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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (14 page)

BOOK: La plaza
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_Por su culpa, hijos de su putísima madre, nos tienen encerrados aquí, sin dormir ni ir a la casa, desde hace más de ocho días

Comprendo que he cometido un error, que puede tener consecuencias imprevisibles al dejar en poder del prisionero la taza con el café. Rompiéndola, podría improvisar un arma y con ella suicidarse. Abato el volumen en la grabadora y corro a la celda. Lo encuentro, si pudiera decirse así, arrinconado en la jaula circular. Ha buscado la parte menos alumbrada del espacio entre hierros en que se halla. Me sorprende su actitud, ahora mansa, sometida. Ladea la cabeza y obliga a sus ojos de corto alcance a buscarme en esa confusión de luz y sombra en que se le tiene. Está bebiendo a pequeños sorbos.

—Cuando termine deje la taza junto a usted…

Casi inmediatamente me obedece. Coloca la taza a unos diez centímetros de su muslo derecho. Acaso intente atrapar la mano que, ¿supone?, va a recogerla.

—Colóquela más adelante, junto a los barrotes, usted, échese para atrás… Vamos, al otro lado…

Como una criatura, se arrastra sobre el piso, apoyándose en la palma de las manos. Recupero la raza. Su voz suena amable:

—Oiga.

—¿Qué?

—¿De qué se trata todo esto? Dígamelo.

—No sé.

—¿Asunto político, verdad? Mire…

Cauteloso, como si no quisiera que nadie, excepto yo, recoja sus palabras, insinúa el soborno; supone que soy únicamente su carcelero, el hombre, o uno de los hombres, encargado de custodiarlo. Da por seguro que su captura es parte de un plan tejido por conspiradores, inevitablemente radicales cuya filiación política no importa mucho, por el momento, precisar… ¿Qué pueden obtener de él, a cambio de él? ¿Presos políticos, la amnistía para lo supuestos guerrilleros que, se dice, andan dispersos en las montañas del Sur? El Gobierno, lo sabe el, va a liberarlos a todos, a perdonarlos, en un esfuerzo por recuperar la confianza de la grey estudiantil, de la gente joven que todavía piensa en el país. En esas circunstancias, el Gobierno ¿por qué habría de ceder a la presión a que intentan someterlo los secuestradores? Sin embargo… (su voz se torna insinuante; casi convence) sin embargo, él, en lo particular, de hombre-a-hombre, de amigo-a-amigo, podría ofrecer alguna suma, cuantiosa por supuesto a cambio de que yo propiciara su escapatoria… Yo no debo seguir siendo un equivocado, un adulto, ¿o un muchacho? al que le han envenenado la inocencia con ideas exóticas, ajenas a nuestra idiosincrasia. Él puede, si yo aceptara, convertirme en rico. Él, lo promete, lo jura besando la cruz de sus dedos, no hará preguntas, no investigará, no querrá saber quiénes-por-qué-dónde. Me ofrece la garantía de Su palabra; y su palabra vale. Si lo quiero así, me firma el compromiso. Me

En el cuarto de radio pongo a funcionar nuevamente la grabadora. Cuando escuche lo que hay en la cinta que va a ser activada por las cabezas magnéticas, el personaje sabrá que estoy dejando hablar a la voz de la conciencia

…un buen rato, casi con mucho gusto, los agentes del Servicio Secreto nos estuvieron golpean. Luego llegó uno de más mando y dijo
:


Que esos cabrones estudiantes limpien el cuarto

Nos dijeron, como si no hubiéramos oído
:


Zas, a limpiar como se les dijo
.

Unos mozos trajeron botes con agua y un trapo mojado, y así estuvimos limpiando las bascas que había en el suelo y secando los meados. Cuando acabamos, volvió el que había ordenado la limpieza. Gruñó que le parecía bien, y exigió que me acercara a él. En eso, sin que yo me lo esperara, me clavó el puño en el estómago. Caí. Me llovieron patadas por todas partes: en la cabeza, en la espalda, en las piernas. Y él se reía
:


A ver, defiéndase, pendejito. Como está solo ni las manos mete, ¿verdad? Como no anda en bola con otros muy bravos se deja que lo madree, ¿eh?

Las palabras se diluyen en el efecto de sonido, en esa acumulación de ayes sofocados, de voces rotas, de ¡ufffs! que el valor, o quizá nada más el dolor, retienen. Reaparecen después:


¿Firmas o firmas?

Y me ofrecía un bolígrafo y la hoja de papel en la que estaba la declaración que él me había inventado y que debía aprobar con mi rúbrica, si no quería que a mi familia le dieran un susto… Puse mi nombre donde me lo exigía el Jefe de los Servicios Especiales. No bien lo hice, gruñó
:


Bájenlo con los otros maricones

La galera estaba llena de muchachos. Quizá éramos más de cien. Parecía uno de esos camiones en los que va uno como sardina. El piso estaba mojadísimo y la ropa de los que tenía cerca, también. Iba a preguntar por qué, cuando, a través de la ventana, empezaron a rociarnos con el agua que escupía una manguera… Este «tratamiento» nos lo aplicaron, sin fallar ninguno todos los días de una semana

El noticiero de las siete de la mañana contiene las mismas vacuidades que el de las seis y media. Nada que me importe a mi. Tal vez los periódicos que deben haber llegado o que llegarán de un minuto a otro, traigan algo más que silencio. Termino de vestirme. Me asomo a la celda en la que pasará quién sabe cuántas horas más el hombre que Jueves y yo logramos atrapar. ¡Qué triste resulta ver a un individuo, tan poderoso y temible, tan áspero y temido en otro tiempo, usando, los pantalones en los tobillos, el bote en el que le improvisé su retrete!

Otra voz ahogará, seguramente, los ruidos de su intestino:

… creo que estuve desmayado mucho tiempo. Cuando medio me di cuenta, me encontré en el suelo, entre mis propias vomitadas, en un charco de orines. Luego reconocí el dolor, los muchos dolores que me punzaban en todas partes: en el ano, en los testículos, en el miembro. Éste dolía más que todo. Al tocármelo, mis dedos lastimaron una quemadura. Recordé, entonces, al tipo que usaba el puro que me había aplicado allí… Unas botas militares se pararon frente mis ojos
:


Estamos listos, coronel
.


Okey, sargento. —La bota derecha me picó las costillas; me empujó hasta que logré ponerme de espaldas. Me sentía ridículo, con los pantalones bajados. No sé por qué, me tapé el miembro y lo otro, con las dos manos. El tipo, un oficial, dijo entonces
:


¿Así que no trataban de derrocar al Gobierno?


Ya le dije que no
.


Así que tampoco sabes quién les da el dinero
y
las armas, ¿no?


No usamos armas. No de las que usted piensa. Nuestras armas son ideológicas
.


Tu madre… Bueno: te di chance de que te salvaras. Ahora no me dejas otra alternativa que mandarte al paredón… Ustedes, soldados, ¡álcenlo!

Cuatro o cinco tipos me rodearon, me levantaron del suelo
.

Me sacaron de ese lugar. Uno de los soldados sugirió
.

Confiese lo que sabe, y sálvese. Si no, lo fusilan, ya lo verá

Buscando un modo de subrayar por contraste lo tétrico del relato, incluí un pasaje, el más bello, del
Canon
de Pachebel, que se enlazó, dulcemente, con otros de la
Misa del Papa Marcello
, porque la voz que iba a añadir, a manera de puente, correspondía a un alto prelado de la iglesia: el obispo para quien no es contradictorio vestir sotana y ser cristiano. Sus palabras fueron extraídas del
Mensaje de Navidad 1969
que leyó por la radio:


No puedo abandonar a mis hermanos los hombres sin dar un signo válido de que el cristianismo en cuanto tal debe condenar cualquier forma de injusticia, particularmente cuando la injusticia se hace institución, y se impone aún a los mismos hombres que la cometen. Llevamos años de tolerar muchas injusticias en nombre del mantenimiento del orden, de la paz interior, del prestigio exterior

Antes de proseguir, agrego cinco segundos de Fanfarrias Olímpicas y otros cinco de lo que repiten las voces del coro infantil

TODO ES POSIBLE EN LA PAZ

MÉXICO OFRECE SU AMISTAD A LOS PUEBLOS DE

LA TIERRA

en el lugar al que me llevaron, un patio, un campo o algo así, el aire estaba frío, casi helado. Una luz muy lejana señalaba una torre de centinela. Oi unos balazos, una descarga, y una voz
:


¿Cuántos quedan?


Tres y el que acaba de llegar, mi jefe

Supuse que me aludían. Más disparos, luego de las palabras: «Preparen. Apunten. Fuego». Debo confesarlo: tenía un miedo pavoroso. Sentí algo caliente en mis piernas. No me importó saber que estaba orinándome. Frente a la muerte no se puede ser muy valiente que digamos. El soldado que había tratado de convencerme de que hablara, machacó
:


Confiese, antes de que le toque a usted. Todavía está a tiempo… Dígale al coronel quién da el dinero y de dónde les traen las armas. Eso es todo

En ese instante, junto a mi oído, dejándome sordo, estalló un balazo. Sentí el calor de la explosión en la cara. Una masa oscura, ¿el coronel?, propuso
:


¿Por qué no lo capamos en lugar de fusilarlo?

Los soldados se rieron:


Como usted diga, mi jefe.


Bueno, pero antes dénle una calentadita regular…

Me llevaron, más tarde, a un estanque de agua como hielo, y estuvieron metiéndome y sacándome de él tantas veces que perdí la cuenta. Lo sumergen y lo mantienen a uno bajo el agua hasta que casi se ahoga. Lo sacan y va de nuevo. A todo esto siguió lo de rutina: la picana en el orificio del recto, en el prepucio, en los testículos. El coronel, que andaba muy atareado visitando celdas, regresó y dijo:

—Ahora córtenle los huevos, pero despacito para que no sufra de más… —luego, dejándome que le diera una fumada a su propio cigarro, dijo—: Todo esto no es nada personal, muchacho. Es cosa de la política. Uno es soldado y como soldado cumple uno sus órdenes u otros las cumplen en uno, ¿entiendes?

Una mano, los dedos de una mano, me estiraron el escroto. Sentí la primera cortadura. ¿Que cuándo pasó esto? Durante el amanecer del día tres…

Un glissando abre el paréntesis. Leo la declaración que ha hecho una joven militante del Movimiento:

… Durante casi una semana no me dejaron ver a nadie, ni a nadie trajeron a esa celda en la que me tenían. Había una bacinica y ya te imaginarás a lo que apestaba después de tanto tiempo. Una vez, sólo una, oí a otra mujer que gritaba: «No dejen que las saquen de noche con el cuento de que las van a dejar irse. Lo que buscan es cogérsela a una. ¿Me oyeron? ¡Cuídense!». Con esos avisos, ¿quién iba a poder dormir?

Ruido de puertas metálicas que manos furiosas azotan. Ambiente carcelario. Pisadas que repercuten en largos corredores desiertos, ¿de prisión, de manicomio?; voces que lastiman tanto como los puñetazos:


¿Conque no quieren policías ni granaderos?

Pues chínguense, hijos-de-su-puta-madre…

Más que repugnar conmueve, me conmueve a mí que he estado observándolo dos o tres minutos, verlo ahora, con las piernas abiertas, totalmente desamparado, desconcertado, buscando un pedazo de papel, lo que sea… Un huérfano ciego que intenta apoyarse en el aire, en la luz que sus ojos no entienden. Clausuro la mirilla…

…me incomunicaron «a convalecer», según dijeron riéndose, en un cuchitril angostito, frío, a oscuras; allí pasé once días, durmiendo en un catre sin colchón ni cobija; sin respirar otro aire que el envenenado por mis excrementos, porque debes saber que tenía que evacuar directamente sobre el suelo, y llegó el momento en que no había un sitio limpio donde pisar… Lo único que me daban de comer era un medio pan duro en la mañana y una taza de café en la noche…

Hice culminar esta parte de la grabación con una nota de humor: sardónica carcajada-puñetazo, que brota de,
y
se padece en, el centro del estómago:

…los que nos habían llevado al Campo Militar Número Uno hicieron que nos formáramos con las manos encima de la cabeza porque nos iban, dijeron, a pasar revista. Estábamos todos descalzos; la mayoría en calzoncillos; todos golpeados; tiritando unánimemente. Llegó en eso un grupo como de cuatro gentes; una de ellas, se veía, más importante que las otras.


Éstos son los que acaban de mandarnos, general…

Y el general, luego de vernos pidió:


¿Cómo les va, jóvenes? ¿Los tratan bien? Pero, por favor, no es necesario que tengan las manos levantadas… Aquí se admira a la juventud. Aquí todos somos personas de bien…

La mañana me ofrece la frescura de las de junio después de que la lluvia ha lavado la noche. Hänsel y Gretel ladran sus saludos, gruñen su bienvenida, y su estrépito remueve apenas a niebla transparente que pronto derretirá el sol. Pongo a calentar, en la cochera, el motor del Mercedes. Lo uso ya tan poco que todavía huele a nuevo. Voy a la puerta y recojo los dos periódicos a los que estoy suscrito. Sus primeras planas me niegan la noticia que busco. Me la niegan también sus páginas interiores. Examino todas las secciones, sin desdeñar las de sociales: ventana abierta a la ostentosa vanidad de lo ricos más recientes. ¿Será posible que los censores…? pero ¿por qué…? Ha sonado la campana, un bronce franciscano comprado en no sé qué subasta, y son las-ocho-en-punto, porque a las ocho en punto de todos los días, sin fallar ninguno, Félix el jardinero anuncia que ha llegado. Me informa a qué dedicará la jornada; la dedicará a lo mismo de siempre: mantener impecable este enorme jardín que circunda al castillo que pasará a formar parte del patrimonio de la Fundación beneficiaria de la fortuna que inició mi suegro y yo acrecenté.

Más tarde, Félix abre el portón y, rutina estrictamente repetida durante años, pregunta asomándose por la ventanilla del auto:

—¿Alguna orden especial ingeniero?

—Ninguna, Félix. Si se va antes de que yo vuelva, asegúrese de que la puerta quede bien cerrada…

—Así se hará, ingeniero. Que tenga buen día…

La calle, al parecer, no está vigilada por la policía, por ningún ojo secreto del gobierno. Hay un auto, sí, y dentro de él, ¡a las odio y cinco minutos de la mañana!, una pareja se está besando enconadamente, pero el instinto no me alerta. Si los detectives me espían, lo que no sería desusado, debo confundirlos comportándome como siempre; si saben del rigor de mis costumbres, si las tienen clasificadas en sus archivos, estoy obligado, en consecuencia, a no alterarlas, a no cambiar un patrón que deben conocer de memoria. Desde que enviudé, desayuno en una cafetería situada a ocho cuadras de mi casa. Iré a ella, así no tenga apetito, para que el esquema no varíe. En una esquina adquiero los otros diarios. También los deportivos.

BOOK: La plaza
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