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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (19 page)

BOOK: La plaza
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(—Ni modo, mi viejo; hoy te tocó morir… Y tan a gusto que estarías, libre y en tu casa, si no se te ocurre tratar de tumbar al Gobierno, ¡pendejete…!


No llore. Sea machito. Aguántese. Tráguese las lágrimas, sienta lo que está pasando, y recuérdelo para cobrárselo al que tenga que pagarlo…)
.

A los que van a sufrir, a los que están sufriendo, les pido perdón. El dolor que hoy padecen (¿no será acaso el mismo dolor de entonces sólo que apenas sentido esta noche?) también habrá de ser cobrado a su tiempo.

Dejo en libertad a los Doberman y con voz que apaga sus ladridos y los pone quietos, les ordeno en alemán que dejen de echarme a la cara sus alientos o lamerme las manos con sus grandes lenguas pegajosas. Hago retroceder el carrete de Telefunken uno; lo detengo al escuchar, curiosamente deformados, algunos ruidos que corresponden a toses, a bostezos, y, asombro, a lo que puede ser el tralalalá de alguna canción de zarzuela española… Hay, después, silencios largos, equivalentes a horas de sueño o de meditación. Luego, su voz que grita:

—Ustedes… ¿dónde están? Háblenme. Déjenme verlos. ¿Quiénes son?

Su voz que implora:

—Por favor, ya no se puede respirar… Estoy envenenándome con este olor a mierda… Sáquenme de aquí o llévense el bote…

Que, muy débil, verdaderamente dolorida, suplica:

—Estoy enfermo… Denme leche… Tráiganme mis pastillas para la úlcera…

Que después de otro paréntesis de silencio en la soledad, impreca:

—Hijos de puta… ¡hijos de puuuuuuutaaaa!

Lo que viene después de la injuria, ¿son sollozos? ¿es el desplome en la más absoluta desesperación? ¿es el ruido de su miedo? ¿la impresión intraducible, indescriptible, de un dolor más intenso, mucho más poderoso que el que está permitido al cuerpo soportar?

Cuando entro en la celda me rechaza la concentrada pestilencia de lo que él ha ido vertiendo en el bote. Debe tener frío: lo encuentro, empequeñecido y fetal, sobre el piso. Se cubre con la chaqueta. Sigue el ruido de mis pasos en la oscuridad. Golpeo un barrote con el pie y alza la cara, atento y en tensión, como Hänsel o como Gretel si les pongo enfrente una salchicha.

—Su café.

Acude, gateando, al lugar donde he colocado la taza.

—¿Qué horas son?

—¿Le importa?

—¿Qué día?

—Digo, ¿le importa?

Mueve la cabeza, negando. ¿Qué importancia tiene saber la hora que se vive cuando se está en la cárcel?

—¿Me puede dar leche? Pagaría lo que fuera por una poca…

Con una energía que contrasta con su aparente debilidad, deja la taza en el suelo y busca rápidamente en las bolsas de su pantalón. La mano que en seguida me enseña, abunda en billetes de cien, de quinientos, de mil pesos.

—No hay leche.

—Cóbrese lo que quiera, y tráigame un vaso, siquiera un vaso para mi úlcera… Sean humanos conmigo. No soy criminal para que me traten de este modo.

—Es el periódico de hoy —se lo arrojo a los pies—. ¿Es bueno el retrato o no?

Dirige sus ojos torpes hacia la penumbra:

—¿Qué dicen ellos?, ¿están dispuestos a pagar?

—¿Quién habla de pagar, de cobrar?

—Entonces… ¿qué?

—Se le ha traído aquí, ya se lo dije, para hablar con usted… Y eso es lo que vamos a hacer, usted y nosotros… Hablar, hablar. Nos oirá, lo oiremos Y después…

—¿Y después…?

Me he ido. Estoy en el cuarto de radio. Telefunken Uno recoge:

—¿Y después qué van a hacer conmigo?

Falta poco para que se produzca el primer noticiero de la televisión nocturna. En tanto termina el diálogo imbécil de la telenovela, me ocupo de añadir, a los centenares que abultan ya el álbum, un nuevo recorte: ¡al fin, el de la noticia del secuestro!

La información que difunde el noticiero en nada mejora o amplía la del diario. Lo único que la hace diferente son las fotografías que la ilustran. Me extraña que no se nos muestren las escenas que vi filmar en el Metro. La noticia del secuestro (y ello me decepciona) ha sido dada prácticamente sin énfasis.

—… y se supone que en este plagio, el primero de su género que se produce en México aunque no infrecuente en otros países donde se les usa como instrumento de presión contra los gobiernos, están inmiscuidos extremistas cuya identidad conoce la policía pero que guarda en reserva para no entorpecer sus investigaciones colaterales. … y ahora, pasando a otras noticias, El-Señor-Presidente-de-la-República…

Al concluir el programa, y antes de que se inicie el que le sigue o se difundan los anuncios, aparece en la pantalla, en gran close-up, uno de los retratos que le tomé esta mañana al hombre que guardo en la jaula. Una voz explica:

—A las diez de la noche transmitiremos un programa especial sobre el secuestro que ha conmocionado al país. No se pierda este hit informativo del canal de lujo de la televisión mexicana…

Termino de untar un poco de queso roquefort sobre la tercera de las cuatro galletas que constituirán, con una taza de té, mi cena de esta noche, cuando suena el timbre del teléfono en el cuarto de radio. A mitad del segundo cascabeleo alcanzo la bocina:

—¿Sí?

Hay alguien escuchándome, pero se guarda las palabras. No ha tapado la bocina y puedo oír, con absoluta claridad y muy próximos, algunos ruidos: el de una máquina de escribir siendo usada por un diestro mecanógrafo; otro desconcertante: el piar de unos pájaros que han de ser, podría apostar que son, canarios; en una especie de tercer plano, algo de música…

—Diga… diga…

El que no habla rompe suavemente la comunicación y el silencio que acechaba se convierte, después, en el zumbido continuo que indica la clausura de la línea. Cuelgo. La duda me mortifica. ¿Será la policía verificando si permanezco en casa? Si ha puesto gente a medir mis pasos, debe saber que estoy aquí desde hace mucho. ¿Para qué llamar entonces?

En la estufa ha empezado a hervir el agua para la infusión de Lipton. Vierto las hojas y aguardo a que se desprendan de su olor y de su color. El teléfono vuelve a sonar. Permito que lo haga muchas veces, no sé cuantas. Finalmente, admito responder:

—Hola… —grito, seguro de que me responderán el silencio, el ruido de la máquina o los trinos de los canarios.

—Buenas noches, ingeniero.

—Oh Kurt. Buenas noches.

—Creí que no estaba. El teléfono sonó tantas veces…

—Lo oí, sí, pero desde el cuarto oscuro. Perdón, Kurt.

—No se preocupe, ingeniero.

—Kurt, ¿trataste tú de comunicarte hará… unos cinco minutos?

—No. Es la primera vez que llamo, pues acabo de oír la noticia del secuestro.

—También la oí yo, casualmente…

—Estará usted contento ahora, ingeniero.

—No sé, Kurt. No sé qué sentir, qué decirte.

—Ojalá que quienes lo tienen, maten a ese hombre.

Debo ser cauto. No es improbable que mi teléfono esté intervenido.

—Que lo maten o no, es asunto que no me concierne.

—Por culpa de ese tipo, usted perdió a Mina…

—Quizá no toda la culpa le pertenezca. Hubo otros…

—Tiene usted mucho que resentir, ingeniero. Mucho.

—¿Resentir, Kurt? Ya no. El tiempo cura los rencores. Los míos ya no existen; por eso, lo que le espera a ese señor no me interesa.

—La muerte es lo único que puede esperarlo.

—Cuida tus palabras. Kurt. Recuerda al que dijo que no todo lo que se piensa puede ser dicho. ¿Algo más, Kurt?

—No, ingeniero. Solo quise comentar.

—Bueno: lo hemos comentado, y ya. Hasta mañana, entonces.

—Que la pase bien, ingeniero.

De tanto reposar en la marmita, el té se ha puesto demasiado amargo. No han transcurrido dos minutos desde que terminé mi diálogo con Kart, cuando el teléfono interrumpe otra vez mi merienda… Quien llama no es Kurt sino el la que se torna invisible detrás del silencio.

—¿Qué quiere usted? —y por única respuesta, antes de cancelar la comunicación, me concede el ruido de la máquina y la desusada alegría de los canarios.

Silencio total.

Como a mediodía, el organismo que acabo de alimentar con cuatro galletas, unas migajas de queso y la mitad de una taza de té, me exige un trago que lo conforte, el estímulo del coñac que lo tranquilice. El Napoleón sigue siendo todavía mejor que los brandies nacionales. No limito, como las limitaba el cantinero, las raciones que me sirvo. Mi lengua disfruta, con el mismo gusto que si fueran los de una muchacha, el sabor, el aroma, la calidez de lo que estoy bebiendo.

Me aguarda una espera de dos horas. Decido salir al jardín. No es la primera vez, Mina que busco la sombra de tu cuerpo, el ruido de tu risa, en la oscuridad del bosquecillo, ni tampoco la primera que me hago acompañar, como en este momento, de la botella. Hänsel y Gretel acuden, jugueteando, persiguiendo, gruñendo. Los rechazo con una voz, con un solo grito:

—Quietos… —que ellos aceptan.

La noche no se decide en la lluvia tormentosa que prometía la tarde. El cielo, parduzco de nube retumba pero no se abre. Rápidos, los silbantes jets uno cada minuto, pasan por encima de la casa camino al aeropuerto.

Me oigo decir una cosa sin sentido, decirla, no pensarla:

—Escuchemos los gritos pintados en las Paredes.

No comprendo su significado, ni me importa averiguarlo. Sólo quiero servirme otra gran ración de coñac. Empiezo, después, a sentirme sordo, lento, receptivo. Sin yo ordenarlo, obedientes a la costumbre, trazando un arabesco a lo largo del sendero, los pasos me llevan a la casa;

mis pasos cuentan

uno, dos, tres,

cuatro, cinco,

seis,

los peldaños que me depositarán en la galería de cristales. Huele a pino; huele al desodorante que esparció por aquí esta mañana la insoportable Frau Emma. ¿Por qué insistirá en anular el olor de los recuerdos, ese olor a muebles viejos, a polvo antiguo, a cortinas de brocado, a cera para abrillantar pisos? ¿por qué esa manía de limpieza que la domina como dominaba también a Hildegard y a mi madre? Ahora no me detengo en el comedor. Prefiero explorar los corredores, las escaleras, las estancias que mi silencio de fantasma va invadiendo. Beber en la penumbra cuando ya se está un poquitín ebrio, no es fácil. Copa y boca no siempre coinciden y uno se humedece la barba, la camisa; uno vierte goterones sobre las alfombras o el parquet. Restituir a la copa lo que se ha perdido, lo que se ha bebido, es igualmente tarea complicada. Debe confiarse, ya que no la vista, en el tacto.

Cada alcoba es esta noche, en el estado en que me voy poniendo una sorpresa o un dolor, un hallazgo o una alegría. Siempre me conmueve asomarme al estudio del suegro, a ese mundo cerrado que se fabricó para almacenar sus sueños. Enciendo el candil: sólo falta don Guillermo para que la visión de este cuarto sea perfecta. El óleo del Führer, la bandera roja, la mesa con los mapas. La gran suástica de hierro negro que el viejo forjó en lo que ahora es el garaje de la camioneta Volskwagen. Las altas ventanas que se asoman, ciegas, al paisaje. Las alfombras que ahogaban los ecos de sus botas militares. La chimenea de mármol sobre la que se despliegan, amarillos, desvaídos, los retratos de los hombres y las mujeres de su familia, de su estirpe:

y viene luego, con el orden triste que ella le imponía a todo lo que estaba bajo su control o se confiaba a su cuidado, la vasta alcoba conyugal: el lugar que nos separaba a Hildegard y a mí; está, dentro de su marco de plata, en la mesa de teka taraceada, la foto que nos reúne el día de nuestras bodas. Era una mujer hermosa e insípida, Hildegard; una mujer buena, tranquila, a la que le debo la gratitud de una sola hija;

y al otro lado del pasillo (púrpura alfombra que la señora Hoffer desgasta dos veces por semana con su máquina de aspirar el polvo) está la recámara de Mina: una recámara igual de grande, igual de vacía y de bien ordenada que la de sus padres. No enciendo la luz. La imagino sofocada de olanes, de tules color-de-rosa, de muñecas antiguas, de muebles tan frágiles que amenazan romperse si se les mira con insistencia; y estoy seguro de que el oso de peluche, el que simboliza a Berlín, se halla en el centro de su cama; y estoy seguro que debajo de ésta, si me asomara, encontraría la taza de noche de porcelana que Mama Hildegard encargó, para uso de la nenita, a la misma fábrica donde a don Guillermo le hacían la vajilla: una bacinica en cuyo fondo se reproduce el instante de un baile campesino de la Selva Negra.

He bebido el coñac que me serví en el primer piso. Balanceándome, paso ciertas fatigas para encontrar, en mi mano, la copa que habrá de recibir el que quiero proporcionarme ahora. Huele, aquí sí, a lo que me gusta que huelan las cosas que amo. Para que ese olor no se escape, he dispuesto que ninguna ventana se abra, que ningún sol toque estos lugares de la casa; que ningún aire se lleve el aire que en otras épocas gentes más felices que yo respiraron, compartieron.

Visitar el cuarto de Mina, la recámara de su inocencia, me causa siempre un poco de daño, porque la llaga duele. Aquí vine a buscarla, con palabras de furia preparadas en la boca, la mañana que Félix me comunicó que el carro-de-la-señorita no estaba en el jardín; si el carro-de-la-señorita no estaba en el jardín, ni en el garaje, ni en la calle frente a la casa, eso significaba que la señorita había pasado la noche fuera, aprovechándose de que su padre, el viejoimbécilchochomaniáticodesupadre se encontraba ocupadísimo, uncido a sus aparatos transmisores, participando en un torneo internacional de ajedrez por radio: y si la señorita Mina se tomaba semejantes libertades, iba a saber que

y esta noche es la mañana aquella, la del estupor, la de la angustia, la que el país iría a llamar

la mañana del 3 de octubre,

la-mañana-después-de-la-Noche-de-Tlalelolc

y en verdad encolerizado y celoso, quizá más celoso que encolerizado, me veo subir las escaleras, irrumpir en este cuarto que no he querido hoy perturbar con la luz; y me oigo gritar:

—Minaaaa…

y me escucho quedar en silencio al ver que la cama está intacta, con el oso de peluche que representa a Berlín en el centro y como si yo fuera otro, ¿no lo soy desde entonces?, me veo investigar la alcoba, y descubrir que hace mucho, muchísimo tiempo, nadie la habita; una alcoba que no recibe ya a su huésped; que ya no aloja a la niña para la que fue preparada y lleno la casa con mi grito:

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