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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

La plaza (11 page)

BOOK: La plaza
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No es necesario que las ondas sobre la ciudad se estremezcan con alarmadas voces de locutores gritando ante sus micrófonos que el personaje ha sido tomado preso por una banda de secuestradores; no es necesario tampoco que los canales de la policía se congestionen con gritos, órdenes y alertas; menos es de esperarse que se convoque a todas las patrullas y se les envíe a rastrear, milímetro a milímetro, la apretada cuadrícula de la urbe; mi largo contacto con la policía a través de su radio me ha enseñado a interpretar, más que las palabras, el sentido que éstas tienen. Así, muchas veces he sabido que algo importante, grave o trágico ha ocurrido o está ocurriendo por un cierto desorden que se origina. No se produce aún esa arritmia; no advierto, paliada por el disimulo, la tensión que siempre termina traicionando a la discreción. El aire que la policía domina, que le pertenece a sus autos, está en calma, como si a eso de las cinco de la tarde no hubiese sido raptado, casi a las puertas de su club de golf, un hombre, un Nombre de primera línea.

Le lanzo cuatro reflectores simultáneos: uno desde cada ángulo de la habitación en la que ha sido plantada la jaula, y él se mueve apenas; apenas demuestra que siente las potentes luces. Lo espío. Se ha tendido sobre el piso de tierra; sus manos asen, de un modo que me parece desesperado, los barrotes; floja, su cabeza cuelga entre los brazos. Sí, está jadeando; sí, transpira como si hubiese corrido o realizado un agotador esfuerzo físico; sí, exhibe un enorme cansancio igual que si durante horas hubiese añadido sus pasos a los pasos infatigables que las bocinas siguen vaciando a cubetadas dentro de lo que es celda y quizá mañana sea cadalso. Los pasos seguirán, calculo, ciento ochenta minutos más. Cuando los he oído, cuando he repasado el carrete que contiene la cinta en la que esos pasos son pulsaciones sonoras, he terminado por desesperarme; quisiera, Mina, que los oyeras tú también, que comprendieras por qué elegí el eco de pasos, de pasos como final y prolongación esa marcha del silencio tan magistralmente narrada; pasos que avanzan no sobre una ciudad, sobre las calles de una ciudad, sino que se inmovilizan en un mismo sitio del recuerdo, que insisten allí, que se repiten, que insisten, que se repiten, que enloquecen, que te hacen enloquecer… y eso, Mina, es lo que busco: enloquecerlo con el ruido del dolor, de la muerte, del terror; llevarlo, a través del ruido, al ruido original, al que tú conociste; a ese ruido en el que te mataron… Que oiga, Mina, que oiga lo que tú, lo que tus compañeros de muerte, los que nunca fueron contados, oyeron en su momento. Que oiga esos

pasos-granadero,

pasos-guante blanco,

pasos-soldado,

que oiga, que oiga, que oiga los pasos del silencio y del odio;

y

ya no puede defenderse, ni de las luces ni de los ruidos; ha renunciado; sus dedos no se aferran más a los barrotes; sus brazos no protegen sus oídos; apoya la cabeza en la reja; derrama sus manos flojamente, palma arriba, sobre la tierra. Es asombroso ver cómo se han deteriorado su altivez y su figura en el corto tiempo que lleva aquí. Su ropa es una arruga, una sola, continua arruga; la piel de su rostro, un papelillo desvaído. Diríase que ha permanecido meses en uno de esos pudrideros a los que antes el Gobierno enviaba a reflexionar a sus enemigos.

A veces el Gobierno se equivoca y encierra a inocentes; las más los encierra también, a sabiendas, Y los somete a complicados, larguísimos procesos, a diligencias que pueden no acabar nunca o concluir de un día para otro, si por razones de política, Las Grandes Potestades deciden, sin más, dejar que el enemigo se marche, y así, Mina, encuentras en las páginas de cualquier diario una declaración como ésta, suscrita por un periodista de otro tiempo que cometió la torpeza, a pesar de ser viejo, de creer que disentir es un privilegio:
«Yo no fui Puesto en libertad por un acto de justicia. Me echaron a la calle para que muriera fuera de la cárcel, aunque fuese en la acera, porque el gobierno no quiere un muerto político, sino presos políticos»
.

¿Nos habremos equivocado nosotros al decidir el secuestro del hombre al que ahora, apagando las luces, abandono a la tristeza de la penumbra? Escogerlo a él, lo sabes, no fue decisión mía; sí, unánime acuerdo del grupo; ese grupo que fui formando poco a poco, luego de infinitos titubeos y recelos, cuando me pareció injusto que tu sangre y la de los que murieron contigo fuera a quedar sin justicia.

¿Quién es el responsable?

¿quién debe pagar por tanto llanto?

¿a quién exigirle las respuestas que aclaren la barbarie?

¿en la cuenta de quién anotar esta deuda de sangre?

Cada uno de los seis propuso un nombre: el nombre de
su
propio culpable. No todas las opiniones coincidían, tal vez porque los seis son diferentes. Bien sabes, Mina, que aunque el dolor iguala a quienes lo sufren o de una forma u otra lo comparten, no siempre los hace pensar del mismo modo, ni atribuirle el que padecen en conjunto (como es el caso ahora) a una misma persona. Es difícil que un obrero (Lunes) que escasamente aprendió a leer y a escribir y que vio morir a su mujer embarazada y a su único hijo de tres años, reaccione de la misma manera que un talentoso médico homos al (Miércoles) que no pudo impedir el asesinato de su madre viuda en el interior de un departamento del Edificio Chihuahua; ni menos puede suponerse que un estudiante (Martes) a quien un Guante Blanco le mató de dos balazos a la hermana herida que se arrastraba hacia una ambulancia, tenga el mismo sentido del rencor que un hombre en sus cuarenta (Viernes) al que el Batallón Olimpia le impidió rescatar a su padre de entre las llamas y el humo que calcinaban y asfixiaban el doceavo piso. Es imposible, aunque los lastima en igual medida, imaginar que el odio de una maestra (Sábado) que recibe el cadáver de su hijo con la boca taponada por sus propios genitales, pueda parecerse al que no olvida Jueves cuando, después de encontrar al hermano que acaba de ahorcarse, lee la carta en la que éste le revela cómo nueve individuos lo violaron en quién sabe qué innominado cuartel, «para que se te quiten las ganas, cabroncito agitador, de andar queriendo tirar al Gobierno»;

pero, no obstante lo válidos que son, ninguno de esos dolores, de esos odios, pueden ser comparables a los míos: padre que te perdió en la plaza, que te recuperó entre los muertos; que cada día, desde el último que te vio, te hace nacer en su memoria, te recrea y te embellece, te ama y te protege de la acción destructora del tiempo: de la vejez y de todo lo que de triste tiene vivir.

Con sus respuestas, el grupo no alcanzaba la unanimidad que le exigía mi conciencia. Tres veces pretendí esa unanimidad y tres veces no la obtuve. Quizá fuera limitarlo demasiado solicitarle un nombre, un solo apellido. Propuse que escribieran una terna y, curioso fenómeno de asociación, cinco de los seis papelitos que en días y lugares diferentes me fueron entregados, aparecía

El Nombre

del Hombre

que tengo en la jaula; el nombre del hombre que yo, caudillo y organizador del grupo, también tenía en mi propia lista. La voluntad había sido expresada. Se lo comuniqué a cada uno; todos estuvieron de acuerdo. Se emprendió la búsqueda, el acoso, la vigilancia, la cacería, el asedio; se le dio forma ‘y movimiento a la venganza que, capturándolo, deseábamos tomarnos para que nada (compromisos políticos, solidaridad de clan) entorpeciera la acción, la justicia; de la única, verdadera justicia, la que por nuestro conducto demandan nuestros muertos.

El tiempo no tiene prisa esta noche. Pasan apenas los primeros minutos de las nueve. Casi dos horas habrán de transcurrir antes de que pueda consultar los noticieros de la televisión. No quiero seguir recordando, fatigándome con el recuerdo y con el odio que el recuerdo aviva. Estoy nervioso yo, calmo por naturaleza, que cultivo hobbies que exigen control y mucha paciencia. Necesito, supongo, hacer algo, entretenerme haciendo algo. Tal vez convenga ilustrar con imágenes el testimonio que estoy construyendo con sonidos. ¿Por qué no ocuparme en tomarle fotografías?

Enciendo ahora nada más dos luces que convergen en el centro de la jaula, de tal modo que el Hombre no pueda esconderse en la sombra como lo estoy yo, como lo están las siete sillas que ocuparemos los que habremos de enjuiciarlo, mañana o más tarde. La grabadora registra lo que él dice, el monólogo desesperado, las preguntas a las que le responden o mi silencio o el click, click, click de la cámara cuando en el pentaprisma veo dibujarse un gesto interesante, una expresión significativa. Es de suponer que sólo las mujeres con las que se acuesta han visto así de nítida la piel de su cara, las arrugas de su cuello, el castigo de la edad alrededor de sus ojos. Supones por la forma en que habla y los términos que emplea, que somos muchos, o por lo menos más de uno, los que estamos en este lugar. Lo supuso así las veces que menos increpó mientras oía las cintas. No se dirige a una persona, a mí; se dirige a todas; a un «ustedes» que reitera, que lo obsesiona, como lo obsesiona saber si somos:

¿comunistas?

fidelistas?

¿guevaristas?

¿maoístas?

¿muristas?

¿panistas?

¿de la CIA?

o

¿hijos-de-puta-del-Gobierno?
—y si no somos nada de todo eso, ¿qué somos, a qué organización pertenecemos, qué político pagó para que lo secuestráramos? ¿Seremos acaso, inaugurando un nuevo estilo de acción directa en México (una acción sólo permitida a los grupos secretos de choque del Estado) guerrilleros del asfalto? ¿o nada más, y una esperanza brilla en sus ojos, delincuentes comunes, una gavilla de sudamericanos fulleros y asaltabancos, colombianos de preferencia, que ha decidido hacerse de buena plata a cambio de su libertad?

—Podríamos hablar, podríamos arreglarnos. Digan cuánto y veríamos la manera de…

Habla, habla, habla. Las palabras son dócil a su imaginación: las domina, sabe usarlas. Ha trazado un plan, él, que ya no puede organizar ninguno. Si la suma es razonable…

—No soy rico, ustedes deben saberlo… Tengo algo, sí, menos de lo que la gente, gustosa de exagerar, me atribuye…

Ya no me interesa oírlo. He terminado de exponer los 36 cuadros de película. Protegido por la oscuridad a la que ahora le está hablando el hombre al que acabo de fotografiar, paso al cuarto de radio. Mientras descargo la cámara sin decidirme a revelar enseguida el rollo o hacerlo más tarde, la grabadora continúa acaparando palabras que forman frases que forman promesas de perdón, ofrecimientos de impunidad a los que estemos comprometidos en su secuestro si le permitimos volver a los suyos que estarán inquietos, preocupados, temerosos, imaginándose lo peor: que esté muerto, por ejemplo; muerto por los que pudieran ser sus enemigos… Se interrumpe. Parece que, de pronto, ha llegado a la conclusión correcta:

—No es dinero lo que buscan, ¿verdad? ¿Es cosa política, no? Por eso las grabaciones, ¿eh? ¿Quieren presionar al Gobierno, cabrones, canjearme por los que están en la cárcel desde el 68? Pero ¿por cuáles si ya los soltaron a todos…? ¿Eso quieren?

Y como nadie le responde, porque los que podrían responderle aún no han sido convocados, se irrita, y por unos minutos es una desesperación enjaulada; y luego, sólo un sollozo, una certidumbre:

El Gobierno no aceptará ningún chantaje. Dejará que ustedes me maten… conozco a sus gentes. Sé que eso harán…

Tomar fotografías, examinar los goteantes negativos imaginar las amplificaciones que obtendré de ellos, ha sido siempre para mí una actividad placentera; esta noche, ese placer será mayor porque cuando concluya el proceso y las imágenes queden impresas en la copia de contacto podré al fin, por primera vez, enfrentarme sin turbación a los gestos del individuo que ha dejado de agitarse dentro de la jaula; por primera vez podré ver la máscara que es su rostro: los ojos, la nariz, los pómulos, las mandíbulas que componen su apariencia; los labios que encubren sus dientes, y me sorprendo pensando que lo odio menos de lo que debiera;

menos de lo que podría esperarse que lo odiaría el hombre que lo acusa, así él no sea el autor material, del asesinato de su hija. Tal vez, y detengo mis pensamientos para que no se desborden, seamos injustos; tal vez nos estemos abrogando derechos de justicia que a Dios incumbe ejercer. ¿Acaso él quiso deliberadamente matar a los que murieron? ¿Acaso no fue él un mero instrumento de otros que en su turno lo fueron del Destino? Yo mismo, de estar al servicio del Poder, de ser el Gobierno, ¿habría procedido de modo distinto a como él procedió Las órdenes?, ¿pueden ser desoídas? Si una hija mía no hubiera muerto, ¿estaría culpando a éste y a los otros a los que hago responsables del vacío, del rencor en que vivo o estaría, como tantos, aplaudiendo la mano firme, la mano dura, la mano recia que el Gobierno del 68 demostró tener cuando apaciguó a los motineros? ¿Qué dije a Manolo Ribeiro, el amigo madrileño del que obtuve la noticia de que otra noche triste acababa de ser vivida, sin yo saberlo, en mi ciudad?

—Si les dieron una felpa, bien merecida se la tenían por revoltosos. Ya era tiempo de que el Gobierno pusiera en paz a tantísimos insolentes…

Desde un tiempo diferente al que yo estaba viviendo (las diez de la mañana para él, en su estudio de Madrid; las tres del amanecer anterior en una casona solitaria de México-capital, para mí). Manolo Ribeiro, que me escuchaba discutir con otro amigo radioaficionado de Cali una jugada famosa de Capablanca, insertó su voz en nuestro diálogo:

—Aló México… Aló México… Aquí, Ribeiro…

—Adelante, Manolo. ¿Cómo va todo por allá?

—Por acá, figúrate, como siempre… que no acaba de marcharse. ¿Y vosotros?

—Esperando la Olimpiada, el 12.

—¿Qué habéis tenido una noche amarga de jaleo, no?

—¿En qué sentido, Manolo?

—Hombre, en que hubo heridos y muertos y el gran follón. Los diarios de acá, y supongo que los vuestros también, están que rebosan de noticias… —Y me fue leyendo escandalosos titulares;

y supe así que había habido en Tlatelolco un enfrentamiento entre estudiantes y policías, entre agentes provocadores y elementos del Ejército; entre el orden y el caos, y del mismo modo supe que los miles de balas que habían convertido en cernidor el aire lluvioso de la noche del 2 de octubre habían matado a varios y herido a más; todo eso lo supe como si no me importara, como si no me afectara:

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