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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (3 page)

4

La cena en Aliotto tuvo un tercer personaje: Rhomberg, el inspector general de la Petnay en Estados Unidos. Carvalho llegó al Fisherman's Wharf sobre el tranvía de juguete de Power Street y con tiempo suficiente como para perderlo por las aceras llenas de voceadores de revistas underground, cantantes folk, melenudos técnicos en las más inútiles y baratas artesanías: hacedores de collares con pipas de girasol, joyeros de latón, poetas de ciclostil, pintores de la media luna que navegaba más allá de la Golden Gate como dispuesta a una voluntaria zozobra. Carvalho alejó la tentación de tomarse un cucurucho de cangrejo cocido como aperitivo porque presentía su estómago en tensión para la aventura de cenar en serio. Tenderetes rodantes ofrecían al paseante papelinas llenas de mariscos, a manera de consuelo por no poder entrar en los grandes restaurantes que les respaldaban o a manera de reclamo para que el transeúnte pasara a mayores. Carvalho no tuvo tiempo de vacilar. De un taxi bajó Jaumá en compañía de un evidente alemán. Nada más poner el pie en el suelo Jaumá sorprendió hasta a los mismísimos hippies con un histriónico aspaviento y el grito:

—¡Carvalho! ¡Por la langosta hacia Dios!

También la presentación del alemán llevaba la rúbrica de Jaumá.

—Dieter Rhomberg. El tercer hombre de la Petnay en la rama de productos que me afectan. Es decir: más poderoso que Franco. Esta noche nos invita.

—¿Yo?

El alemán estaba más sorprendido que molesto.

—Hay que celebrar la victoria de los tuyos. Rhomberg a pesar de ser un jodido manager es socialista y de izquierdas. Apoya el ala «juso» de la SPD.

—Supongo que a tu amigo esto le interesará muchísimo —exclamó el alemán entre civilizado y exasperado.

—Mi amigo es de la CIA.

El estómago de Carvalho dio un vuelco en su caverna. En los ojos de Jaumá leyó la broma, pero la cosa ya estaba dicha.

—Sí, de la CIA. ¿Qué puede ser si no un gallego que viaja regularmente entre Las Vegas y San Francisco?

—Croupier.

—Eso es. Un croupier de la CIA.

—¿Por qué necesariamente de la CIA?

—Porque en España la CIA sólo recluta gallegos. Lo he leído en el
Reader's Digest.

Jaumá reía su propio chiste y les empujaba hacia el Aliotto.

—¡Por la langosta hacia Dios! ¡Por la langosta, la patria y la justicia!

Media hora después seguía sin aparecer la sopa de ostras y la langosta al Thermidor que Jaumá había más elegido que aconsejado como menú. En ese tiempo bebieron dos botellas de Ries luig helado mientras Jaumá y Rhomberg se enzarzaban en una tecni-ficadísima discusión sobre la situación del mercado norteamericano y la necesidad de adaptar el estuchado de algunos productos a las claves del gusto adivinadas en los escaparates de San Francisco.

—Aún me reservo el juicio definitivo hasta ver las tiendas de Hollywood. En un par de calles al pie de Beverly Hills está la concentración de tiendas de lujo más importante del mundo. Por encima de París y Nueva York.

—¿Qué fabrica la Petnay?

—Perfumes, licores, productos farmacéuticos.

Cuando pareció que el alemán no continuaba, Jaumá siguió la lista por su cuenta.

—Aviones de caza y bombardeo, sistemas de comunicación de altísima tecnología, de altísima '«sofisticación» como dice la jerga especializada, papel, revistas, diarios, políticos, revolucionarios… todo eso fabrica la Petnay. Hasta la langosta que vamos a comer nos puede ser de la Petnay si es congelada. Tiene una de las redes pesqueras más importantes del mundo: consorcios en Japón, Groenlandia, USA, Senegal, Marruecos. En este restaurante, por ejemplo, todo puede ser de la Petnay, desde los vinos franceses falsificados en California hasta Herr Rhomberg o yo.

La sopa de ostras en opinión de Jaumá era de sobre. De lata, corrigió Carvalho.

—No hay sopa de ostras de sobre.

Carvalho y Jaumá se abstuvieron de tomar vino acompañando la sopa, según mandan los cánones; en cambio, Rhomberg se despachó una botella él solo, a vaso de vino blanco helado por cucharada de sopa. Jaumá justificó haber pedido langosta a la Thermidor porque era la fórmula culinaria que mejor disimulaba lo insípido de las langostas yanquis.

—Grandes pero sin sabor. Usted, Carvalho, será mi invitado en mi finca de Port de la Selva, en la Costa Brava. Hay que ir a la subasta de Llansá y allí se ven unas langostas vivas, rojas, no muy grandes, auténticamente pescadas, no de vivero, langostas rabiosas a las que hay que trocear con cuidado para… ¿A que no sabe usted para qué, Carvalho?

—Para que no pierdan el agua interior, es decir, la sangre. Es su principal sabor. También hay que quitarles el intestino de una pieza. Sale fácilmente tirando desde la cloaca que está en la aleta central del timón.

—¡Asombroso!

Reía el alemán, al que el vino blanco producía el efecto de ponerle la cara al rojo vivo.

—¡La gastronomía y las mujeres nos han salvado de la desesperación franquista!

Gritó Jaumá ante la sorpresa general. Jaumá repitió su grito en inglés dirigiéndose a la mesa más poblada: cuatro matrimonios blanquinosos, ellos con trajes príncipe de Gales verde y ellas vestidas como Piper Laurie en
Su Alteza el Ladrón
. Rhomberg ya estaba lo suficientemente borracho como para no sentirse incómodo. Dio varios vivas al socialismo y brindó por la próxima caída de Franco.

—Parece mentira que los españoles lo hayan aguantado tanto. La quejosa observación iba dirigida a Carvalho.

—Preocúpense ustedes del centinela de Occidente que tienen en casa: Willy Brandt.

—¿Qué tienen que decir ustedes de Willy? Los españoles no pueden criticar a nadie. ¡Aguantar a Franco treinta años!

—Ustedes nos lo dejaron como reliquia, ustedes hicieron posible que ganara la guerra.

Carvalho estaba molesto consigo mismo. Odiaba las actitudes apasionadas. La tendencia masoquista de los hombres y los pueblos fuertes hizo que el alemán agachara las orejas y Jaumá, borracho y lúbrico, se puso de pie sobre su cadáver gritando:

—¡Esta noche nos acostaremos con quinientas mujeres! Rhomberg puede con todas ellas. ¿Ha visto usted el sexo de Rhomberg?

—No tengo el gusto.

—Yo se lo he visto en una playa de Mikonos que se llama Super Paradise. Pasamos juntos las vacaciones de verano, con familias incluidas. Por donde Rhomberg pasa no vuelve a crecer la hierba.

Rhomberg reía con el color del rubor sumado al del vino.

—Paga la Petnay. Vamos a buscar quinientas chicas. Cuatrocientas noventa para Rhomberg, cinco para usted, Carvalho, y cinco para mí. Hay que buscar mujeres con los dientes delanteros rotos para que la chupen mejor. Y si no los tienen rotos, las llevaremos a un dentista para que se los quiten civilizadamente.

Rhomberg fue seriamente amonestado por haberse dejado los habanos en el hotel. Los puros americanos son infumables, coincidían Carvalho y Jaumá. Por fortuna, en el repertorio tabaquero del restaurante figuraban unos aceptables Macanudos jamaicanos que provocaron una seria meditación de Carvalho sobre la cultura del tabaco.

—Son perfectos de elaboración, pero ni se acercan al aroma de los habanos.

—Yo creo que las elaboraciones han bajado en Cuba. El mejor tabaco cubano hoy día es el que vende Davidoff con sus etiquetas, pero las marcas tradicionales han bajado. Lo que sigue siendo incomparable es la calidad del tabaco. Este Macanudo es excelente en cuanto a consistencia, a tacto, pero huela, huela, Carvalho. No huele a nada.

Después pasaron a la elección de la copa. Rhomberg se fue a por un whisky etiqueta negra, pero Carvalho y Jaumá optaron por un Marc de Borgoña el primero y de Champagne el segundo. Se fueron encaramando por la noche, y con los años Carvalho sólo recordaría que horas después abrió los ojos en una habitación almohadillada en la que Jaumá jugueteaba con tres negras desnudas, Rhomberg dormía junto a una muchacha blanca que se cortaba las uñas, las piernas cruzadas, los senos casi apoyados sobre las rodillas. Carvalho tenía una mujer debajo. Ella miraba al techo y cantaba un fox lento.

5

Concha Hijar de Jaumá tenía los pechos tristes y posiblemente avenados. Lo primero se deducía de la disposición colgante, opuestos por el vértice que adoptaban como insuficientes frutas del mal colgadas de un esternón demasiado ostensible. Lo segundo podía pensarse ante la transparencia de su piel, que revelaba ríos de sangre en las sienes, las manos, los brazos. El patetismo de sus venas enramadas se completaba con el medio luto de sus ojeras de viuda, milagrosamente diseñadas por la naturaleza en un par de semanas. Había sido educada en colegios ingleses y en cuarteles españoles bajo la prudencia táctica de un general que ejerció poco como militar aunque lo fue mucho y poco como miembro de innumerables consejos de administración. Educación rica y autoritaria la de aquella muchacha que fue a Barcelona a estudiar medicina (el doctor Puigvert le había quitado una piedra a papá) y a las dos semanas había descubierto el sexo gracias al joven estudiante Jaumá y la política gracias a su amigo Marcos Núñez. De hecho ni Jaumá con el sexo ni Marcos con la política consiguieron alterar en lo fundamental a aquella señorita que sólo se comprometió con los aspectos más formales de lo uno y lo otro.

—Es absolutamente virgen. Radicalmente virgen.

Concluye Marcos Núñez su balance ya con la puerta del salón abierta de par en par y aparecida la señora Jaumá. Carvalho saborea a la mujer e imagina sus vencimientos. Hubiera sido estimulante en vida de su marido, fascinante penetrar en aquella fortaleza litúrgica donde podía ser cuestión de culto hasta el empleo de alguna que otra blasfemia liberadora.

—Me han dicho hace media hora que estabais aquí y no sé, no sé dónde tengo la cabeza.

No parece pedir compasión por su condición de viuda, sino respecto a su derecho de perder la cabeza. Cuando Carvalho es presentado, la dama le pasa revista y en un momento sabe si Carvalho en las comidas se limpia la boca con la servilleta antes de llevarse la copa a los labios y si el detective la mira como a una viuda desocupada. La comprobación de que Carvalho con toda seguridad se limpia los labios y al mismo tiempo la repasa como un animal desdeñoso pero voraz, desconcierta un tanto a la señorita viuda. Necesita refugiarse en el papel más convencional y así lo hace poniendo una cierta humedad en sus ojos, cansancio en sus manos apretadas sin fuerza y ansiedad en una voz de soprano que ha dormido poco:

—¿Ya está enterado?

—Sí. Ya sabe tanto como nosotros.

—Nos ayudará, ¿verdad? Antonio se lo merece. Era tan leal con sus amigos, más incluso que para su familia, que para mí.

—No era amigo mío. Prefiero que esto quede claro. Le traté durante unos días hace años y me pareció un tipo notable, eso es cierto. Pero no era mi amigo.

—¿Nos ayudará igual?

—Si recurren a mí profesionalmente, sí, les ayudaré.

—Tengo dinero y quiero llegar hasta el fondo. Es intolerable que haya prosperado la tesis oficial y que todos se hayan empeñado en echar tierra sobre el asunto.

—¿Quiénes?,

—Desde mi padre hasta la compañía, la Petnay. Mi padre movilizó a todas sus influencias para que el hecho no trascendiera. La Petnay no quiere verse salpicada por una historia tan «turbia» y prefieren indemnizarme, aconsejándome al mismo tiempo que, por favor, no remueva las cosas. No estoy de acuerdo. Lo hago por mi marido, por su memoria, que es la memoria que heredarán mis hijos.

Según le había contado Marcos en el trayecto desde Vallvidrera, Concha Hijar había llegado a militar políticamente en la Facultad de Medicina. Pero a sus cuarenta años hablaba como hubiera hablado su madre a los cuarenta años, como esperaba que hablase su hija a los cuarenta años.

—No repare en gastos.

—No repararé. Mi tarifa es de dos mil pesetas diarias, con un tope negociable de sesenta días. En casos en que hay un litigio entre compañías aseguradoras, suelo cobrar un tanto por ciento de lo que finalmente cobra mi cliente. Pero según insinúa usted no ha habido problemas ni con el seguro ni con la compañía.

—No.

—En ese caso quiero además del sueldo diario una prima de cien mil pesetas si resuelvo el caso dentro de estos sesenta días. —¿Cuándo empezará?

—Ahora. Aquí. Con usted. Dígame, sinceramente, ¿tenía algún lío su marido que pudiera convertirle en blanco de una venganza?

—Aunque no lo parezca, también las mujeres somos las últimas en saberlo. Antonio era muy juguetón y parecía como si se lo fuera a comer todo con los ojos. Pero a la hora de la verdad, nada de nada. Se gastaba toda la pólvora en salvas. Tenía fama de mujeriego porque siempre hablaba de mujeres, con mujeres y en aquel tono: serás mía, no te resistas, vete al dentista y que te quite los dientes de delante… etc., etc. ¿A que le suena? Era previsible. No hablaba de otra cosa. Pero del dicho al hecho.

—Cuando usted expuso sus reservas sobre el dato del olor a perfume, ¿qué le contestó la policía?

—Prefiero olvidarlo. No se caracterizó precisamente por su delicadeza.

—No lo olvide y dígamelo.

—Repugnante. «Tipos así, señora, y usted perdone, tienen las chaladuras más increíbles. Hay quien se hace pegar, quien se hace… en fin… aguas mayores y menores. ¿Por qué no iba su marido a tener la manía de empaparse en perfume?»

—Según el forense ¿había hecho el acto sexual aquella noche?

—Había ciertas pruebas de eyaculación, pero no podía determinarse si como consecuencia de una simple excitación imaginativa o de pasar a mayores. Al no encontrar los calzoncillos, ha sido más difícil determinarlo.

—¿Y las bragas?

—¿Qué quiere decir? —¿Cómo eran?

—No lo sé. No lo pregunté. Comprenda. Me dijeron: son unas bragas de mujer, y ya está. —Necesito saber cómo eran. —No lo entiendo. ¿El modelo?

—No. Sobre todo si eran usadas o no, es decir si cuando se las metió en el bolsillo o se las metieron acababan de ser usadas o estaban limpias o eran nuevas, por estrenar.

—¿Y cómo me entero yo de eso?

—Su abogado. Su padre. O aquí el amigo.

Marcos Núñez parece haberse desentendido del asunto y olisquea más que mira los libros de las estanterías. Un comedor-living donde caben veinte parejas bailando el rock, pero que nunca albergará a veinte parejas bailando el rock. Cuadros de firmas todavía aventuradas: Artigau, Llimós, Jové, Viladecans y uno ya en las puertas de la consagración, un Guinovart de 800.000 pesetas. Decoración clásica para sentarse y de vanguardia para iluminarse, cocodrilito disecado y mobil op art. Ni una partícula micromilimétrica de polvo. Al salón llega el ruido marchoso de una criada que recorre el pasillo sobre bayetas enceradoras del parquet de roble. La señora viuda de Jaumá trata de imaginar unas bragas que no son suyas. Carvalho trata de imaginárselas puestas sobre las patrias más exactas de cualquier cuerpo de mujer.

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