Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—He estado a punto de llamarte, pero me ha dado pereza y me he ido a comer solo.
—Muchas gracias. Amabilísimo. ¿Y ahora qué? ¿A hacer la siesta?
—No hay otro remedio.
—Pues yo he ido a la peluquería y no estoy para que me despeines.
—¿Los días de peluquería no ejerces?
—Con los clientes me pongo una peluca. Morena los lunes, miércoles y viernes; rubia los martes, jueves y sábados. Si quieres, me la pongo.
—No.
El enfado dejó paso a la burla en la cara de Charo. Cogió la cabeza de Carvalho y le besó en los labios.
—Pobrecito. La puta de Charo le iba a dejar sin siesta. Ven, rey mío, ven.
Por el pasillo Charo se fue desnudando y a Carvalho se le limaban los nervios cuando veía el sol del culo temblando al vaivén de los pasos. La penumbra de la alcoba no conseguía ocultar lo contenido de las carnes de la muchacha, morenas de terraza y ultravioletas, pezones aún perezosos y una lengua que se clavó entre los dientes de Carvalho con la contundencia de un karateka. Charo le despegó fas ropas como si fueran el envoltorio de un regalo precioso y se sentó en su pene mientras le frotaba el pecho con una mejilla de siempre sorprendente suavidad. Con morosidad fueron acercándose los cuerpos a la cama sin perder el tiempo dando pasos, apenas permitiendo que los pies se deslizaran con voluntad de tardanza y lejanía, y ya en la cama Carvalho se tumbó frente al techo sustituido por la achinada cara de Charo, llena de calores internos, rubores de virgen mental. En la flotante continuidad de la caricia y el esfuerzo, los límites de la habitación fueron perdiendo presencia, de acero el vínculo de los sexos, concentrada en los labios y las lenguas toda la capacidad expresiva de los cuerpos. Lubrificados por sus propios jugos, se resbalaron para quedar desparramados, como un libro abierto aún unido por bisagras de brazos y piernas. La paz del techo descendió sobre Carvalho mientras con una mano trataba de dejar en los senos de Charo penúltimas solidaridades, un rescoldo de la intensa comunicación poniente, como un sol tardío sobre animales saciados.
Charo respetaba el primer tumo de Carvalho en el lavabo y ya no se sorprendía ante la súbita urgencia de huida que Pepe experimentaba después de hacer el amor, como si tratara de alejarse del escenario de alguna fechoría.
—Te llamaré.
Gritó Carvalho mientras se calzaba y del otro lado de la puerta le llegaba el repicar de los chorros de la ducha contra la bañera. Agradeció el aire más fresco del pasillo que le conducía a la nevera, donde le aguardaba una botella de champán correcto y frío. Bebió una copa con avidez y sintió dos alfilerazos en las quijadas mientras el frescor rubio le llegaba a un importante pozo del cuerpo. Desde el recibidor llamó a Marcos Núñez y quedaron citados a las doce de la noche en el Sot.
—Cuando usted vea a quince o veinte personas escuchando a alguien con un divertido aburrimiento, búsqueme entre ellas. Seguro que el que está hablando soy yo.
La calle la compartían camionetas de reparto y putas viejas con jerseys de lana de angora que parecían tapaderas de tinajas. En una mano un monederito deslucido por añejos sudores y en la otra el gesto de la busca o la uña apropiada para vaciar de hebra de carne de estofado un pasadizo entrañado entre el incisivo y el primer molar. El mismo dedo aprovechaba el viaje para repartir el carmín sobre los labios o vaciar la oreja de picores, caspa, ceras viejas. Los mozos de furgoneta repartían su cansancio de tarde entre un parsimonioso ir y venir de colmados y bares cavernosos a decaúves de Sánchez Hermanos o Fenogar Productos Congelados y algún que otro requerimiento a las viejas mancebas.
—Abuelita, ¿por qué tienes las tetas tan grandes?
—Porque me las chupa tu padre.
Un borracho calcula la distancia más corta entre la calzada y la acera. Un reguero de niños vuelve de algún colegio de entresuelo donde los urinarios perfuman la totalidad del ambiente y la fiebre del horizonte empieza y termina en un patio interior repartido entre el país de las basuras, los gatos y las ratas y algunas galerías de interior donde parece como si siempre colgara la misma ropa a secar. Macetas de geranios en balcones caedizos, alguna clavellina, jaulas de periquitos delgados y nerviosos, bombonas de butano. Rótulos de comadronas y callistas. Partit Socialista Unificat de Catalunya, Federación Centro. Maite Peluquería. Olorosa peste de aceites de refritos: calamares a la romana, pescadito frito, patatas bravas, cabezas de cordero asadas, mollejas, callos, capipota, corvas, sobacos, mediastetas, pantorrillas conejiles, ojeras hidrópicas, varices. Pero Carvalho conoce estos caminos y estas gentes. No los cambiaría como paisaje necesario para sentirse vivo, aunque de noche prefiera huir de la ciudad vencida, en busca de las afueras empinadas desde donde es posible contemplar la ciudad como a una extraña. Y no hay precio para lo que aparece en cualquier bocacalle del distrito quinto abierta a las Ramblas: la brusca desembocadura en un río por donde circula la biología y la historia de una ciudad, del mundo entero.
Biscuter estaba haciendo una tortilla de patatas en el fogoncillo de butano situado en el cuartucho que con el lavabo completa el despacho de Carvalho.
—Lo hago como le gusta, jefe. Con poca cebolla y un picadillo suave de ajo y perejil.
Improvisa Biscuter un comedor sobre la mesa de despacho de Carvalho y el detective se enfrasca en un cuarto de tortilla que mide un palmo cúbico. Biscuter se sienta frente a él y engulle otro cuarto buscando el comentario elogioso.
—No me dirá que no ha salido buena, ¿eh, jefe? Por si tiene más hambre, le he hecho un poco de capipota con samfaina, cosa fina. Está buena, ¿verdad, jefe?
—Correcta.
—Coño. Está tacaño, jefe. Yo la encuentro de pevrotes, jefe. Y espérese que la samfaina está de puta madre. Ah, se me olvidaba. Le ha llamado un tal Pedro Parra, «el coronel», me ha dicho; no se le olvide, dígale que ha llamado «el coronel». Que le diga que mañana ya tendrá lo que le ha pedido. Que se pase usted por el Banco. Y un telegrama. No lo he abierto.
«Llegaré a Barcelona miércoles. Rhomberg.»
—Ponme un poco de capipota.
—Supongo que después de esto no cenará, ¿eh, jefe? Come usted como una lima y está delgado como un clavo, pero todo se mete en la sangre y aparece el colesterol.
—¡Estoy rodeado de médicos! El Bromuro. Tú, ahora. Come y no te preocupes por el colesterol.
—Yo lo decía por su bien.
—¿Y tú vas a cenar después de esta merendola?
—Desde luego. Todo lo que sobre me lo meto entre pecho y espalda a la hora del resopón. Últimamente no sé qué me pasa, jefe. Duermo mal. Estoy triste. Me acuerdo de mi madre.
Biscuter se secó una lágrima con una servilleta pero sus ojos seguían colmados de agua que amenazaba caer sobre la consistencia verdirroja del plato de capipota con samfaina.
—Búscate novia, Biscuter o ve de putas. O hazte una paja de vez en cuando y recuperarás la moral.
—Novia, qué dice usted, pues no me propone nada. Y las putas me dan risa. Cuando me dicen: Anda, calvito, tráeme la minina que te la voy a lavar, me entra una risa. Y pajas, qué me dice. Es que no paro. Con una mano, con la otra. Incluso aplico el sistema de la mano dormida. Me tumbo en la cama sobre una de mis manos hasta que se me corta la circulación de la sangre y me queda morcillona. Entonces no parece mi mano, sino otra cosa, y me hago la paja.
—¿Has probado con un bistec de carne para empanar?
—No.
—Tú te lo pierdes.
Con un ojo en Biscuter y el otro en el telegrama de Rhomberg, Carvalho puso una mano en el teléfono. Para Biscuter fue la señal de que debía recoger la mesa. Pero el teléfono no llegó a descolgarse. Un recelo no explicitado impedía que Carvalho comunicase a la viuda Jaumá la imprevista resurrección de Dieter Rhomberg.
Llegar a un bar donde la clientela es el espectáculo y tener que descender los escalones que conducen al centro de la comedia, pone en los hombros consistencia de protagonista de película neoyorkina y en las piernas tensión de funambulero. Hasta las doce de la noche apenas si dos o tres parejas fugitivas de la soltería o del matrimonio y a partir de esa hora actores de teatro independiente, dependientes actores de teatro, ejecutivos con pasado sensible y culturalizado, probables directores de cine si el cine no fuera una industria, cantantes de la eterna
nova cançó catalana
, un habitual dibujante de humor político y otro de paso.
—Es que Barcelona es Europa.
Un poeta ex presidiario que busca en el Sot la doble vida que le devuelva parte de sus veinticinco años de cárcel, un jovencísimo dirigente de Comisiones Obreras con los ojos grises, damas organizativas o petitorias de la izquierda local, profesionales noctámbulos desde hace más de treinta años a la espera de una noche donde todo sea posible, un novelista homosexual con su amante amortajado por un abrigo de pieles, un homosexual novelista bajo palabra de honor, un poeta concreto que ha leído a Trotski, un moderador de mesas redondas políticas en posesión de la magia del gesto preciso para dar turnos de palabras y llegar a síntesis sin que ni siquiera hubiera tesis, algún que otro intelectual sensible y ocasional a la espera de un ligue que ni los más viejos del lugar han logrado, ex políticos que siguen en un cierto activo ético, jóvenes isleños no importa de qué isla, locos y futuramente ricos dispuestos a comerse con los ojos toda la crema de la intelectualidad que puedan, uruguayos fugitivos del terror uruguayo, chilenos fugitivos del terror chileno, argentinos fugitivos de los sucesivos terrores argentinos, una de las diez manos derechas de Carrillo, un casi joven ex ingeniero industrial dedicado a la edición del pensamiento marxista radical-independiente, algún que otro resto humano de la intelectualidad de los años cuarenta nutrida en las páginas de Lajos Zilahy o Stephan Zweig, puritanos cuadros medios de la izquierda dispuestos por una noche a ver de cerca el espectáculo decadente y sin duda escandaloso de la izquierda noctámbula. Cócteles a medio camino entre el bajo nivel de una mediocre barra de Manhattan y el bajísimo nivel alcanzado por las coctelerías barcelonesas. Un espacio repartido en distintos niveles, zonas de estar dotadas de cierta intimidad en un ambiente residual de funcionalismos insuficientes y una barra a lo largo de un pasillo en la que se acodan los poco dotados para la tertulia o los que la establecen con el dueño y los camareros, en un tono de camaradería sólo sostenible de noche en noche y en la certeza de que luego queda todo un día de descanso para tanta familiaridad.
Los quince o veinte sentados a torno a Marcos Núñez eran apenas diez esta noche y el maduro joven peroraba con su habitual parsimonia semisonriente, según un excelente ritmo narrativo adquirido en el contexto de una universidad que acababa de descubrir a Pavese y los poetas anglosajones de los años treinta. Un tono en el que puede resultar sublimemente nostálgico hasta el relato de un autobús perdido o atrozmente irónica la descripción de un bocadillo de salchichas españolas. Pionero de la reconstrucción de la izquierda en la barcelonesa Universidad de los años cincuenta, tras la tortura y la prisión preventiva, Núñez huyó a Francia e inició un camino que podía haberle llevado a la burocracia de su propio partido o a un doctorado en ciencias sociales a ejercer en la futura España democrática. Demasiado cínico para burócrata y excesivamente abúlico para doctor en ciencias sociales, eligió el oficio de espectador que ejercía con una dedicación sólo aparentemente desmayada. Aunque le llamaban «el cónsul de Bulgaria» por la enorme cantidad de inútil distancia diplomática de su conducta y la debilitada representatividad de un pasado al que seguía agarrado como un náufrago, Núñez cumplía la función de conservar en su archivo mental la memoria y el deseo del renacimiento de la izquierda moral en la España franquista, como se conserva en platino la barra referencial de la unidad básica del sistema métrico decimal. Dotado para la amistad, tanto para recibirla como para darla siempre tras un sádico regateo, gastaba una continua agresividad verbal a la hora de calificar tanto a los amigos como a los enemigos. Había una cierta angustia personal en sus frenéticas zancadillas adjetivales. Como si desde el suelo quisiera que también los demás cayeran de bruces para proseguir allí la conversación como si nada hubiera pasado.
Carvalho consumió el último escalón que le separaba de los tertuliantes y esperó a que en uno de sus decontractés arqueos de ceja Marcos Núñez alzara al menos un ojo lo suficiente para advertir su presencia. Algunos rostros le eran familiares de su época universitaria, incluso colocaba nombres con poco margen de error. No faltaron miradas que parecían intentar reconocerle. Carvalho se acercó más al grupo y se paró cuando sus ojos toparon con los de Marcos Núñez. Adivinó su intención de proponerle sumarse a la tertulia y se adelantó indicándole con la cabeza la necesidad del aparte. Núñez no rompió inmediatamente su discurso, le cortó las alas y lo mató en unas cuantas frases afortunadas que hicieron reír a una dama dotada de inmensos ojos de animal de noche.
—Eres un cínico y te gusta que te lo digan.
—¿Un cínico yo? Soy un ingenuo. Conmigo harías lo que quisieras.
Se levantó Núñez y siguió a Carvalho hasta un inmediato altillo en el que dos matrimonios recién salidos de un cine del Ensanche se tomaban medio whisky con hielo pero sin agua, un gin tónic o un vodka con naranja, repertorio límite de todo matrimonio recién salido de un cine del Ensanche. Al menos fue lo que comentó Núñez nada más sentarse mientras les observaba sonriente.
—Parece divertirse mucho.
—Si me divierto mucho no me aburro. Es un tratamiento preventivo.
—Quisiera que usted me aclarase algunas cosas. He tratado de localizar a Dieter Rhomberg, el inspector de Petnay amigo de Jaumá. ¿Le conoce usted?
—De oídas. Jaumá siempre decía que era el propietario del pene más inmenso del universo.
—Anteayer estaba en San Francisco. En cambio esta mañana me han dicho que hace dos meses que goza de un «ignorado paradero» y que dejó la compañía.
—¿Le consta que estaba en San Francisco?
—Una voz me dijo: «Ha salido a cenar al Fairmont con unos clientes y volverá tarde.» Otra voz al día siguiente me contó lo del despido y fuga. En cualquier caso usted apenas si me ha contado algo de la vida habitual de Jaumá. Con quién se veía. Quiénes eran sus habituales.