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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (28 page)

BOOK: La plaza
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—Bueno, es que…

—¿Podría exigirle a un hombre al que le disparan que no conteste con balas a las balas que le envían? El terror anula el raciocinio; se piensa sólo en sobrevivir. El instinto de…

—El instinto asesino.

—… de conservación es poderoso, ustedes lo saben… Inaugurado ese gran desorden, ¿qué fuerza humana podía haberlo atajado? Díganmelo… Insisto, ¿de qué modo iba a beneficiarse el gobierno con semejante mortandad?

—Todo pudo ser parte de un plan del gobierno que dijo: «Acaben con todos ellos», y al Ejército y a los del guante blanco se les pasó la mano.

—Es una suposición suya, no un hecho comprobable. Repasemos cuáles son los hechos comprobables: uno, cuando el mitin esta disolviéndose, hay un balazo que abate al jefe de la tropa. La bala fue disparada con un rifle de alto poder R 18 de los que usan los soldados americanos en Vietnam, y que el Ejército Mexicano no ha adoptado…

—¿Insinúa que fueron extranjeros los que…?

—Nada insinúo. Sólo puntualizo. La bala que casi mata al general salió de un rifle que no se usa en México; dos, al ver abatido a su comandante, la tropa avanza. Es recibida en la confusión, a tiros.

—¿Quiénes disparan esos tiros, señor mío? Los agentes de guante blanco ocultos en departamentos del Chihuahua…

—Ha dicho usted algo que merece reflexión. Si se escogió al Chihuahua porque ofrecía a los líderes del Consejo el máximo de seguridad; si en varios mítines anteriores los vecinos de Tlatelolco habían atacado con agua, palos, piedras, a los soldados o agentes; si el edificio era prácticamente una fortaleza de los estudiantes, ¿cómo explicar que nadie, nadie, hubiera advertido la presencia de los guantes blancos?

—No podrá negar que estaban allí. El capitán…

—Oh, ese capitán… No estoy negando que estuvieran, pero recordemos lo que el capitán dice: que se le mandó apostarse en
las puertas, las puertas de acceso al edificio Chihuahua,
no a esconderse en departamentos del tercer piso… ¿Quiénes podían estar en esos departamentos sin ser reconocidos, sin ser molestados, sin despertar sospechas de los leales vecinos? Solamente hombres que podían hacerse pasar por estudiantes, que eran estudiantes-asesinos o asesinos-disfrazados-de-estudiantes… Dos, cinco, diez, con armas adecuadas para echar a rodar la gran bola. . Una maestra que estuvo en Tlatelolco refiere que fue temprano a inspeccionar el lugar del mitin y no vio nada anormal… ¿No es anormal que todos los que viven en un edificio, concretamente: en el tercero y cuarto pisos de ese edificio, no hayan visto a un solo individuo extraño? ¿Cómo explicar, pues, esos guantes blancos precisamente en el piso donde estaba la tribuna?

—¿Pretende decirnos que en el Consejo Nacional de Huelga había también guantes blancos?

—Quiero decir que pudo haberlos. Lean con atención los libros de testimonios sobre Tlatelolco y encontrarán cosas interesantes al respecto… Pero lo que yo deseo expresar es que sólo quien se ostentaba corno estudiante, alguien a quien los verdaderos estudiantes consideraban estudiante, podía tener acceso al edificio y, por consiguiente, aunque con mayores trámites de identificación, a la tribuna… Ocurrió el disparo y la tragedia, lamentablemente, fue desencadenada.

—Según usted, debernos llegar a la conclusión de que nadie fue culpable de Tlatelolco, de que lo que pasó allí, esa noche, fue producto de las circunstancias; un imponderable. . . ¿O tal vez lo mejor para todos sería negar que Tlatelolco existió?

—No adulteremos, señores, el sentido de las palabras… Sí hubo culpables de Tlatelolco, pero esos culpables no fueron los soldados, ni, en última instancia, el Gobierno. Los culpables fueron otros, los que operaron desde siempre en la sombra, los que aceleraron a los muchachos, los que los mandaron a matar y a que los mataran, más a esto que a aquello. Ésos fueron, para mí, los culpables… Ni siquiera lo fueron, en parte de importancia, los líderes del Consejo…

—A ésos, en cambio, se les torturó. ¿Por qué o para qué si ya los tenían presos a casi todos?

—Ojala, amigos, pudiera responder a tantos por qué o para qué. Necesitaría yo ser cada soldado, cada policía, cada oficial que se encarnizó con un estudiante para conocer los motivos de su saña.

—Usted fue de los que aprobaron los tormentos.

—En obvio de discusiones bizantinas, lo admito. La brutalidad produce brutalidad.

—Sólo que la brutalidad se ejercía contra los indefensos. No conformes con matar a cientos en Tlatelolco.

—Hablar de cientos es una exageración, pero, en fin.

—… los soldados, los oficiales que los mandaban, los que se los llevaron al campo de concentración y allí los retuvieron incomunicados durante días y semanas los maltrataron como si fueran bestias peligrosas. ¿Va usted a decir que el Gobierno ignoraba eso?

—Uno está a veces demasiado ocupado para enterarse de las cosas en detalle… Quizá porque a determinado nivel uno debe ver el problema en su conjunto, se le escapa la anécdota, la minucia.

—Los pobres estudiantes sufrieron el suplicio en forma particular, individual, minuciosa.

—Eso, señores, es a fin de cuentas lo menos grave, aunque no se me escapa que para cada estudiante al que se torturó, su propio sufrimiento fue, es, lo más importante del mundo… Lo grave, verdaderamente grave, es que Tlatelolco se haya producido; que toda una masa estudiantil haya sido arrastrada a esa insensatez que fue el Movimiento que tuvo su lamentable, su trágico epilogo en Tlatelolco.

—Trágico epílogo que se escribió con mano de soldado.

—Por desgracia, hay hechos cuyas verdaderas motivaciones, cuyo sentido se pierde a causa de la inmediatez… Hechos que hay que ver desde una distancia crítica para poder comprenderlos… Tlatelolco-2 de Octubre no escapa a esta regla. Una de las voces que he oído en la grabadora ha respondido que el sentido de Tlatelolco se conocerá, quizá, dentro de unos años. ¿Qué quiere decir con esto? Que ni él mismo, que lo vivió, que estuvo allí, que arriesgó su sangre y su vida, puede todavía darse cuenta cabal de lo que pasó, o de por qué pasó… Yo, el Gobierno, los que por razón de nuestro deber tuvimos directa o indirectamente conexión con el Movimiento Estudiantil y los acontecimientos de la Plaza, tampoco podemos darnos cuenta cabal de lo que pasó… Tlatelolco, y quisiera que comprendieran ustedes esto, fue sólo un aviso, la anticipación de lo que aún puede suceder…

—¿Qué supone usted que suceda?

—Una trágica repetición; tal vez dentro de un año, tal vez antes, quizá dentro de tres… Los sucesos de julio a octubre del 68 se ajustaron a una pauta, siguieron una secuela previamente calculada. Los provocadores tenían cuatro objetivos: uno, desprestigiar a México; dos, poner a prueba la estabilidad política del país; tres, debilitar al Gobierno y situarlo en condiciones de tener que transar con intereses extranacionales; cuatro, si llegaban a ese punto, interrumpir la institucionalidad de la vida política del país y, como consecuencia de esa interrupción, fundar un gorilato.

—¿Peor que los que padecemos sexenalmente?

—De esos cuatro objetivos, los provocadores lograron los dos primeros. El desprestigio es evidente, como también lo es la estabilidad del país.

—Lo que es evidente, señor, es que usted ha tratado de enredamos con su palabrería. ¿Quién nos devolverá nuestros muertos? Eso es lo único que nos interesa saber; vaya, que me interesa saber a mí.

—No seré yo, evidentemente.

—Usted pudo mandar matar, pero ahora no puede mandar resucitar.

—Yo no mandé matar. Tengo las manos limpias de sangre.

—Por su culpa murieron muchos.

—¿Por mi culpa, dice usted? ¿Fui yo quien dijo: disparen, asesinen, violen, torturen, mutilen? ¿Me cree capaz de llegar a eso?

—Sí… Muchos muertos debe usted llevar en la conciencia.

—Me siento libre de culpa. Fui un hombre que cumplió con su deber; que hizo lo que su conciencia le dictó. Como funcionario público, de haber faltado a mi deber habría traicionado mis principios, mi pasado y mi compromiso con quienes debía servir.

—¡Qué mal anda un país en el que hay que agradecer a los políticos, a los funcionarios, a los hombres como usted, que cumplan con su deber! Muy, muy mal…

—Es su opinión y la respeto. Respeten ustedes, a la recíproca, la mía.

—¿Tiene algo más que decir?

—Cambiemos la pregunta, señores: ¿tienen ustedes algo más que preguntarme?

—¿Quiere alguien preguntar más?

—Ya oímos bastante.

—Un momento. Quisiera que el señor respondiera a esto: si nadie fue culpable de Tlatelolco, ¿por qué retuvieron tantos años en la cárcel a los líderes del Movimiento Estudiantil?

—Esa pregunta podría respondérsela a usted el-Señor-Presidente-de-la-República, no yo. Como saben, yo vivo alejado de la cosa pública, soy un ciudadano común y corriente que no se mete en asuntos políticos… que no tiene por qué opinar a propósito de temas ajenos a su incumbencia o a su conocimiento.

—¿Por qué ningún guante blanco, ningún soldado, ningún provocador de los que usted mencionó, estuvo preso?

—Repito: no es asunto que mi ataña. Mi responsabilidad oficial concluyó al separarme del Gobierno…

—¿Ha concluido también su responsabilidad moral?

—Me siento limpio, lo repito. Nada me reprocha mi conciencia. Nunca hice deliberadamente mal a nadie. Cumplí con mi deber. Y haberlo cumplido, aunque fuera con exceso, no me avergüenza. Por lo demás, creo injusto que se me acredite a mí lo que ustedes llaman culpa, responsabilidad de o por Tlatelolco.

—Fue un crimen tan monstruoso que esa responsabilidad no puede ser atribuida a un solo individuo.

—Si eso piensan ¿por qué me secuestraron a mí?

—El destino nos puso en su camino; o su destino lo puso a usted en el nuestro. Para el caso es igual.

—¿A qué tendencia política son ustedes adictos?

—A ninguna.

—Tal vez los entrenaron también en Corea del Norte. Sus tácticas de secuestro, de incomunicación, de tortura psicológica, esta jaula, esta luz que estalla y me ciega, todo esto, es obra de profesionales. ¿Tienen relación con los que están asaltando bancos?

—Estos métodos, señor, los usa el Gobierno; o acaso, al separarse de él, ¿olvidó los sistemas de tortura de que se vale para que un infeliz preso político se declare culpable de lo que sus verdugos quieran?

—Ya que hemos hablado tan largamente que he respondido a sus preguntas sin evitar ninguna, quiero saber: ¿qué pretenden hacer conmigo?

—Quiero recordarle, por si también lo ha olvidado, que lo trajimos aquí para juzgarlo, ¿entiende? para tomar una decisión que puede significar según opine el tribunal, su vida o su muerte.

—No se atreverán a asesinarme.

—Nadie ha dicho que pensemos hacerlo. Vamos a proceder conforme a nuestra conciencia, así como usted procedió conforme a la suya en el 68…

—A uno de ustedes, no sé a cuál, le hice una proposición. Se la haré a todos, ahora. Fijen un precio por mi rescate y ese precio será pagado. Ese dinero pueden usarlo para financiar su movimiento revolucionario, su guerrilla… Un servicio a cambio de otro: empeño mi palabra de hombre y les prometo que no se investigará quiénes son ustedes ni dónde se encuentra este lugar… Matándome no ganarán nada; matándome se echarán encima a la policía. Matándome, en fin, no recuperarán a sus muertos. Así que…

—Calle ahora.

Me corresponde asumir el dominio de la palabra. Cuanto podía decirse ha sido dicho. Falta solamente un trámite: emitir el veredicto. ¿Libertad? ¿Muerte? Quizá para no olvidarlo yo mismo, recuerdo a los miembros del grupo que nos hemos reunido para juzgar del modo más imparcial posible al hombre que tenemos en la jaula, no para vengarnos de él. Sobre la justicia no debe prevalecer el rencor.

—Si creemos que el señor es inocente nuestro deber es admitirlo, como también lo es condenarlo si estamos convencidos de su culpabilidad… ¿Están ustedes de acuerdo?

Desde la profundidad de la penumbra, la voz unánime de las seis sombras responde:

—De acuerdo.

—¿Desea alguno proponer un sistema de votación?

Reconozco la voz peculiar de Miércoles:

—Para proceder imparcialmente, sugiero que votemos en secreto, por escrito. Así la imparcialidad que se nos pide será total.

—Por mí, está bien.

—Un momento: si hay que votar, se vota de palabra…

Con su impetuosidad Jueves pone en desorden a las voces, y las voces discuten el pro y el contra; lo irregular del procedimiento lo… Pero, finalmente, aunque no en forma unánime, es aceptada la propuesta. Intervengo en mi carácter de moderador:

—Aprobado pues, que se vote de palabra. Pero quisiera que cada uno razonara, muy brevemente, el porqué de su voto.

Hay un grito; no precisamente un grito: una voz más alta que, por un momento, domina a las nuestras. El prisionero está protestando. Le parece injusto que se decida de ese modo su suerte. Tiene derecho, quizá su único derecho, a demandar que el tribunal vote en silencio, por escrito, para que unos no influyan en los otros.

—Usted, cállese —es Martes quien ha hablado—. No va a darnos órdenes.

Nuevamente Jueves:

—Votaremos como se aprobó y ya. ¿Están listos?

—Sí.

—Bien. ¿Lunes?

—¿Qué?

—Responda simplemente libertad o muerte.

Sin titubeo, Lunes:

—Libertad.

Hay cierto desconcierto en el grupo. Jueves y Martes, los más jóvenes se indignan de que Lunes proponga la libertad del prisionero. Intervengo

—Silencio. Lunes ha expresado su sentir, y debemos respetarlo. Cuando les toque turno voten como les parezca. Lunes…

—Sí, señor.

—Razone su voto. ¿Por qué pide la libertad para este hombre?

Lunes carraspea. Se enreda con las palabras; ordena, como puede, las que expresan mejor, a su manera, su pensamiento, su sentimiento:

—¿Para qué desearle mal a un prójimo como él? Tengo familia nueva, me está yendo bien…
Aquello
pasó ya… Así que, por mí, mejor lo soltamos.

—Gracias. ¿Martes?

—Muerte… Muerte porque un hijo de puta como él, no tiene derecho a vivir… Con la suya va a pagar una poquita de la mucha sangre que hizo regar.

Considero conveniente informarles:

—Lo que estamos diciendo está siendo grabado, señores. Los medios de información: periódicos, televisión, radio, recibirán copia de cuanto se diga aquí. Les suplico, en consecuencia, que se abstengan de utilizar un lenguaje soez que pueda dar impresión de brutalidad de parte nuestra.

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