inglés evidentemente acentuado de catalán.
—Es curioso que en ocho años de estancia en la base de Rota no aprendiera usted a hablar español.
—Las bases tienen una vida autónoma. Sólo empleamos gentes del lugar para el servicio y para…
Con una carcajada cómplice el americano hizo un gesto suficiente, probablemente aprendido en algún bar de Cádiz. El catalán pasó por alto la impertinencia y prosiguió una conversación entre hombres de negocios. El americano era dueño de una pequeña fábrica de material deportivo y estaba en plena campaña de inspección de concesionarios. El mundo para él se dividía entre los que le compraban y los que no. Hasta los chinos comunistas le parecían seres excepcionales porque le compraban material de excursionismo a través de Hong Kong. En cambio, no podía soportar a los cubanos, ni a los brasileños, ni a los franceses. No conseguía venderles ni una cantimplora. Cuando elogiaba las cualidades éticas y compradoras de cualquier comunidad, el americano además del juicio pertinente daba una palmada y gritaba ¡ole! en un evidente acto de homenaje lingüístico al país de su interlocutor. En cuanto a éste, pronto resumió correctamente su quehacer. Era manager de la Petnay, una de las compañías multinacionales más importantes del mundo. Su responsabilidad básica era España y alguna zona latinoamericana, pero muy frecuentemente viajaba a Estados Unidos para departir con la. casa central y ponerse al día en técnicas de marketing.
—Los americanos sabemos vender.
—No diría yo lo mismo. Lo que ocurre es que están en condiciones políticas de hacer comprar a los demás.
—Es ley de historia, amigo mío. Ustedes también tuvieron un imperio y ¿qué se hizo de él? ¿Y del Imperio romano? Por ejemplo, los apaches tenían un auténtico imperio, ya ve usted. Igual un día la civilización americana desaparece y todo nuestro país es como eso.
Con la barbilla el americano señaló la geología árida del Desierto de la Muerte. Fue entonces cuando Carvalho dijo en español, alto:
—Imagínese usted la cantidad de cantimploras que podría vender entonces nuestro amigo.
El catalán se volvió urgentemente hacia el origen de la voz y se echó a reír.
—El mundo es un pañuelo; resulta que tengo un españolito al lado. Felicidades. Mi nombre es Antonio Jaumá y soy manager.
—El mío es Pepe Carvalho y soy viajante.
El catalán extendió las presentaciones a su primer interlocutor y éste, mientras estrechaba la mano de Carvalho, lanzó un breve inventario de elogios patrióticos.
—España. Bonita. Ole. Manzanilla. Puerto de Santa María.
—Sí, señor.
—¿Qué productos viaja usted?
Jaumá era un hombre delgado, nada alto, tez de judío sefardita, nariz de vendedor de antigüedades de Estambul, ojos oscuros y brillantes de una cierta implacabilidad, una calvicie de pasillo entre colinas de pelo negro y crespo.
—Máquinas tragaperras. Por eso viajo tan frecuentemente a Las Vegas.
—¿Vive en San Francisco?
—En Berkeley. De paso sigo un curso sobre urbanismo en la Universidad.
—¿De qué parte de España es usted?
—Gallego de nacimiento, pero casi siempre he vivido en Barcelona.
—Hombre. Somos paisanos. ¡Este señor y yo somos paisanos! Aclaró al norteamericano, que asumió la noticia con una gravedad cómica. Jaumá contó a Carvalho su vida, breve, eficazmente. Estudios de Derecho. Un viaje juvenil a Estados Unidos en el que tuvo que dedicarse a hacer carreteras y despachar perros calientes en cafeterías del Bronx. Se casa con una ex compañera de estudios. Situaciones apuradas.
—Muchas noches nos partíamos una tortilla a la francesa y un dedo de whisky.
De pronto, a través de un pariente de su esposa, militar agregado a la Embajada en Washington, Jaumá consiguió un puesto en la Petnay. Meses después tenía la representación en España.
—Y como diría Groucho Marx, así empezó mi carrera desde la más absoluta pobreza a la nada.
—¿A la nada?
—A la nada. Un manager nunca se enriquece lo suficiente como para decir apaga y vámonos. Por otra parte, siempre está pendiente de balances anuales y de cabronadas empresariales mensuales. Estoy saturado. Ayer noche tuve que asistir a una cena de hermandad entre los delegados de todo el mundo. Imagínese el espectáculo de una América de gala. Todas las joyas femeninas reunidas hubieran puesto en ridículo las dimensiones de las cuevas de Alí Baba. Bien. Por una parte la gentuza de arriba. Por otra, la presión de los trabajadores. Usted no sabe lo que es actuar como hombre de la empresa frente a la realidad laboral de España o Latinoamérica. Hay que tener un estómago de hierro.
—¿Cómo le salen las cosas?
—De momento bien. La empresa paga sueldos algo superiores a los indígenas y obtiene beneficios americanos. Pero sólo temo que venga una crisis y se me exija comportamiento de capataz. ¿Comprende?
—Tiene usted la moralidad de un izquierdista.
—¿Le molesta?
—Me trae sin cuidado. Yo también tuve mis ideas, pero ahora sólo me quedan unas cuantas vísceras en muy buen uso.
—¡Formidable, Carvalho! ¡Es usted un tío cojonudo!
El ramalazo histriónico del personaje era indudable. Braceaba entusiasmado, con la afilada cara adelantada, mientras gritaba:
—¡Hemos de celebrar este encuentro! ¡Esta noche le invito a cenar en Aliotto, en el Fisherman's Wharf. ¿Lo conoce?
—Sí.
—Yo vivo en el Holiday Inn de Market Street. Quedamos ya directamente en el restaurante a las nueve. ¡Ah! ¡Carvalho! Un encuentro feliz por sí mismo y por lo inesperado. Igual tenemos amistades comunes, aunque usted parece algo más joven que yo. ¿Estudió en Barcelona?
—Sí. Filosofía.
—¿Y se dedica a viajante de máquinas tragaperras? Es usted un profeta. ¡Mi amigo es un profeta!
El americano asintió admirado e inclinó el cuerpo para contemplar detenidamente a Carvalho, en busca de algún signo exterior que evidenciase sus ocultos poderes.
—¿Se imagina la cantidad de cosas que pueden unirnos? Hagamos una lista de las mujeres que han sido nuestras y luego la cotejamos; igual tenemos una historia sexual paralela.
—O convergente.
—O convergente, eso es. Ayer noche la empresa movilizó las
call-girls
más impresionantes de Las Vegas y hubo un follón final por todo lo alto en los apartamentos exteriores del Sand's, el hotel de Sinatra. Me metí en la habitación con dos negras que me evidenciaron la superioridad racial de los morenitos. ¡Qué ejemplares, Carvalho! ¿Qué haría yo sin una juerga de vez en cuando? Los americanos saben hacer rendir a la gente y un segundo antes del agotamiento estimularles para que se reconforten y sigan produciendo. Es el principio psicológico fundamental del taylorismo y del fordismo. Yo me lo autoreceto. De lo contrario no podría superar el naufragio de cada día en la soledad. La soledad del manager.
Como si los vapores de los viejos volcanes se hubieran vuelto niebla fría y húmeda, de la tierra gris cada mañana de invierno suben los vapores que empapan las viejas geometrías de las casonas que limitan Vich. Expulsada de la villa por el aliento de los primeros portales abiertos, la niebla se ceba en las casillas de adobes encalados que marcan la transición entre la vieja ciudad y su paisaje de turones grises. A estas horas de la mañana no se percibe plenamente el paisaje de antiguo desastre prehistórico, de fin del mundo limitado que alguna vez debió ocurrir en la hoy llamada llanura de Vich, un ceniciento terreno salpicado de autocontrolados cerrillos de cenizas petrificadas. Tampoco se percibe el caserío de piedra desnuda, oscura, cubierto por tejados cejijuntos no se sabe si por la lluvia o por subrayar la gravedad de una ciudad a la que uno de sus escritores locales calificó de «ciudad de los santos». Los cur.as aún no han salido de sus infinitas madrigueras olorosas de cera y mazapán. Las únicas propuestas humanas son payesas que bajan hacia el mercado y obreros que salen de la ciudad en busca de fábricas de embutidos y muebles, bóvilas o factorías de. piedra artificial. Herramientas mismas del frío, las bicicletas zigzaguean con su luz loca, nerviosamente estudiadas por los ojos humeantes de los faros de los coches o por el iceberg de un camión del que sólo emerge la frente de inmenso animal cúbico.