Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Será todo rapidísimo si usted colabora. Quiero una declaración completa sobre sus relaciones con Rhomberg y el porqué de su viaje a España bajo nombre falso. Al menos todo lo que usted sepa sobre el asunto.
Empezó Carvalho en Adán y Eva, es decir, en Estados Unidos. El comisario leía por encima de las gafas unos papeles que sin duda tenían alguna relación con Carvalho.
—¿Usted no sabe que un subdito español no puede prestar servicios en una organización como la CIA sin autorización?
—Empecé dando clases de castellano sin saber que era la CIA y luego me divirtió el juego. Cuando lo dejé ya aclaré esta cuestión en dos ministerios: el de Asuntos Exteriores y el de Gobernación.
Prosiguió el relato hasta su última conversación con el cuñado de Rhomberg y entregó, el telegrama recibido desde Bonn firmado por Dieter.
—Se va a meter usted en un buen lío si sigue este caso. Lo de Jaumá está cerrado. Ha sido detenido el asesino. Convicto y confeso. Un chico de Vich. Jaumá se metió en el bar de carretera que tiene su suegra y empezó a tontear con la mujer del chico. La verdad es que la chica es una golfilla de pueblo al que su propio marido le saca los cuartos que se gana en la cama. Pero Jaumá se pasó y la chica se quejó al marido. Hubo una riña. Y el resto puede imaginárselo. En cuanto a Rhomberg, o está en el río o lo ha simulado todo para desaparecer.
—En ese río no se ahoga ni un bote de conservas.
—No crea. Este año ha llovido mucho y lleva agua. Bueno. Yo sólo tengo que advertirle. Todo está atado y bien atado. Usted haga una declaración sobre lo de Rhomberg, yo la leeré y si se corresponde con lo que me ha dicho de palabra podrá marcharse. Pero repito, y no hablo por mí mismo, sino que soy un transmisor de arriba.
Señaló con el dedo hacia el techo y todos los presentes alzaron la vista en su seguimiento. En manos de un joven policía que escribía a máquina con dos dedos y permanecía prisionero de una fórmula expositiva insuficiente para traducir lo que Carvalho declaraba, las hojas erradas se sucedieron y con ellas el aumento de nerviosismo y la agresividad del muchacho. Terminó Carvalho por dictar su declaración con puntos y comas incluidos, y una hora después, cruzado el ecuador de las doce, el comisario iniciaba una meticulosa lectura del papel seguida con tanto interés por Carvalho como por el policía mecanografiador.
—Bueno. Váyase. Pero recuerde lo que le he dicho.
—¿Está aquí el asesino de Jaumá?
—Acaban de interrogarle. ¿Le han bajado a celdas?
—Todavía no. Está comunicando con su suegra.
—¿Podría verle?
—Verle, pero no hablarle.
En un despacho departe el cazador lloroso con una mujer de edad madura. La presenta como su hermana. Una cincuentona aún guapa y fresca con veinte quilos de más excelentemente repartidos. En otro ángulo, Paco
el Cuatrero
sonriente y desdeñoso habla con su suegra. Un conjunto completo tejano y viejo. Cabello largo rizado. Facciones de guapo de cromo. Aguanta la mirada de Carvalho por el hábito del desafío. Está tranquilo. Seguro. Confiado.
—¿Por qué le llaman
el Cuatrero
?
—Ha declarado que lleva el apodo desde pequeño. Robaba gallinas en su pueblo, allí en Andalucía. Luego sus padres emigraron a Catalunya. Tiene un corto historial como delincuente habitual. Después se casó con la hija de la dueña de un bar y sentó la cabeza. Al menos no chorizaba, aunque la guardia civil estaba enterada de que puteaba a su mujer.
—Un macarrón de pueblo, vamos.
—De eso hay en todas partes.
Le deseó el joven inspector las buenas noches y Carvalho pasó ante la mirada vigilante del guardia de la puerta antes de recuperar el aire fresco y negro de la calle. Creía tener el hambre y la sed del que no ha comido ni bebido en varios días. Creía tener la barba crecida del que no se ha afeitado en una semana. Y todo por cuatro horas de retención. Fue a buscar el coche aparcado junto a su despacho en las Ramblas y a los cincuenta metros de libertad oyó voces y pasos de carrera a sus espaldas. Biscuter y Charo se le echaron encima histéricos.
—¿Ha ido todo bien, jefe? ¿Le han tratado bien?
—¡Pepe, Pepe mío! ¡Ay mi Pepe!
La boca de Charo le besaba pequeñamente toda la geografía de la cara.
—¡Seréis exagerados! ¡Pero si he estado dentro cuatro horas!
—Ahí se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale, jefe.
—Tiene razón Biscuter. Me llamó y he estado toda la noche con el ay.
—¿Y tus clientes?
—¡A tomar por culo mis clientes!
—¡Le tengo una cena preparada, jefe! ¡Paja chuparse los dedos!
Casi empujado por Biscuter y Charo, Pepe llegó al despacho con el corazón templado, aunque la historia de lo que había visto dejaba al paso como un reguero de preguntas y respuestas. La cena era una cazuela de sepias con patatas y guisantes regada con una botella de Montecillo. Comió también Charo, aunque exigió sólo sepia y nada de salsas, y sobre todo bebió a pesar de las críticas de Carvalho a las irracionalidades de su régimen dietético. Fumaron Biscuter y Carvalho dos especiales Montecristo.
—Ha llamado la viuda. No sé cuántas veces.
—¿Qué viuda? ¿La de Franco?
—La de Jaumá, jefe. Muchas, muchas veces. Que era urgente el que le viera hoy.
—Mañana será otro día.
—Y Núñez. También se ha hartado. Ha dicho que le esperaba a usted en el Sot si salía de la cárcel antes de las tres.
—No he estado en la cárcel, Biscuter.
—Para mí es lo mismo. Nunca he entrado en una comisaría sin pasarme después al menos seis meses de cárcel.
—Voy a echar una parrafada con Núñez y luego me largo a casa volando. Tengo ganas de sentirme cómodo.
—Esta noche no te dejo, Pepiño. Esta noche subo contigo.
—Haz lo que quieras.
Le besaba Charo sobre la ropa del hombro, abrazada a su cintura mientras bajaban la escalera. La hizo esperar en el coche aparcado a la misma puerta de El Sot. Núñez acudió a su encuentro y buscaron un rincón aparte. Carvalho le contó las últimas derrotas. Alguien había proporcionado a la policía hasta un asesino de Jaumá y el cuerpo de Rhomberg podía haber desaparecido para siempre.
—La clave es la viuda. Si ella se arruga, yo no tengo ninguna autoridad para seguir.
—Yo trataré de presionarla.
—Unos días. Una semana. Sólo necesito una semana. Al menos para saber si me he equivocado.
En un grupo estaba la muchacha acompañante del relator de la extraña aparición de la muerta de la carretera.
—¿Y tu novio?
—No tengo novio. Si acaso un compañero. No está.
—Qué lástima. Podía aprovechar la ocasión, pero tengo la noche ocupada.
—Este año aún quedan más de doscientas noches.
—¿Cenamos mañana?
—¡Uy! ¡Qué velocidad! No sé. No sé. Me lo pensaré.
—Llámame.
La chica le volvió la cara sonriente cuando Carvalho estaba a punto de salir. Núñez parecía un anfitrión siguiendo los pasos a la visita que se marcha.
—Hágase el sueco. No acuda a la llamada de Concha. Yo le diré que usted está fuera de Barcelona haciendo averiguaciones.
—No mentirá.
—¿Se va usted?
—De excursión. Quiero ver un río y una ciudad con fama de carca.
—Vich.
—Exactamente.
Charo se le volcó encima en un precalentamiento que duró lo que todo el viaje. Fue desnudado en el apagado vestíbulo de la torre y su sexo fue recogido primero por los labios, luego por una lengua breve que estimuló su crecimiento hasta encontrar los dientes que le hicieron sitio. Fue retrocediendo la mujer desnuda a cuatro patas con la suficiente lentitud como para no perder el mimado bocado y al llegar al tresillo hizo sentarse al hombre con la suavidad requerida para perpetuar el contacto. Luego cambió en dos movimientos la protección húmeda y caliente de su boca por la del sexo abierto como una ranura tierna. Se vació Carvalho con la conciencia escindida entre sus entrepiernas y el runrún de pensamientos que no acaban de concretarse.
—¿Te ha gustado?
Le preguntó al oído Charo, consciente de que había hecho un buen trabajo.
—Pse.
—¡Serás carota!
Para llegar a aquel punto del río Dieter debió de salir por la salida seis de la autopista, ir a buscar la carretera general en dirección a Barcelona y luego encapricharse por un dédalo de caminos de carro. O lo que aún era más absurdo: salir por la cinco e ir contradirección hacia Gerona. No cabía la explicación de haber buscado un lugar para tomar un bocadillo porque había comido en el Jacques Borel de la salida 7 en compañía de otro comensal.
—¿Se marcharon juntos?
—Eso no lo sé. Le digo a usted lo mismo que a la policía. Primero estaba sentado el alemán ése. Lo recuerdo muy bien porque me dije: pues si que empiezan a venir pronto este año. Luego se le sentó a la mesa un señor moreno, delgado, bajito, que pareció pedirle permiso.
—¿Estaban todas las mesas ocupadas?
—Había llegado una expedición de autocares de no sé qué peña de no sé qué pueblo y estaba bastante lleno, pero todo ocupado no. Por cierto, pagó la cuenta el otro señor.
—¿Intentó pagar el alemán?
—No me fijé. Me vino muy decidido el señor bajito y me pidió la cuenta, pagó y se volvió a la mesa. Cuando volví a mirar ya se habían ido.
—¿Juntos no llegaron?
—De eso estoy seguro. Ahora, de que se marcharan o no juntos, eso ya no, porque desde aquí, compruébelo usted mismo, no se ve la zona de parking o se ve justo el coche que aparca frente a la puerta.
—¿Le comentó algo la policía sobre el acompañante del alemán?
—Me preguntó mucho sobre él, mucho. De esos tíos delgados, bajitos, con mucho pelo en la cara, estaba afeitado pero se notaba que tenía mucha barba, tal vez porque tenía mucha cara. Bueno, quiero decir que tenía una de esas caras con mucho lienzo, ¿me sigue? No era catalán. Hablaba un castellano así, muy seco, muy castellano.
—¿Buena propina?
—No se mató, no. Diez duros.
—¿No es un cliente habitual? ¿No le recuerda de otras ocasiones?
—No. Y yo soy de los más antiguos. Aquí cambian mucho de camareros, pero yo llevo tres temporadas.
Luego siguió con el coche la ruta de Dieter hasta el río y le pareció absurda la desviación. Sólo hubiera sido explicable en el caso de un violinista decimonónico con ganas de sentir el murmullo del agua entre los álamos con las cuchillas blancas tintineantes por una suave brisa. Además no había agua para ahogar al gigante Dieter Rhomberg. Si se aceptaba la explicación de un accidente fingido para desaparecer impunemente, kilómetros arriba estaba el Ter, un rio mucho más serio, sin contar con los ríos a nivel europeo que Dieter había cruzado en su rápida carrera entre Bonn y el Tordera. Aunque los caminos que descendían hacia el río estaban enfangados y en algunos tramos parecían torrentes sometidos al capricho de arroyuelos formados por las lluvias recientes, Carvalho llegó sin grandes dificultades al borde mismo desde donde saltó el coche de Hans. Aún quedaban huellas del trabajo de las grúas para izarlo y los matorrales quebrados marcaban el pasillo de la caída. Recuperó Carvalho la carretera general para buscar en Hostalrich la carretera comarcal hacia Vich bordeando la cara norte del macizo del Montseny. Para un animal urbano, la transparencia del aire alto, la exuberancia de los bosques cada día más espesos desde que la inoperancia del carbón vegetal eliminó la pequeña industria de limpieza de arbustos, la presencia constante de las tres cumbres señeras del Montseny cambiando de forma y volumen con los altibajos de la perspectiva, la humedad del paisaje bien regado por torrenteras en una loca carrera hasta la extenuación o la entrega x los cursos mayores, le proporcionó una euforia robinsoniana y una placentera nostalgia inexplicable, porque jamás había vivido en el campo y su vinculación a la naturaleza libre se reducía a su jardín de Vallvidrera y a la contemplación fugaz del Valles desde las ventanas de su casa. Aquél en cambio era un campo en serio, con masías, bosques, tierras de cultivo y de pronto algún que otro islote residencial de veraneantes fieles al principio de que la montaña es más sana que el mar. Había quien se había construido un chalet suizo con casi verticales tejados de pizarra para eludir una nieve que en aquella zona nunca dejaba de ser un liviano efecto óptico, una película en seguida sucia y helada sobre la tierra. Tampoco faltaba el estilo ibizenco, y el chalet muestrario de todo lo que el ser humano puede emplear para construir: desde el ladrillo a la pizarra, pasando por la madera y la piedra artificial. La pequeña burguesía tiene mal gusto en todas partes, pero el siglo XX merece el honor de haber concebido un modelo de burgués absolutamente imbécil con el suficiente nivel de vida para vivir singularmente y con la formación cultural de estricto hombre masa. Borracho de curvas desembocó en la Plana de Vich, salpicada por los cerrillos de volcánicas tierras grises. Se metió en la villa donde las severidades de los viejos caserones formaban un núcleo central del que se desgajaban villorrios modernos, en su mayor parte conformados por casitas individuales de ladrillo o por viviendas de dos plantas encorsetadas por la rigidez de un precario presupuesto. Aparcó el coche en la plaza mayor y buscó los rincones donde crecían del techo salchichones,
fuets
, lomos embuchados tan perfectos que parecían cosa de cerámica firmada. Cargó con dos inmensos salchichones, cinco
fuets
, un lomo embuchado, y se abstuvo de comprar butifarras para seguir el rito de comprarlas en La Garriga. Compró una caja de
pa de pessic
para Charo y el tercer transeúnte interrogado supo decirle dónde estaba La Chunga, el chiringuito propiedad de la suegra del presunto, asesino de Jaumá.
—Pero está cerrado. ¿Ya sabe usted lo que ha pasado?
—Sí.
—Las dos mujeres al quedarse solas lo han cerrado.
—¿Ellas viven en Vich?
—No. Tienen la vivienda sobre el chiringuito. ¿A por quién va usted? ¿A por la hija o a por la madre?
—¿Usted qué me aconseja?
—La madre. Está como Dios. ¡Tiene un culo! Te ahorras el colchón.
Apenas si recordaba el contorno de la mujer que hablaba con Paco
el Cuatrero
. Va llenando el contorno de carnes imaginarias mientras sus ojos y el morro del coche otean el horizonte en busca del bar de carretera. Frente a un pabellón de exposición de muebles, al final de una larga recta, cuando el lomo de asfalto empieza a subir en dirección a Tona, La Chunga se presenta como un aplastado edificio encalado y cubierto de tejas. Un anuncio iluminado de Tío Pepe, las conchas policromas de la Coca-Cola y la Pepsi, cortina de tubitos de plástico sobre una puerta cerrada a cal y canto. Pero hay ruido de vida en la parte trasera y en el único piso que monta sobre el bar cerrado. Al dar la vuelta al frontal aparece una furgoneta con las puertas abiertas engullendo bártulos enfilados desde una puerta. Un hombre carga y la suegra de Paco
el Cuatrero
le va pidiendo cuidado mientras le entrega los bultos alineados. Tiene la mujer veinticinco años en cada teta rotunda y los cincuenta reunidos en un culo ejemplar. Y al volver el rostro hacia el intruso lo ajado de su belleza de facciones grandes conserva malicia de reclamo, especialmente concentrada en unos labios impertinentes.