Recuerdo, recordemos,
hasta que la justicia se siente con nosotros.
…que las víctimas de la última noche sean curadas, devueltas a sus hogares; que se les pida, con la libertad, perdón.
Quieren asear,
y no pueden,
el paisaje tinto en sangre
de la Plaza Tlatelolco.
…algún día una lámpara votiva se levantará en la Plaza de las Tres Culturas a la memoria de todos ellos. Otros jóvenes la conservarán encendida…
Pero es mentira
que las imágenes se laven
a fuerza de lágrimas.
Allí siguen, en la memoria.
Frente a la luz roja del primer semáforo que me detiene, compro el periódico de la noche:
NI RASTRO TODAVÍA
proclama el titular. Otro, más pequeño, pero también vistoso, indica:
UN MILLÓN DE RECOMPENSA OFRECEN LOS AMIGOS DEL SECUESTRADO
Un bocinazo enérgico me distrae de la lectura. Han cambiado las luces y debo avanzar. Poco más adelante detengo la camioneta. Ahora que puedo entretener los ojos en el texto, me informo que varios de los que fueron colaboradores del rehén y otras personas que prefieren mantener incógnita su identidad, están dispuestos a pagar, además de la que ya ofrece la familia, una suma calculada en un millón de pesos «a quien aporte datos que permitan» etcétera. Me parece significativo que no hablen de ceder esa plata a los raptores… ¿Habrán adivinado que éstos no pretenden dinero? Al anunciar en esa forma la cuantía del premio, al prometer no-averiguaciones y otras seguridades, ¿están o no incitando a la traición, buscando que alguno de los comprometidos en el affaire se deje rozar por la codicia…?
¿Cuál, quién de los miembros del grupo sería capaz de caer en la tentación? ¿cuál, quién de ellos permutaría su rencor por la riqueza? Tal vez injustificadamente, sólo porque con Jueves es el más pobre de los seis, señalo a Lunes. ¡Mil billetes de mil pesos en sus manos! ¿Qué me hace excluir de la sospecha a Sábado? Su vida, sin marido y ya sin hijo, tendría hacia el final la compensación de la fortuna… Siento que la oferta hecha pública y voceada desde temprano aumenta el peligro a que me expongo; pero siento también que ya no puedo retroceder.
Los encuentros se producen sin problemas. Tomo una precaución adicional. Antes de llegar al lugar convenido abandono la camioneta y acudo a él caminando. Solo cuando
siento
que todo está en orden, que el hombre o la mujer con quien voy a coincidir no está sirviendo de señuelo para atraerme, dejo que me vea. Cuando le revelo la existencia de cómplices, su sorpresa es invariable. Le recomiendo:
—Por su propia seguridad y por la seguridad de todos, no diga su nombre, no pregunte el de los otros. No quiera saber más de lo estrictamente necesario.
Y ellos, a su vez, preguntan:
—¿Dónde lo tiene? —y yo les respondo que en un «lugar seguro», cuya ubicación exacta no conocerán; y así, debidamente aleccionados, se van acumulando en el interior de la Volkswagen: invisibles los unos para los otros; en silencio: lo sé, porque en el mamparo que divide la sección delantera de la posterior hay una rejilla y ninguna voz se cuela.
Reunido ya todo el grupo, viajo durante casi media hora por barrios cercanos al que admite a mi casa. Finalmente llego a ella. Maniobro en el jardín. En reversa, conduzco la camioneta al garage. Los seis pasajeros descienden a una tiniebla. Pasan luego de un sitio que desconocen a otro, igualmente desconocido. Una voz, la de jueves:
—Cómo apesta aquí.
La de Sábado:
—Ay, sí ¡qué feo! ¿Dónde estamos, Domingo?
—No mencionemos nombres, recuérdenlo.
Como si fueran niños o ciegos, instalo a cada uno en la silla que ocupará durante el juicio. La del centro queda libre. Me sentaré en ella cuando termine de preparar las luces que utilizaremos: una, cenital, que aclarará la penumbra para que el grupo pueda ver, conocer de cerca, al hombre que va a juzgar, y otra, la de un estroboscopio, que se repetirá continuamente mientras se prolongue el diálogo. Esa luz incansable será una delicada forma de tortura: el golpeteo del relámpago blanquísimo contra los ojos del prisionero entorpecidos por la miopía y la inmersión en la oscuridad.
Todas las grabadoras de la casa, las profesionales y aun la pequeña portátil que perteneció a Mina (guardo un cassete con su voz, leyendo a Grass) son puestas al servicio del interrogatorio. Opero el switch que permite controlar la luz. Cuando ésta se produce y descubre al Hombre, la boca del grupo emite un murmullo, un asombro quizá. Los ojos de todos coinciden en la figura que está recargada en la reja y que parpadea buscando el origen de esa luz que lo ataca. Mis ojos escrutan a la gestalt, reunida por primera vez, atónita ahora que está a dos metros de distancia del individuo al que odia, cuya vida o cuya muerte le tocará, hoy, decidir. Cada uno está, me parece verlo así, perplejo ante la realidad de lo que mira. Pero es cierto: el que ellos señalaron culpable, no más
culpable,
sino
primer culpable
de una lista, se encuentra a su alcance, en la punta de sus dedos. La sorpresa los ha dejado sin palabras. Supongo que se sienten protegidos por la reja de la jaula; supongo que si los barrotes no existieran no se atreverían a examinar al rehén como lo hacen: con algo de temor, pero más todavía: de respeto.
Permito que disfruten cuanto quieran de su estupefacción. Quisiera saber qué está pensando cada uno de ellos en este momento; qué odios, que dolores, qué insomnios y promesas de venganza estará removiendo, habrá removido ya, la presencia del hombre que su dedo marcó; ese hombre, ahora casi andrajoso, de ropas arrugadas, macilento, barbudo, que poco a poco, aparentemente menos enfermo y débil de lo que creí, se alza del piso, sacude el polvo que le blanquea el pantalón y trata de hallarnos en la oscuridad en que nos guarecemos; insensibles ya al hedor de la diarrea.
El grupo ha visto suficientemente al prisionero. Apago la luz cenital. Pongo en marcha el estroboscopio, capaz de repetir su destello quince millones de veces antes de quemarse. Es como estar en una discoteca; es como asistir a la sincopada proyección de tina película en la que sólo hay un personaje reconocible y unas voces que están siendo recogidas en las cintas de las grabadoras. Esa blanquísima luz nos entrega cada segundo dos nítidas imágenes del hombre que deberá responder a las preguntas:
—¿Sabe usted para qué se le ha traído?
—Para «juzgarme». Uno de ustedes lo dijo.
—Así es. Para juzgarlo, dicho sin ironía.
—¿De qué?
—Del dolor, del terror, de la sangre, de la muerte de los que murieron en Tlatelolco, de los que murieron antes de ese día también.
—Yo estaba al servicio del Gobierno. No era todo el Gobierno.
—¿Por qué, en lo que a usted se refiere, se optó por la violencia y no por la reconciliación?
—Intentos de conciliación los hubo de parte nuestra. Fueron los estudiantes, ¿o diré: los que manejaban a los estudiantes?, quienes los rechazaron…
—Eso no es verdad. El gobierno siempre rehuyó el diálogo.
—Es muy fácil decirlo; difícil probarlo… Usted, el que ha hablado, ¿sabe lo que fue el Movimiento Estudiantil, lo que hubo detrás?
—¿Lo sabe usted?
—Creo saberlo mejor que ustedes, que sólo lo conocen de oídas. Las circunstancias, muy a mi pesar, me comprometieron en él… El Movimiento Estudiantil del 68 fue un acto preparado, criminalmente, para alterar la estabilidad política de México, para sabotear las Olimpiadas, para…
—Es el mismo argumento tan manido que el Gobierno ha estado usando…
—¿Puede ser negado, dígame, que hubo intervención de ‘manos extrañas’ en el Movimiento?
—Díganos usted, ¿puede ser probado eso?
—Un recuento de lo que pasó a partir, no del 26 sino del 22 de julio, podría ayudar… Según me lo dicen las cintas que me han obligado a oír, ustedes sólo conocen un lado de la cuestión…
—El de la verdad…
—El de
su
verdad, quizá; pero no el de toda la verdad.
—Los muertos existen, los muertos no pueden ser olvidados.
—Pretendo explicar lo que, a su vez, explicaría a los muertos.
—¿Qué es eso?
—La maquinación preparada, la conjura…
—¡Otra vez el viejo cuento: la conjura!
—Sí, otra vez. No podremos comprender Tlatelolco si no conocemos cómo se gestó.
—Dígalo.
—Es lo que trato de hacer: explicarlo según yo lo miro, según me tocó, dentro de mi campo de acción, relacionarme con el Movimiento. Ustedes saben que el 22 de julio…
—Sí, dos pandillas de estudiantes se pelearon y volvieron a pelearse el día siguiente…
—Exacto: interviene la policía y se lleva a los revoltosos a una delegación. El orden es restablecido.
—Brutalmente: con granaderos y gases y todo…
—La policía debe intervenir en todos los casos que sea necesario. Para eso existe. Si no lo hace, es censurada; si lo hace, también. El dilema es, pues, irreductible…
—En el ataque a los estudiantes, gendarmes y granaderos se excedieron.
—No hubo heridos graves, no hubo muertos; cuando hay un motín callejero, que suspende el tránsito, pone en peligro a los transeúntes, rompe vidrieras, propicia el asalto a los comercios, expone a las mujeres a los ultrajes y perturba el orden público, los ramos de rosas y los versos no sirven. Se usan entonces las cachiporras y los gases.
—Como en cualquier país fascista. Así fue en Alemania y en Italia.
—Y así, señores, es en Cuba y en Rusia y en China. ¿Se olvidaron ya de Hungría y de Checoslovaquia? ¿Y de lo que los Estados Unidos hacen en Vietnam y en sus propias ciudades?
—Estamos hablando de México, del Movimiento Estudiantil; no se nos salga por la tangente.
—Sea concreto.
—Trato de serlo, Estábamos en que…
—… la policía, el Gobierno disolvió a macanazos y bombas de gas el segundo encuentro entre estudiantes.
—¿Qué deseaban: que se les permitiera convertir en campos de batalla las calles de la ciudad? Con toda honradez, ¿qué hubieran dicho ustedes de las policías del Gobierno, si se hubiera mostrado indiferente ante el desorden? ¿no habrían dicho que su policía, que su Gobierno eran inútiles?
—Divague menos.
—La policía intervino el 23 de julio.
—De memoria sabemos todas las fechas…
—Conviene, sin embargo, recordarlas… El tiempo es significante en este problema… Bien, el día 24 de julio la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad se declara en huelga protestando por la intervención policíaca y en un periódico,
Semana Universitaria,
se denuncia que existe una campaña para anular la autonomía de la Universidad… ¿No les parecen extrañas esas coincidencias?
—¿Por que habrían de ser extrañas? Es lógico, es normal, es humano, es universitario, que una Facultad se solidarice con los estudiantes.
—Yo pregunto: ¿es lógico que a causa de un incidente callejero una Facultad de la Universidad se declare en huelga? ¿es lógico que la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos organice, para el día siguiente, una manifestación dizque para protestar por la brutalidad policíaca? ¿no les parece que todo se presentaba demasiado bien organizado para creer en una coincidencia? ¿y no les parece todavía más raro que esa manifestación y esa huelga hayan coincidido con el desfile organizado por el Partido Comunista, las Juventudes Comunistas, para celebrar el aniversario de la Revolución Cubana? ¿no creen que todo estuvo arreglado para que…?
—¿A quiénes podría favorecer eso que usted llama conjura…?
—La pregunta podrían responderla los dirigentes del Partido Popular Socialista que acusaron, y ellos sabrán por qué, a la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de meter la mano en el asunto… Podría contestarla, si aún viviera, el entonces Rector que reconoció que la autonomía de la Universidad de México estaba amenazada por agentes de ‘dentro y de fuera’…
—Decirlo no prueba nada.
—Prueba, pienso yo, que se trataba, a como diera lugar, de crear un conflicto; de echar a andar la violencia.
—El Gobierno fue responsable de esa violencia. Usted, como parte que fue de él, lo sabe.
—El Gobierno sólo respondió a la provocación. Pero, volvamos al 26 de julio de 1968. Los manifestantes del Partido Comunista, los pro-castristas y los del la FNET decidieron, ¿por mandato de quién?, ir al Zócalo, ‘para hacer, dijeron, más patente su protesta’. En el camino atacaron a transeúntes, rompieron ventanas, irrumpieron en comercios, desquiciaron el tránsito… Ya cerca del Zócalo encontraron, digamos que casualmente, gran cantidad de piedras en los depósitos de basura y empezaron a lanzarlas contra la policía… ¿Qué hubieran hecho ustedes? Pues repeler la agresión…
—¿Quién puso las piedras en los botes de basura?
—Ustedes saben que no el Gobierno. Entonces ¿quién? Obviamente, los provocadores, los que tenían interés en que se produjera un enfrentamiento entre estudiantes y policías.
—Muchos estudiantes fueron detenidos ese día.
—Naturalmente, pero no por ser estudiantes, entiéndase, sino por los despojos que cometieron; entre otros, secuestrar autobuses de pasajeros del servicio público.
—El Gobierno utilizó tácticas nazistas para imponer el orden.
—Si tuviera usted menos odio contra el Gobierno vería las cosas de otro modo.
—Sólo recuerdo la sangre, los muertos.
—El 27 de julio la policía pone en libertad a los estudiantes detenidos y los estudiantes de la Universidad devuelven los camiones que habían secuestrado. Hay todos los indicios de un arreglo; entonces…
—Entonces ¿qué?
—Vuelve a hacerse patente que los organizadores de todo no desean que ese arreglo se produzca. La Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional, instituto que se había mantenido al margen, se declara en huelga y desconoce a la poderosa FNET…
—La Federación de Estudiantes Técnicos está controlada por el Partido Oficial, por el PRI. Sus maniobras para dividir a los estudiantes fueron condenadas públicamente por el Consejo Nacional de Huelga…
—¿Qué pruebas hay, señores, de que el PRI, o sea el Gobierno, controle a la FNET? ¿Acaso no fue la FNET la primera organización que se lanzó a protestar por la supuesta brutalidad policial? Si el Gobierno, o el PRI, controlaran a la Federación, ¿le hubiera permitido echarse a las calles, alborotar, reclamar? De controlarlos, los de la FNET no hubieran asomado las narices…