…terminado el mitin los trescientos mil que éramos cantamos el Himno Nacional, dispersamos sus palabras por la ciudad oscurecida, deliberadamente oscurecida, que nos rodeaba… íbamos sin zozobras. Si los había, los policías estaban en la sombra. Ninguno se mostraba. Ninguno atajaba nuestro retorno por esas calles, esas avenidas, esas plazas, jardines, alamedas pobladas de noche y de gritos, de la jubilosa algarabía de los que retornábamos, cansados y vencedores, a nuestras escuelas a la taza de café que nos haría más llevadera la guardia de madrugada. Nuestros camiones, los que habíamos secuestrado, los que pertenecían a los planteles de la Universidad, de las vocacionales, del Politécnico, aceleraban nuestra retirada…
Salta, de arriba-abajo, la luz en el semáforo. Fulgura, felino, el ojo-verde-siga. Viro a la derecha. Hormigas rojas, los farolillos posteriores de miles de vehículos que se precipitan hacia el sur por la vía rápida de superficie que se anuda con la carretera que lleva al Pacífico. Siempre he deseado y nunca he tenido tiempo (o verdadero interés en hacerlo) tomar una fotografía a colores de esta escena y aprehender la sugestión de movimiento que agita a los hombres y a sus máquinas cuando, cumplida ya la sentencia de trabajo, salen de
infinitas oficinas públicas
sofocados talleres
turbios cuchitriles
sórdidas notarías
pobres
modestos
suntuosos despachos
opacos comercios
tiendas deslumbrantes
bulliciosos baratillos
a recuperar la libertad, y se despeñan por este viaducto «que no varía nunca de rumbo» hacia su ocio, su tedio, su diversión —o, como en mi caso, hacia el lugar de su venganza.
Apenas cruzo la avenida y dirijo la camioneta hacia el bosque de fresnos donde habito (adecuado marco a la alta casa bávara de cinco pisos, techos de dos aguas, muros amarillos interrumpidos por nervaduras ocres y ventanas siempre clausuradas, que don Guillermo construyó para no olvidar definitivamente sus recuerdos) rompen a ladrar los dos perros que la cuidan; ese Hänsel y esa Gretel de linaje Doberman que el jardinero Félix dejó sueltos al irse a las seis, y que ahora, por medios que ya no trato de explicarme, avisan que están seguros de que he vuelto; yo, el sombrío amo que ya casi nunca retoza con ellos, remotos descendientes de los originales Hänsel y Gretel que fueron los entrañables juguetes vivos de la niñez de Mina; y por el hueco que se forma entre la base de la puerta y el piso muestran sus hocicos húmedos, sus lenguas como rebanadas de jamón, y escucho las expresiones de ese afecto que me echan encima cuando me ven; y no me preocupa sujetarlos, volverlos al collar y a la cadena, porque se les ha enseñado que el umbral marca el límite último de su libertad. Permanecen, sus ojos de vidrio púrpura frente a la luz de los faros, agitando los activos muñones de sus colas; se apartan cuando la Volkswagen entra y, curiosos, la olisquean mientras procedo a cerrar. Después trotan a mi lado así que guardo el vehículo en esta especie de garage que acondicioné hace seis meses para recibir al huésped.
No sé cuánto tiempo permanezco con las manos apoyadas en el aro de la dirección, sin pensar en nada, como si estuviese sufriendo las consecuencias de un esfuerzo excesivo o de un gran miedo. Las luces de los faros comienzan a desfallecer por el desgaste inútil. Cuando las apago, la oscuridad se ennegrece aún más dentro de mis ojos.
Las piernas están temblándome tanto que no podrían sostenerme si pretendiera utilizarlas. Me tiemblan del mismo modo que me temblaban la noche aquella en que traje de la calle a una prostituta jovencita, que de lejos, con su pelo rubio y sus apretadas nalgas, se parecía a Mina. Así como entonces, en este minuto los músculos de las pantorrillas padecen el dolor del calambre que los castiga. Me procuro un poco de alivio amasándolos con los dedos. Esta propensión a los calambres frustró mis otras habilidades de alpinista que don Guillermo alababa y buscaba siempre, con su experiencia, perfeccionar.
Sigo sintiéndome inseguro de la firmeza de mis pasos cuando desciendo de la camioneta y aplico la llave a la cerradura de la puerta que comunica esta cochera (que ha clausurado ya la cortina de hierro) con el recinto dentro del cual, ignoro durante cuánto tiempo, asilaré al individuo. La jaula está abierta, ha estado así, esperando como una boca desde la tarde en que instalé el último perno de la última bisagra, una jaula de sólidas barras de hierro empotradas en una base de cemento, capaz de resistir la ira de un gorila. Plantada en el centro de la celda, la jaula carece de muebles; la ocupa, nada más un bote de lámina: imitación de un retrete. Cubre el piso de la cárcel circular una arena que, si fuera necesario, haría las veces de papel secante.
Abro, después, la camioneta, y lo veo, vencido, patético, con su capuchón negro; brazos, piernas, tobillos dominados por la cuerda; las manos, cubiertas de esparadrapo, en cruz a la espalda. Extrañamente ahora no siento odio y casi no recuerdo por qué lo tengo aquí, bulto expuesto a una decisión de venganza que podría cumplir yo solo, sin testigos, pero que conviene compartir con los otros seis que tanto tienen que reprocharle al hombre que
de pronto,
moviéndose, gruñendo, forcejeando como si quisiera romper las ligaduras, me demuestra que se ha diado cuenta de que ya, en alguna parte, alguien, los que lo atraparon tan fácilmente hace una hora a la salida del club de golf, están mirándolo, tal vez disponiéndose como en efecto ocurre, a bajarlo del vehículo y a rastras conducirlo al interior de la celda y depositarlo en el centro de la jaula, cuya puerta aseguro con llave.
Sólo entonces enciendo la luz; una de las luces de que he dotado, para que lo alumbren acertadamente, a este recinto de muros negros sin ventanas, de techo altísimo, que resulta inexpugnable si sus puertas (por la que acabo de entrar/por la que se pasa a la dependencia adjunta) están cerradas. Gota de metal sin brillos, sobre la jaula cuelga el micrófono que llevará a la grabadora todo sonido que aquí se produzca. La grabadora, de mecanismo automático, está recibiendo ya, por ejemplo, los ecos de mis pasos, el siseo que ha producido sobre el concreto, primero, sobre la arena, después, el cuerpo del hombre al que arrastro, el roce de los hierros; la autoridad de mi voz:
—Acérquese para soltarlo…
Estará llevando a la cinta lo que el rehén gruñe, bufa dentro de la capucha; el choque de sus pies, que han hecho contacto con los barrotes.
—Voltéese… Más… Para ese lado no; al contrario… —Ha quedado de frente a mí. Mueve la capucha como si quisiera hallar en la tela un resquicio por donde mirar:— Ahora, sentado así como está, gire sobre usted mismo… Más, más todavía. Está bien. Manténgase quieto…
La grabadora habrá registrado los chacs de los tijeretazos con los que he cortado las cuerdas (que apilo fuera de la jaula) y la tela adhesiva que improvisaba un guante blanco cubriendo sus manos; esas manos pálidas, y al parecer muy frágiles, que se fricciona ahora vigorosamente, cuyos dedos extiende y recoge. En la cinta estará quedando mi orden:
—Quítese el capuchón…
Busca los nudos y trata de descifrarlos. Todavía metida la cabeza en la noche del capirote, apago la luz (cosa que él no habrá advertido) y salgo. En el cuarto de radio, mientras prosigue el girar lentísimo de los carretes en la Telefunken, escucho, reproduciéndose con la asombrosa fidelidad de que es capaz un equipo como el mío, sus resoplidos al vencer un nudo; sus jadeos al luchar contra el que se le resiste y por último el grito con el que anuncia al fin que se ha librado del cono de tela negra; la pregunta-injuria:
—¿Qué quieren conmigo, hijos de la chingada? —y el añadido de la amenaza—: Si no me sueltan, esto va a costarles caro, muy caro, ¿me oyen? Muy caro… Oigan, hablen… Hablen… ¿Qué carajos quieren de mí? ¿Dónde están? ¿Quiénes son?… Enciendan la luz. Hableeen…
Y súbitamente, cuando pasa el silencio y nadie le responde, sorprendiéndome y casi conmoviéndose porque no lo creí capaz, ¡a él! de tal debilidad, el prisionero produce algo que no es un grito, que más parece un ronquido, un estertor, una expresión de asfixia, y me toma un tiempo asociar ese estertor, ese ronquido, esa especie de ahogamiento al que producen el llanto, la cólera; la cólera y el llanto, la impotencia y el saber que está uno derrotado, y que la derrota es irreversible; y que sólo quedas después de ella, si no la muerte, el juramento de no olvidar, la promesa, comprometida con uno mismo, de empezar de nuevo; y ésta no es la noche de hoy, sino la noche de un día cualquiera
de junio de 1945
y las estaciones de radio ansiosamente consultadas coinciden en reproducir, cada cinco minutos, la noticia que nos deprime:
—Alemania ha capitulado. Hitler se ha suicidado. Ha terminado así, entre las ruinas de la Cancillería, el delirio de un loco…
Hildegard y yo nos miramos, y nadie como nosotros dos, que somos su hija y su yerno, comprende el dolor, la abrumadora tristeza que las voces alegres de la radio de todo el mundo van dejando en el corazón, en el gran corazón de don Guillermo;
de ese don Guillermo, magro, algo calvo, de tiernos ojos azules, que combatió en la primera Guerra Mundial, que lamentó ser demasiado viejo para actuar en la segunda; que adhirió al Partido Nacional Socialista de Ultramar; que conoció el benigno cautiverio que para los ciudadanos alemanes dispuso en los primeros años del conflicto el gobierno mexicano; que ayudó con dinero enviado a Suiza y de allí reexpedido a la Vieja Deutschland a hacer realidad El Milenio Prodigioso, y que sin embargo, no encontraba incompatible su admiración hacia el Führer y la compañía, en el club de alpinistas, o en el fotográfico, de sus excelentes amigos judíos;
y vemos, Hitdegard y yo, cómo don Guillermo, con la vista perdida en la tristeza, sale de la estancia del segundo piso, y oírnos sus pasos, de ya cincuenta y ocho años, remontar la escalera que lleva al tercero donde él ha encerrado los dos lustros que dura su viudez, y quedarnos tensos temiendo, como habríamos de decírnoslo, oír el estampido del disparo previsible, el eco del suicidio; y cuando subo y me asomo al interior de lo que es lugar de recuerdos, cuarto de mapas, rincón de sueños, lo encuentro frente al retrato de Hitler que mandó pintar al óleo (un Hitler feroz, con el negro ropaje de los SS y una profunda determinación de poder en las pupilas) saludándolo con el brazo extendido, sus líquidos ojos en los duros ojos del Caudillo que ha de ser ya, entre piedras demolidas por las bombas, un rastro de grasas una poca de materia prima para la paila;
y a Hilde, que ha subido tras de mí, que apoya su mejilla en mi hombro, que está como su padre llorando (no sé si por la derrota, o de alegría porque el viejo no ha llevado su tristeza o su vergüenza al extremo de suprimirse la vida) le digo que es mejor irnos, no interrumpir esos instantes a los que sólo él tiene derecho, porque nacer, recordar o morir son actos para disfrutarse o padecerse en la soledad;
y algo más tarde, la casa entera, esos cinco pisos que crecen en lo más espeso del bosquecito de fresnos cercado hoy por viaductos y periféricos, edificios de oficinas, grandes almacenes y centros de Salud, se estremece hasta el amanecer con ininterrumpidas andanadas de Wagner;
y quizá no sea la mía, la nuestra, la de don Guillermo, la única casa en el barrio en la que hay Wagner y/o lágrimas esta noche; tal vez, en otras casas de aspecto semejante, otros hombres, otras mujeres, otros niños congregados frente a retratos de Hitler, frente a banderas y suásticas de la Vieja-Alemania-Siempre-Derrotada-Jamás-Vencida, están prometiéndose que La Próxima Vez todo será diferente.
No me burlo de sus lágrimas. Yo también he llorado, así, de ira, y respeto la que debe estar padeciendo en la penumbra de su encierro. Mi propio dolor no tuvo testigos; por eso me resultó tan penoso. El suyo, si es que a tal acuerdo llega el grupo, será visto por siete personas. Ahora, y por eso gimotea, ha de estar sufriendo la resaca del choque nervioso, de la sorpresa de saberse en manos enemigas, en poder de extraños a los que no podrá ver; a los que, algo repuesto, increpa ya sin altanería aunque tampoco, sería injusto afirmarlo, con sumisión:
—Ustedes, quienes sean, ¿qué buscan trayéndome aquí? ¿Dinero? Es lo que quieren, ¿verdad? Eh… ¿Me oyen?
Lo oigo, sí, y sus palabras, el tono que hace patéticas sus palabras, siguen inscribiéndose en la banda color marrón que pasa entre las cabezas de la Telefunken. No tengo interés en dialogar con él; tampoco en darle explicaciones. Me ocupo de vigilar que la otra grabadora (la que reproducirá las cintas a las que he dedicado la paciencia de centenares de horas para que sean capaces de impedir el desgaste del olvido) se encuentre apta para trabajar; y cuando estoy seguro de que sí, oprimo la tecla, y dentro del cuarto que aprisiona la jaula que aprisiona al hombre que es nuestro prisionero, cae, en chorro, el relato que estará obligado a oír, del que no podrá defenderse mientras esté aquí; que deberá recordar siempre si es que la voluntad de Los Días de la Semana resulta ser la de ponerlo libre… Yo escucho también. Mi labor de meses, lo admito con satisfacción, ha producido un montaje de extraordinario mérito técnico, en el que se combinan, para que sean irreprochables, la unidad del estilo y la coherencia del discurso, elementos diversos, textos sacados, saqueados de aquí y de allá; combinaciones sonoras que subrayan, con su color, sus contrastes o sus deliberadas estridencias, la crónica que he compuesto, recompuesto; esta que mi voz, no del todo mala, va recitando:
…a las cero horas del 30 de julio, soldados de línea, pertenecientes a la Primera Zona Militar, con el apoyo de un convoy de tanques ligeros y jeeps equipados con bazookas y cañones de 101 milímetros ocuparon los edificios de las escuelas preparatorias 1, 2 y 5 de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Vocacional 5 del Instituto Politécnico. La marcha de la tropa a bayoneta calada encuentra una leve oposición de los estudiantes que se ven forzados a parapetarse en los planteles, lo que obliga al Ejército a desbaratar de un tiro de bazooka la venerable puerta de la Preparatoria 1. Al principio los muchachos se resistieron. Se les dio un plazo de cinco minutos para que desalojaran el lugar y si no, las tropas intervendrían. Los muchachos se pusieron en pie y cantaron el Himno Nacional. Finalmente, uno a uno salieron sin oponer resistencia. 125 de ellos quedaron a disposición de las fuerzas militares, a cuyo control quedó la ciudad. A las 2:30 de la madrugada se convoca a una conferencia de prensa en la que importantes funcionarios puntualizan: