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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (22 page)

BOOK: La plaza
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Pero tomar un riesgo no significa añadir, al peligro, la estupidez. Ignoro cuál vaya a ser el resultado del juicio; ignoro, en consecuencia, qué complicidades unirán al grupo. Si compartimos la de votar por el sacrificio, la culpabilidad será el denominador común; por el contrario, si el veredicto es absolutorio y dejamos libre al prisionero, yo, que organicé el secuestro, quedaría permanentemente expuesto a la denuncia o al chantaje. Así, para exponerme apenas lo indispensable, he tomado algunas medidas precautorias. De los seis colaboradores, dos: Martes y Viernes, viven, aunque en rumbos opuestos cerca de aquí. Debo, pues, recogerlos antes que a los demás para evitar que, calculando las distancias recorridas y el tiempo que requirió hacerlo, establezcan la hipótesis de que sus casas se encuentran no lejos del lugar al que se les condujo a reunirse con los otros miembros del jurado. De los cuatro que sobran, uno radica en una de las ciudades satélites que contribuyen al desaforado crecimiento del área metropolitana; otro en la zona del aeropuerto; el resto en colonias preferidas por gente de la clase media. El viaje será, a partir de este punto, un recorrido, casi en círculo perfecto, alrededor de la capital.

Por fin, la grisura de la noche ha igualado su tono con el pardo de la camioneta. Ese no-color contribuirá a protegerla: camaleón de cuatro ruedas invisible en el largo instante que requiere el día para volver a ser noche. Pienso en el prisionero. Trato de imaginarlo en la oscuridad de la jaula, sin saber cuánto tiempo lleva allí; sin saber, tampoco, qué hora es; suspendido en la incertidumbre, a solas; a solas, no; lo acompañan las voces, los gritos, los ruidos horribles, los ayes, las descargas, los silencios de la muerte, el tropel de los tanques que alborotaron la plaza de Tlatelolco. De las que he organizado, esa cinta que él está escuchando es la que más me satisface porque fue la que más esfuerzo y más dolor exigió de mí. Es la que resume
todo.
Amo esa cinta. La considero un monumento que erigí a la memoria de Mina. El acta de la colectiva defunción. El horror no ha sido adulterado. La palabra descubre la herida y la herida duele. La palabra ha de estar mortificando ya la conciencia del individuo que fue en parte responsable del miedo, de la angustia por tantos padecidos; de la sangre que ha estado exigiendo, inútilmente, justicia.

La Plaza, en silencio desde entonces, toma la palabra:

Había tranquilidad en el ambiente
y
unas
diez
mil personas reunidas. El mitin, programado para efectuarse diez días antes de que se iniciaran los Juegos Olímpicos, era un mitin de rutina, uno más de los que habíamos organizado… Se había dispuesto que, al concluir, los asistentes marcharíamos hacia el Casco de Santo Tomás, donde celebraríamos otra concentración… En los alrededores, como advertencia y amenaza, vigilaba el Ejército… La tribuna desde la cual se hablaba a los asistentes (muchachos, curiosos, vecinos de la Unidad Habitacional de Tlatelolco) había sido instalada en el tercer piso del Edificio Chihuahua… Se había invitado a la prensa extranjera que visitaba México para informar de las competencias que empezarían el día 12… Escribiría una periodista: “Los estudiantes me hablaron el viernes a mi hotel, en la ciudad de México, diciéndome que habría un gran mitin en la Plaza, de las Tres Culturas a las cinco de la tarde. ‘Estamos luchando contra la represión política’, me dijeron. ‘Estarnos luchando por los derechos de los campesinos. Nos estamos convirtiendo en la conciencia de México.’

Dos helicópteros

Sobrevolaban amenazadoramente

La Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.

Era el 2 de octubre de 1968.

No sólo había estudiantes, no sólo había representantes de las escuelas de provincia. Había también, y eso estimulaba, maestros, trabajadores del ferrocarril, líderes campesinos, delegados de los médicos que efectuaban paros en solidaridad con el Movimiento.

Desde la tribuna del Chihuahua un estudiante dice: «Queremos enseñarle al Gobierno que sabemos otras formas de lucha. El lunes, iniciaremos una huelga de hambre». Se le aplaude. Un nuevo orador indica:

—Compañeros, ha sido suspendida la manifestación al Casco de Santo Tomás… No habrá manifestación al Casco…

El general jefe de los paracaidistas avanza, al frente de un pequeño grupo desarmado, hacia el Edificio Chihuahua desde el que los oradores hablan a la muchedumbre. Dos luces de bengala, una roja, verde la otra, estallan en el cielo; convocan a la muerte. Se escucha un disparo y el general que ha capturado ya tantas universidades cae gravemente herido por la espalda. Se inaugura el horror.

Detrás de la iglesia de Santiago Tlatelolco

treinta años de paz

más otros

treinta años de paz,

más todo el acero y el cemento empleado para las fiestas del fantasmagórico

país,

más todos los discursos

salieron por boca de las ametralladoras

A pesar de que el muchacho que tenía el micrófono gritaba:

—Compañeros no corran, no se asusten. Es una provocación. Quieren aterrorizarnos. No
corran.
—La gente no le hizo caso y, asustada, se echó a correr, y lo patético era ver que lo hacía para un lado y para el otro, sin rumbo… La Plaza de las Tres Culturas se convirtió en un infierno. Las ráfagas de las ametralladoras y fusiles de alto poder, zumbaban en todas las direcciones… Muchos se arrojaron al suelo… se retorcían, habían sido alcanzados por las balas… Había mujeres brincando por las escaleras con niños en sus brazos…

Del tercer piso del Chihuahua surgían, en oleadas, individuos armados con pistolas. Todos, para identificarse, usaban algo blanco en la muñeca izquierda: un pañuelo o un guante. Se decían:


Aquí Batallón Olimpia…

—No disparen. Es Batallón Olimpia. En esos momentos, ya había un fuego intenso de los soldados abajo, con rifles, ametralladoras, pistolas automáticas; ametralladoras desde las azoteas y pistolas en helicóptero. La multitud que buscaba refugio en los edificios era rechazada por los balazos de los agentes escondidos en ellos.

—¿
Quién?

¿Quién ordenó esto?

Lo que más impresionaba era el tupido tableteo de las ametralladoras. Ese tatatatatata que no paraba nunca, que parecía brotar, al mismo tiempo, de todas partes… Un muchacho y una muchacha venían corriendo. Los soldados les gritaron algo y ellos alzaron las manos, deteniéndose, entregándose. Vi, un poquito después, cómo se doblaban como si los hubieran partido, a los dos, por la cintura.

—La cárcel es un riesgo para el que uno está preparado… Pero, la muerte, ¡la muerte es otra cosa, compañero!

Los trescientos tanques, unidades de asalto, jeeps y transportes militares, y los cinco mil hombres que los manejaban, tenían rodeada la zona. El Ejército tomó la Plaza con un movimiento de pinzas y los soldados avanzaron disparando sus armas automáticas contra los edificios. ‘En el tercer piso del Edificio Chihuahua, donde tres oradores habían arengado a la multitud contra el gobierno, se vieron fogonazos. Allí abrieron fuego agentes de la Dirección Federal de Seguridad y de la Policía judicial del Distrito.’

La oscuridad engendra la violencia

y la violencia pide oscuridad

para cuajar el crimen.

Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche para que nadie viera la mano que empuñaba el arma, sino sólo su efecto relámpago.

El terror enloquecía a la gente, y uno seguía sin comprender por qué, si podían huir por aquel lado de la plaza, volvían a éste donde los atacaban a balazos… y era que entonces no sabíamos que allí también había gente del Batallón Olimpia disparándoles… Corrían todos, jóvenes y viejos, niños y estudiantes, y se echaban por las escaleras de las ruinas, y se lastimaban al caer, pero no importaba; lo que sí, era salvar la vida a como diera lugar; no presentar blanco a las balas que rociaban a los que habían quedado atrapados en la Plaza…

¿y a esa
luz,
breve y lívida, quién? ¿quién es el que mata?
/
¿quiénes los que agonizan, los que mueren?

Los dos helicópteros que mantenían vigilancia desde el aire y que desde el principio del mitin habían tomado una actitud hostil y provocadora y luego habían lanzado las bengalas, descendieron y sus tripulantes dispararon contra los tiradores que se encontraban en las azoteas de los edificios
.

—Volaban tan bajito, disparándonos, que pude ver claramente las caras del piloto y del otro.

—No olvidaré cómo eran. Así corno lo oye. Pasaron encima de nuestras cabezas…

Habíamos hablado siempre en otros términos. En términos políticos. En términos de gente que usa la palabra para combatir. Se nos respondía con armas, masacrándonos. Con balas se contestaba a la exigencia de libertad a los presos políticos, respeto al derecho de huelga, fin a la represión…

Las tropas, que aparecieron por el oriente de la Plaza, avanzaron rápidamente y en cuestión de minutos se apoderaron del sitio… Los tanques ya estaban en las entradas del Edificio Chihuahua, donde se habían fortificado los líderes del Consejo de Huelga.

—El régimen actual cree que cuando se habla de revolución hablamos de tomar las armas; eso lo cree en la misma medida en que para combatir hace lo que nos atribuye: se lanza a la subversión.

Docenas de personas, tiradas «pecho-a-tierra» se protegían con las manos sobre la cabeza. El tiroteo era generalizado. El ruido de la balacera, tiros de metralleta, rifles de alto poder, pistolas, se confundía con los gritos

Desde una avanzadilla establecida a un costado de la Plaza de las Tres Culturas, un capitán se comunicaba con su cuartel.

—Se les contesta con todo lo que tenemos…

Los francotiradores no se conformaron con rociar de proyectiles a mujeres, niños y gentes del pueblo y comenzaron a disparar contra elementos del ejército y la policía. Los tiros salían de muchas direcciones y las ráfagas de las ametralladoras zumbaban por todas partes. Desatada la balacera, el Ejército actuó como si estuviera sofocando un levantamiento armado, no un mitin estudiantil. Había mujeres histéricas, hombres que gritaban, niños que lloraban.

—Muchos soldados debieron lesionarse entre
sí,
pues al cerrar el círculo, los proyectiles salieron por todas direcciones… Personas que nada tienen que ver con el movimiento de huelga se enfurecieron por la acción militar, sacaron sus pistolas y dispararon a través de las ventanas, contra el ejército…

Declaración de un capitán, miembro del Batallón Olimpia. Ministerio Público. Acta 54832/68:

… fui comisionado, ponie ndo bajo mi mando dos secciones de caballería compuestas de 65 hombres cada una pertenecientes al 18 y 19 regimiento de caballería, para trasladarme a la Unidad Tlatelolco, yendo todos vestidos de paisanos e identificados como militares por medio de un guante blanco, y proteger las dos puertas de acceso al edificio denominado Chihuahua de dicha Unidad, confundiéndose con los ahí presentes que se habían reunido sin saber para qué motivo. Posteriormente al lanzamiento de una luz de bengala, como señal previamente convenida, deberíamos apostarnos en ambas puertas e impedir que entrara o saliera persona alguna…

las banderas olímpicas

puestas con especial cuidado

no ocultarán el crimen.

La gente trató de huir por el costado oriente de la Plaza de las Tres Culturas y mucha lo logró, pero cientos de personas se encontraban a columnas de soldados que empuñaban sus armas a bayoneta calada y disparaban en todos sentidos. Ante esta alternativa las asustadas personas empezaron a refugiarse en los edificios… No muy lejos del de la Secretaría de Relaciones Exteriores se desplomó una mujer, no se sabe si lesionada por algún proyectil o a causa de un desmayo. Algunos jóvenes trataron de auxiliarla, pero los soldados lo impidieron.

A la confusión de las balas,

de los ayes,

del terror,

se agrega la lluvia.

De pronto sientes que todo tu cuerpo es hipersensible y que la piel se te estira, se te apergamina y no sabes cómo, no sabes por qué, la boca te sabe a pólvora, la lengua de pronto, también te sabe a pólvora. De pronto te crispas y de pronto te ablandas. Luego sientes lo que puede ser la nada, el vacío, el dejar de existir… creo que el miedo es eso…

 

…entre la piedra y el lodo, la sangre y el deambular salvando la vida, otros se reían. Otro, por lo menos, detrás de la escotilla del tanque militar. A grandes carcajadas apretaba quién sabe qué fierros que tronaban en su túnel de acero y atronaban en las alturas con millones de vidrios cristalizados, herrerías o muros que remedaban el cartón.

—iHijo de tu chingada, ya párale! —arreciaba desde el pasillo de columnas una voz autoritaria. Y sólo la risa y el ruido—. ¡Qué le pares, infeliz! Y sólo la risa. La risa redonda, atroz, quebrante en tonos ríspidos, de oscuridades e hipos amarillos. La risa del enajenado, del poseído por el demonio que ya no sabía nada más allá que apretar sabe qué fierros y reír, ahogarse de risa, de tanta risa.

—¡Vas a ver si no detienes esa chingadera!

Y el oficial trepó a lo simio, a lo bestia, por la parte trasera del aparato recién pintado, nuevo, reluciente, tuya memoria se remontaba a ardientes desfiles patrios torrenciales de confeti y claves y cornetas. El oficial mete la pistola por el agujero y dispara. Sólo entonces el hijo de la chingada detuvo la chingadera. Fue entonces cuando el maestro de filosofía que estaba en el rincón de la tienda para lavar trajes rompiendo papeles, credenciales, volantes, distintivos, acosado por muchos otros compañeros escondidos, fue entonces cuando él empezó a reír… y siguió rasgando papeles, moqueando, sorbiendo la pequeña sangre que los dientes le sacaron de la lengua al reír.

El llanto se extiende, las lágrimas gotean allá en Tlatelolco ¿A dónde vamos? ¡oh, amigas! Luego ¿fue verdad?

—Nada oigo ya. Ni gritos. Ni la ametralladora. ¿Se acabó el mundo… o quizá sólo se lo llevó la chingada? Para mí es lo mismo… Me importa madre; ¿qué pueden importarte las cosas si has dejado de creer…?

Oh, ciudad mía,

ciudad montada sobre tanques,

sobre un gargajo de cuartel.

…y el ruido… el tracatraca interminable de las ametralladoras que cruzan el aire y lo hienden y dejan hilvanes colorados al hacerlo, y no paran, no paran nunca, y él gritando:

—¡Ya basta!

y yo en la ventana y ¡zas!, de pronto la gorda bala de un mortero, de una bazuca, a la mejor de una piedra de pedernal, de rayo, de toque fundamental, que atraviesa el vidrio a dos centímetros de mi cabeza y pega en el techo y siento cómo me baño

en nieve

en granizo

en lluvia

en yeso

y no estoy herida, y el cuadro agujereada, y todo vuelve a quedar en silencio dentro del cuarto de desplanchar y los perros, solamente ellos, aúllan, y afuera otros que no son perros aúllan y en la arista de la Plaza donde la sangre está ya coagulada, la mano de la hermana que investiga la espalda del hermano:

—Hermanito, ¿qué tienes?

y él no quiere hablar porque sabe que se le está yendo la vida por el hoyo de la sangre, la sangre que sale de él y camina y da una vuelta en ángulo en la arista y empieza a bajar en columna por la piedra que escondió la mano, hasta la tierra y a regar las yerbas del pasto, y la mano sale de la espalda y está roja y mojada y la hermana grita:

—¡Aquí hay un herido!

y los muchachos de abajo que están agazapados, amontonados en aterrada pirámide, le contestan que le afloje el cinturón y ella lo hace y contempla su ombligo que mana sangre hacia ella:

—¡Pero si la herida es del otro lado! —exclama, pero ya no hay remedio: el hermano de los quinceaños se ha muerto y su sangre baja y su sangre empapa la propaganda de ¡Estudiantes, uníos! y junto a ella, otros niños y otros hombres y otras mujeres, por ejemplo, la que vendía joyas de plata los domingos, están muertos también…

esto es lo que hecho el Dador de la Vida en Tlatelolco.

En el tercer piso del Chihuahua, los Guantes Blanco, en una acción relampagueante, habían copado ya a los líderes del Consejo.

—Contra la pared, hijos de la chingada.
. .
—y cuando las balas que subían empezaron a pegar cerca, dispusieron que nos tendiéramos en el suelo—. Abajo las cabezas.

—Ésta es la representación del genocidio, en su justa, dolorosa dimensión. Sesenta y dos minutos de fuego nutrido hasta que los soldados no soportan el calor de los aceros enrojecidos.

… pasó una chica muy joven, cubierta con un gran impermeable oscuro, temblando de miedo. Esta muchachita no gritaba, no hablaba, emitía unos sonidos muy raros, como si gruñera. Siguió caminando —y también a ella le dispararon.

había sangre en todas partes,

pisoteada en las baldosas,

salpicada en las paredes…

yo no quiero morir ahí dentro del cuarto de no estar, y el padre que corre con el hijo que agoniza se quiere morir y como loco pide a gritos un doctor, y zanquea por la Plaza entre los cuerpos que se mueven, que se arrastran, que gimen, que claman: agua, un médico, ¡mamá!, y de pronto este equilibrio prodigioso brincotea trágicamente sobre los cuerpos, hace una pirueta, casi perfecta, casi cómica con el hijo en los brazos y desciende en el aire hasta las losas bocarriba. Su diente de oro se va tiñendo de sangre, de la sangre que empieza a recorrer la mejilla bajando desde la comisura de los labios y forma un lindo charquito junto a la oreja.


¿Quién pagará por este crimen?


¿Quién planeó la matanza?

BOOK: La plaza
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