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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (15 page)

BOOK: La plaza
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Un hombre grueso, que viste un traje ostentosamente claro, está sentado cerca de la mesa que siempre ocupo. Desdeño el temor de que sea un policía. Prefiero suponer que es uno de esos provincianos aficionados a la ropa vistosa y a los grandes anillos. Sin necesidad de que los pida, el mesero me sirve el café expresso y el tarro de leche agria con los que inicio, todos los días, el desayuno.

Me inquieta el silencio que encuentro en las páginas de la prensa. El papel abunda en información, importante o no, de lo que hace/hizo/hará el Señor Presidente de la República, de la de-escalada norteamericana en Indochina y de los estragos que el cólera causa entre los pakistanís, pero calla, y me atrevo a suponer que no por gusto, torpeza o complicidad, la que podría ser hoy la noticia de mayor importancia nacional. El Gobierno, las personas que son el Gobierno, ¿estarán esperando que nosotros los secuestradores nos pongamos en contacto con ellas…?

Pago la cuenta. He dejado el auto casi en la esquina, muy cerca de una caseta de teléfono. Al impulso de una súbita decisión, inserto la moneda y siete veces hago girar el disco. Estoy llamando a la casa del prisionero, ¿para qué, para decir qué? Mientras esa línea se despeja, me comunico a mi oficina. Son las 8 con 40 y, como no podía ser menos, como me hubiera asombrado que no fuera, la voz de Kurt, del madrugador, metódico, competente y ambicioso Kurt, responde:

—Sí, ingeniero… —con lo que demuestra que no necesito identificarme ni pronunciar una palabra para que él, conocedor de mi afición a la puntualidad sepa que soy yo, que sólo yo puedo ser el que habla a esa hora exacta todas las mañanas.

—¿Cómo va todo, Kurt?

—Bien, ingeniero.

—¿Cómo esperas que marchen las cosas hoy?

—Excelentemente, ingeniero…

Con su eficiencia, su agresividad para los negocias, su indudable conocimiento del terreno que pisa, este hombre que aún no llega a los treinta se ha ganado a pulso la parte de la herencia que le corresponde. Durante un tiempo consideré muy atractiva (la palabra conveniente, aplicada al caso, me repugna) la idea de que Kurt y Mina… pero Mina tenía ojos para todos menos para él.

—¿Podrás pasarte el día sin mí, Kurt?

—Sí, ingeniero.

—Bueno, estaré en contacto contigo. Si me sobra tiempo iré por allá. Adiós.

Me gusta Kurt por serio, eficiente, trabajador. Tal vez eso pensabas eso decía de mí, don Guillermo. Sólo que yo fui más afortunado que Kurt. De empleado, me convertí, por mi matrimonio con Hilde, en miembro de la familia; después, en socio de mi suegro; más tarde, a la muerte de éste, en dueño de una empresa de sostenida prosperidad que me rinde ilimitadas utilidades, pues trabaja para el gobierno en una especialidad que nadie le compite. Soy, así, propietario de lo que ha respetado la muerte: una casa gigantesca, una organización industrial perfecta y una inconmensurable soledad.

Nuevamente llamo a casa del Hombre y nuevamente el zumbido me informa que la línea está ocupada. Cinco minutos más tarde, insisto. Alguien sigue usando el aparato o, a propósito, han descolgado la bocina. ¿Por qué no asomarme a la calle donde el personaje tiene, protegida por murallas de piedra volcánica, su enorme residencia?

En la ciudad, en la parte de la ciudad por la que ahora viajo, no hay más agitación que la que se produce todas las mañanas, a eso de las nueve, cuando cientos de miles de personas, millones, aguardan los autobuses, el Metro, los tranvías, los taxis, los colectivos que los llevarán a encerrarse en los sitios donde trabajan. La que veo es una agitación normal, sin la que no se explicaría la ciudad, que ha llegado a ser tan grande, tan impersonal, tan fría, tan-señora-ciudad, tan indiferente a lo que dentro de ella ocurre, que puede no enterarse de que en su vientre, en su centro, está consumándose el sacrificio de docenas de hombres y mujeres y niños, ni oír sus gritos, ni el ruido de las armas; sin que le importe más de lo debido saber que en un mitin de estudiantes, el Ejército, los matones del guante blanco, han convocado a la sangre, la están mandando a pudrirse en las piedras, en los jardines, en el agua llovediza que se la llevará a ocultar a las atarjeas… Una ciudad, ésta por la que viajo a marcha lenta, que la noche de los ayes anteriores al silencio duradero, la de la sangre muerta de miedo un momento antes de quedar muerta de bala, ignoraba que en una de sus plazas todos los que la vivían estaban, sin saberlo aún, muriendo un poco; una ciudad para cuya historia he conservado, en cintas sonoras, este material:


al salir de Tlatelolco todo era de una normalidad horrible, insultante. No era posible que todo siguiera en calma. Sin embargo, la vida ha seguido como si nada…

…la plaza había quedado a oscuras. El edificio Chihuahua seguía humeando a esa hora todavía. Nadie se asomaba a las ventanas. Los departamentos, lo sabríamos después, albergaban a muchos estudiantes. El ejército seguía conduciendo prisioneros a los camiones. Entre los muertos había varios niños. Una mujer se puso entonces a limpiar los vidrios…

…estaba seguro de que la Revolución estallaría después de esa noche. Y nada pasó. Nada ha pasado. ¿Qué esperábamos?…

(—La perfecta Organización nos permite Predecir que los Juegos de la Décimo Novena Olimpiada serán los Más Brillantes de la Historia y que México podrá sentirse Orgulloso de si Mismo…)
.

Recuerdo, recordemos

hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Pero esa calma, esa tranquilidad que por costumbre disfruta la ciudad y cuyo origen verdadero quizá deba rastrearse en la indiferencia; esa luz todavía pura porque es temprano y aún no la envenenan el casi-millón de automóviles que son sus larvas, se ven un poco inquietas a medida que penetro más en la avenida junto a la cual estableció su casa el prisionero. Me sorprende, por ejemplo, ver un jeep militar con un transmisor operado por dos sargentos; me sorprende, asimismo, hallar unos cien metros adelante un auto patrulla azul de la Policía y otro de la Dirección de Tránsito, con sus tripulaciones recargadas en los guardafangos; me sorprende, ya por completo, que un individuo que viste una especie de uniforme y que no atiende razones, grite a los conductores de los autos que se han detenido junto al mío:

—No hay paso… Váyase por la izquierda… Vamos, moviéndose…

En ese momento, el hombre interrumpe su discusión con el chofer que insiste en hacer respetar la credencial que exhibe; cesa de agitar los brazos, de mover el casco blanco con que se cubre la cabeza, porque ha oído, como lo hemos oído todos, el estruendo que se aproxima

el aullar de una sirena,

el estruendo impaciente de una descubierta

de motociclistas

que van abriendo el silencio para que por la brecha pase el larguísimo auto negro, de cristales oscurecidos, al que reciben con toda su anchura las puertas de la casa. He visto, ya, lo que necesitaba ver. No hay razón para arriesgarme. Como todos, obedezco al guardia. Viro donde se me ordena; retorno.

Ahora sé que ellos
saben;
ahora sé que el silencio de la radio, la televisión y la prensa es un silencio calculado, no casual; producto de una orden y no de la ignorancia de un hecho (el secuestro) que por razones tácticas pudo haberse ocultado a los reporteros. Mas, ¿cuánto tiempo debo aguardar? ¿conviene forzar la situación? o agazapamos a la espera de ¿qué? mientras miles de investigadores estarán buscando pistas, atando cabos que podrían llevarlos a las conclusiones adecuadas, a mi captura o a la de alguno de los miembros del grupo.

Funciona, de pronto, el olor de los recuerdos, de lo que no debe ser olvidado. Mina en la locura de los gritos, en el tumulto de la Plaza… Es la amarga tarde

en que los guantes blancos

de los asesinos flotan

como flores de muerto en la cresta

de la violencia

del azoro

de la sangre…

Mina en el extravío del terror; Mina con la alegría que conoció cuando, en las manos de su abuelo, los Hänsel y Gretel originales eran, además de regalos de cumpleaños, las promesas de los grandes, fértiles perros que llegaron a ser; Mina, así de ausente, sin parpadear, instalada en otra dimensión, mirando por única y última vez a su madre muerta.

…en el momento en que estábamos al pie de la escalera pasó una chica muy joven cubierta con un gran impermeable oscuro, temblando de miedo. Esta muchachita no gritaba, no hablaba, emitía unos sonidos muy raros, como si gruñera. Siguió caminando y también a ella le dispararon…


Estoy muriéndome, ¿verdad mamá?

…y el miedo, lo descubres de pronto, se manifiesta de un modo peculiar. Sabe a cobre, sabe a pólvora, sabe a… y una gran pereza te afloja los músculos, y como que no recuerdas nada o todo lo recuerdas. No sabría explicarlo.


¿Quién cobrará esta deuda de sangre?


¿Quién vengará a nuestros muertos?

…no sabría explicarlo, como tampoco por qué, en esos momentos, no piensas en tu vida, en tu propia vida, sino en lo que le pasaría a las de tus amigos; a las vidas de esos muchachos a los que acabas de dejar allí, donde las balas revientan…


Siguió caminando y también a ella le dispararon…


estoy seguro de que tenía sangre; me toqué, me miré esa sangre. Era roja, brillante, fresca. La mancha es, ahora, de otro color. Tal vez caté, quizá negra. Me pregunto si no habré inventado todo esto…


Las autopsias demostraron que la gran mayoría de las víctimas murieron por heridas de bala. Otras, por disparos de armas de fuego hechos a muy corta distancia. Tres casos llamaron la atención de los médicos. Un niño de aproximadamente trece años que murió a consecuencia de una herida de bayoneta en el cráneo. Una anciana que sucumbió tras de recibir un bayonetazo en la espalda… y una jovencita que presentaba una herida de bayoneta en el costado izquierdo. La lesión le nacía en la axila y terminaba en la cadera…

(Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria
/
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
/
y si la llamo mía traiciono a todos)
.


La bayoneta, arma para el invasor, ¿quién la ordenó contra nuestros hijos?


otra sangre estaba más acá, disimulada en la piedra roja del tezontle. Venía en columna desde la arista del piso de la cuadrada plaza, y de ancha la sangre se adelgazaba hasta pegar en la tierra y quedarse quietecita entrando a las raíces de las yerbas del pasto…

(El llanto se extiende, las lagrimas gotean allá en Tlatelolco
/
¿A dónde vamos?, ¡oh amigos! Luego, ¿fue verdad?)
.

… gran sangre de los pulmones, de los estómagos, de las espaldas, de las piernas, de los rostros, de las cabezas de todos y cada uno de los cuerpos que yacieron bajo la lluvia en la oscuridad de aquella noche…


Parecía que me estaba mirando, que estaba vivo. Pero en sus ojos vi solamente el estupor que le causó conocer a la muerte…

…todo el costado del terraplén estaba manchado de sangre, el costado que pasa junto a la pirámide redonda, el que pega en la barda precortesiana, el que mira y se moja en el estanque de los quintos y los pesos, que contempla la iglesia, que se geometriza en escalones y que da vuelta para seguir conformando la meseta. Pero no era la sangre alegre y brillante que acaba de salir de la carne y casi da gusto y uno dice ¡qué bella es!; no, era la sangre a secas, seca, negra, oxidada, rechupada por la piedra, vorazmente tragada, tragacanto de canto rodado, hacia adentro, deglutida en la panza de la Plaza de las Tres Culturas.

No la acepto así, rota, exprimida de su cuerpo toda su sangre; sangre desperdiciada sobre la piedra, lavada a manguerazos; sangre perdida, mezclada, canjeada entre, con, por otras sangres. No la quiero recordar de ese modo, no triste y bella al conocer la muerte; mas no puedo fijar en la memoria una imagen de Mina en particular, la que mejor la represente; sólo puedo imaginarla en el secreto de su cuarto negro y tampoco deseo recuperarla como la invento; no, al menos, en este momento.

Detengo el Mercedes junto a otra caseta de teléfono. Voy a comunicarme a la redacción de uno de los periódicos del mediodía. Una voz poco amable recoge mis palabras. Quiero hablar con el director. Se me pregunta:

—¿De parte de quién?

—De los que hicieron el secuestro.

—¿Tienen ustedes al Hombre?

—Sí.

—Bueno, dígame…

—Quiero hablar con el director…

—Un momento.

Por un tiempo se escuchan solamente voces, picoteo de máquinas de escribir, pasos; luego, el chak cuando mi voz es canalizada hacia el oído de la persona que, sin que me conste que lo sea, aceptará ser el director.

—Tenemos al Hombre, y de ello quiero hablar.

—¿Quiénes son ustedes?

—Eso no importa, por ahora. Deseamos…

—¿Sí?

—… que se dé a conocer la noticia que ustedes no han publicado. ¿Por qué?

—No es asunto que le importe. Sigamos con lo del secuestro, pero le advierto que si se trata de una broma…

—¿Cómo podría serlo, si nadie sabe, si nadie ha dicho una palabra al respecto? Usted tiene información de que esa persona fue secuestrada; nosotros la tenemos igualmente, porque la secuestramos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Entonces, señor…

—Espere usted, quien sea. Una cosa, antes… ¿Puede probar de modo que no haya dudas, que el Hombre está en manos de ustedes?

—Sí.

—¿Puede aportar en este momento algún detalle que me permita empezar a creer que no se trata de una tomadura de pelo?

—Naturalmente… —y detallo, para su información, la que ya ha de poseer en forma confidencial: hora y sitio en que se consumó el rapto; ausencia de la llave del Masserati; texto del mensaje y sus características físicas.

—Está bien. Ahora diga lo que guste…

—Queremos que sea su periódico del mediodía el que, a cambio de la noticia y los detalles, publique un comunicado en el que explicamos la razón del secuestro.

Me ataja:

—Antes de hacer cualquier clase de compromiso con ustedes, es indispensable que nos prueben que el Hombre está vivo…

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