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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (2 page)

BOOK: La plaza
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y las niñas corrían y

miré

a los doce muchachitos como de doce años apuntados por rifles de doce soldados. Los niños estaban sentados en las bancas de cantera y no hablaban y parecía que los soldados los iban a retratar.

Naturalmente, lo sabemos ya: nadie, en México, es igual a como era antes de ese 26 de julio, en que se instituyó, una vez más, el orden a bofetadas; en que las calles del centro de la ciudad, esa gran ciudad de casi ocho millones, vieron correr a los violentos hombres de uniforme, perseguidores tan implacables como feroces, de la turba juvenil; y
aquella primera represión desató otras, completamente insensatas, que partieron en dos la opinión nacional:

acá, los hombres del poder

y la gran propiedad;

allá los estudiantes,

los profesores,

los intelectuales

y buena parte del pueblo.

Casi al mismo tiempo que el cigarro de jueves se agotan los diez minutos de mi guardia. Esperar cansa; esperar, como hemos esperado nosotros, ablanda.
Pero hay que recordar.
No podemos, no debemos concedernos la debilidad de olvidar. Se debe vivir sin perdonar; al menos, nosotros: los días de la semana (que son el grupo) y yo, Domingo, que soy el jefe; que también tengo una sangre que cobrar.

Anoche, en el cine, con la cabeza del Hombre a menos de medio metro de mis puños, Miércoles, que suele ser indeciso, me dejó en el oído una temeraria sugestión:

—¿Por qué no matarlo ahora, aquí?

—El plan es otro, ya lo sabe.

—Nunca lo encontraremos solo.

—Algún día, sí.

—¿Cuándo, cuándo?

—Mañana tal vez.

—O nunca.

—Paciencia.

—Deme el arma, Domingo, y váyase.

—Sería asesinato, Miércoles. Recuerde que usted y yo deseamos justicia.

Estaba, como siempre, acompañado: dos de sus nietecitas, el chofer-guardaespaldas y el sujeto gordo, de anteojos sin arillos y corbatas estrafalarias, que ha de ser su alcahuete o su bufón, o ambas cosas; la película, de Disney, era tan nauseabunda como el olor a la torta de sardina que alguien, cerca, estaba comiendo.

I love Love /

Como si fuera el de una amante, acaricio su nombre, ese nombre gui-ller-mina, mi-na, mina, que es una nenita de ojos azules, un minueto de Mozart y una breve falda almidonada; la foto, perfecta y relamida, obra de su abuelo el viejo don Guillermo, inaugura el álbum inconcluso; ese nombre, abreviado a su mínima-máxima expresión de Mina, que designa a la mujer a la que de pronto, avergonzado y casi furtivamente, veo danzar semidesnuda entre otras muchachas y muchachos que han ido a mi casa; entre muchachos y muchachas a las que debo parecerles, por el gesto, la manera de vestir, la turbación, un señor «raro», alguien para el que ya no hay lugar en este tiempo; que sobra y merece que lo arrumben en el desván del quinto piso, allí donde está lo que se guarda para ser olvidado. Mina. Mina. Mina, y recordar la alcoba me inquieta del mismo modo, violento e incontenible, que me inquietó descubrirla, y me deprime evocarla, convocarla, revuelto el suyo entre los cuerpos tristes de los otros muertos

¿Quién puso

en los botes de basura

del centro de la ciudad


esa tarde del 26 de julio

del 68— las piedras

providenciales, certeras,

con que se agredió

a los granaderos?

Los más alarmantes síntomas de apatía los he notado en Lunes. Lunes ha fallado dos veces a nuestras citas, aduciendo compromisos que sé falsos. El rencor de Lunes, que debiera ser grande, ha ido desgastándose; lo que le mataron aquella noche ocupa un lugar pequeñito en su memoria, en la zona sensible del odio. Un cansancio similar, cierta acusada propensión al perdón, he advertido también en Sábado. ¡Ha pasado desde entonces tanto tiempo…! No debe ser ajeno al deterioro de su ira ese joven, moderno Padre Onésimo que es ahora su consejero. Claro que recordar duele, lastima, enfurece; igual enfurece, lastima, duele leer, como he leído hoy, en no sé dónde, aludiendo con algo de amargura, con cinismo también, a la cólera que vamos olvidando:

¿qué estamos haciendo ahora?

vamos al cine cada que podemos,

escribimos textos horrorosos,

hacemos el amor cínicamente.
. .

Los posters como gritos de colores en la pared negra. El Che Guevara, su mirada mesiánica bajo la estrella de cinco puntas en la frente. Elvis Presley. La pareja montada en el amor, y el falo que gotea margaritas (y la vulva que las absorbe) para que florezca la palabra
fuck;
y lo que puede ser el cráter Fra Mauro o el gran close-up de un hermoso ano intacto; y la lengua monumental sobre la que está sentada, con la más lubrica de sus plácidas sonrisas, no sé qué ninfa tetona de este tiempo en que Acuario da nombre a la Era, e impone la felicidad del desnudo como traje formal cuando los jóvenes se reúnen a fumar y a cantar lo que aprenden de memoria, a veces sin comprender el sentido oculto de las palabras, en los discos de Bob Dylan; en las baladas de Joan Baez: en ese lírico Pete Seeger que tanto les gusta;

y Mina, con el breve calzoncito que revela más que oculta el vello denso de su vientre, baila
moderno
con la vitalidad de sus dieciocho años, con la sensualidad aprendida en este cuarto negro, sofocado de humo, compartido con otros muchachos (seguramente barbudos como Jueves) a los que no vi nunca, cuya existencia ignoré siempre, igual que tantas otras cosas que le concernían a mi hija, hasta que supe que estaba muerta, que me la habían matado, y recordé que

nadie debe decir nada

nadie debe hablar sin estar protegido,

porque todos somos rojos, subversivos, antipatriotas, contrarrevolucionarios, alborotadores, comunistas, trotzcos, maoístas, agentes de la CIA, del FBI, del Opus Dei, hijos-de-puta para abreviar y ahorrarnos la molestia de traducir las siglas (esperanto de esta época de mudos elocuentes) y la cólera de oír palabras-amenaza; palabras-disculpa; palabras-coartada:


Los granaderos arremetieron enérgicamente contra los agitadores porque la situación era ya insoportable.

Escucho una voz: la cólera de los jóvenes está justificada. Nos rehusamos a admitir que, así como nosotros creamos nuestro mundo, ellos tienen derecho a intentar el suyo.

(—Papá, ¿por qué tus palabras no son iguales a las mías?).

Molesta, lo reconozco, sentirnos en falta frente a ellos; no haber hecho ese El-Mejor-de-los-Mundos-Posibles que quisimos inventar y sí, en cambio, este en el que los hemos condenado a vivir.

(—Papá, ¿por qué no aprendes a ser contemporáneo?).

Somos los adultos los culpables de la rebeldía que norma, hoy, la conducta de los jóvenes; ¿saben por qué? Porque no les hemos ofrecido la seguridad de un presente sólido, ni la esperanza de un futuro amable.

(—Papá, consíguete una amante; a nombre de mamá te doy permiso).

Otro temor: perder la cara; sentir mutilado nuestro orgullo; disminuido el respeto que ya nuestro hijos nos regatean porque no lo merecemos. En cada mirada de un joven hay un reproche; ¿ésta es la forma de vida que ustedes, con su
experiencia,
nos ofrecen?

(—Papá, ¿sabes que le gustas a Lita? Tiene dieciséis años y ya, eh, love, love, love…? Dice Lita que eres bello y los chavos juran que Lita es,
on the bed,
un fenómeno… Así que, lanzándote, lanzándote… La juventud está acelerada).

Escudo heráldico: el afiche está dividido en cuatro cuarteles. Uno, ángulo superior izquierdo: exhibe a una mujer negra, de Selma-USA, en el instante de aceptar en la cabeza la culata del arma de un Guardia Nacional; dos: ángulo superior derecho: enseña la-agonía-en-los-huesos-de-un-ventrudo-niño-de-Biafra; tres: ángulo inferior izquierdo, presenta a cinco rubios, saludables, bonachones muchachotes del Ejército Norteamericano ofreciendo al registro de la cámara las cabezas de los seis vietnamitas que acaban de decapitar; la cuarta y última foto, ángulo inferior derecho, revela a una pareja: un bello muchacho gozando a/de una bella muchacha, y abajo, inquietantes las preguntas:

¿qué es lo inmoral?

¿cuál de estas imágenes será

unánimemente rechazada

por nuestra prensa?

y en la pared negra, donde germinaba el poster con la mata de mariguana, resplandecía con sus colores fluorescentes el lema, consigna, proclama, experiencia:

fucking is beautiful

fuck por peace

Just fuck, fuck, fuck

y el falo monumental expelía semen de margaritas y los labios sonrosados recibían, cada letra un pétalo, la palabra F-u-c-k, y Mina, Wilhelmina, Mina, mi hija, la desconocida, la que fundé en su madre sobre la alfombra una noche de Nueva York, es un cadáver, carne muerta alrededor de un agujero sanguinolento; muslos abiertos a la lujuria, sana y potente, inagotable y rígida, de un muchacho como Jueves que me dice ahora, excitado él también

—Mire, ahí está

y me cede los gemelos que el suegro don Guillermo compró hace muchísimos años y que son extensión de mis ojos esta tarde en que el Hombre, nuestro Hombre, aparece solo (atildado, y solo; juvenil, y solo; relamido, y solo) en la puerta del club de golf, y no sé por qué una frase, un slogan, relampaguea en mi memoria:

NO QUEREMOS OLIMPIADA. QUEREMOS REVOLUCIÓN

y el Hombre, nuestro Hombre, al que estoy mirando cerquísima gracias al poder del artefacto óptico, sonríe tranquilo, como si no recordara o no le importara cuántos lo odian; cuántos todavía, a pesar del tiempo transcurrido, agradecerían su muerte.

—¿Está solo, Domingo; lo está?

—Aparentemente, sí.

Parece estarlo, en efecto. No veo que revoloteen cerca de él sus inevitables ayudantes o los que fueron sus cómplices en el gobierno. Lleva en la mano un maletín de dibujo escocés; lentes negros le protegen los ojos de los resplandores del sol. Espera que el acomodador, el individuo con el uniforme azul que echó a correr apenas lo vio en el vestíbulo, le lleve el automóvil. Lo busco con los binoculares. El Masserati maniobra en reversa,

—¿Está solo?

Comprendo, porque la comparto, la ansiedad de Jueves. Hasta el momento parece estar solo, pero aún no puedo afirmar con absoluta certeza que lo esté. En el asiento posterior del convertible abandona el maletín y se instala ante la rueda de la dirección. Alza una mano, despidiéndose del empleado. Despacio, hace rodar el auto hacia la salida.

—¿Quién lo acompaña, Domingo?

—En el coche, nadie; pero…

Ahora mi atención se dirige no hacia el automóvil, sino hacia cualquier otro vehículo que pudiera escoltarlo a la salida, transportando a quienes, invariablemente, lo acompañan, lo cuidan; pero, excepto el Masserati rojo, ningún automóvil se mueve, se desplaza en el estacionamiento ni en la calzadita arbolada que lleva al exterior.

—¿Esta solo, verdad?

—Sí, hoy sí está solo…

Siete meses, casi ocho, esperando el momento que al final ha llegado; siete, casi ocho meses de pisar sus pasos, de copiar la rutina de su vida; de perfeccionar el rencor que me animó a intentar el secuestro de este hombre, aún peligroso, que nunca antes de hoy se había mostrado sin guardias, prácticamente indefenso; a merced, ahora, de Jueves y de mí. No hace mucho, la semana pasada, Martes comentaba que sabiéndose corno se sabe detestado por tantos, el Hombre no se atrevería jamás a prescindir de sus defensas. Con esto, Martes quería insinuar que consideraba trabajo inútil, tiempo perdido, insistir en el plan y proponía, si de lo que se trataba era de vengarnos, la acción directa: el empleo de la pistola, del rifle, del cuchillo, la espectacularidad de la bomba, o de lo que fuera capaz de matar al deudor de tantas vidas. Un poco porque no deseaba yo también contagiarme de pesimismo; un mucho porque no quiero concederme razones para perdonar, rebatí a Martes diciéndole que tarde o temprano cometería el error de sentirse, de creerse seguro y nos proporcionaría los treinta segundos que suponemos necesitar para capturarlo. Conocedor de hombres, porque ha sido jefe, manejador de ellos, el nuestro no ignora que aun ejercer el odio fatiga; que el odio, con el tiempo, se convierte en tedio y que el tedio evoluciona, por efecto de la pereza, hacia el olvido, esto es: hacia el perdón. No llore. Sea machito. Aguántese. Tráguese las lágrimas, sienta lo que está pasando, y recuérdelo para cobrárselo al que tenga que pagarlo.

El momento del error (ese error que tampoco yo creía posible) parece ser éste. El Masserati, rojo y soberbio, ha pasado junto a los otros automóviles que por lujosos que sean se ven humildes comparados con él.

—Prepárate…

Le doy a jueves la llave que abre la portezuela posterior de la camioneta y con los prismáticos temblorosos en mis manos que sudan, continúo la vigilancia del individuo al que acosamos. ¿Por qué, si jamás modifica sus costumbres, las ha alterado dos veces este día? ¿Acaso sabe, presiente, o de algún modo adivina, que cerca de la cumbre, de este pequeño promontorio desde el que dominarnos el club de golf y el paisaje que prosigue hasta la base de la cordillera, hay dos hombres (uno de ellos tan joven que podría ser hijo del otro) aguardándolo para conducirlo al sitio donde habrá de ser juzgado; al tribunal en el que habrá de recibir el interrogatorio de siete personas que tienen la boca y el corazón y el cuerpo entero sobrados de preguntas y los oídos exigentes de respuestas?

Pero, por mucho que esté solo y que ningún otro vehículo escolte al suyo; por mucho que lo superemos en número y en fuerzas, ello no quiere decir que podarnos ufanamos de tenerlo ya en las manos. No sólo falta atraparlo físicamente; también falta que de los dos caminos que se ofrecen ante él, ahora que ha llegado a la verja del club, tome el que lo conduzca al punto donde Jueves y yo lo esperamos. Hay un momento, un momento brevísimo en que deseo que opte por la ruta opuesta; en el siguiente ya estoy deseando, con toda la ansiedad de que soy capaz, que se decida por el viaducto del sur a cuya margen, a la entrada de una curva, estamos. La ley de las probabilidades, que nos es adversa en un cincuenta por ciento, nos favorece en la misma proporción.

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