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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

La espuma de los días (8 page)

Las vagonetas estaban alineadas a la entrada de la iglesia.

Colin y Alise se instalaron en la primera y partieron enseguida. Cayeron por un corredor oscuro que olía a religión. La vagoneta corría por los raíles con un ruido de trueno, mientras la música resonaba con gran fuerza. Al final del corredor, la vagoneta embistió una puerta, giró en ángulo recto y apareció el Santo rodeado de luz verde. Hacía horribles gestos y Alise se apretó contra Colin. Telas de araña les rozaban la cara y volvían a su memoria fragmentos de oraciones. La segunda visión fue la de la Virgen, y a la tercera, frente a Dios, que tenía un ojo a la funerala y no parecía nada contento, Colin recordaba ya toda la plegaria y pudo decírsela a Alise.

La vagoneta desembocó con un ruido ensordecedor bajo la bóveda del tramo lateral y se detuvo. Colin descendió, dejó que Alise se colocara en su sitio y esperó a Chloé, que surgió enseguida.

Miraron la nave de la iglesia. Estaba repleta de gente. Todos los que los conocían estaban allí, escuchando la música y gozando de tan bonita ceremonia.

El Vertiguero y el Monapillo, haciendo cabriolas dentro de sus bellos hábitos, aparecieron precediendo al Religioso, quien, a su vez, guiaba al señor Zobispo. Se levantó todo el mundo y el señor Zobispo se sentó en un gran sillón de terciopelo. El ruido de las sillas sobre las losas era sumamente armonioso.

La música cesó repentinamente. El Religioso se arrodilló ante el altar, golpeó el suelo tres veces con la frente y el Monapillo se dirigió hacia Colin y Chloé para conducirlos a su sitio, mientras que el Vertiguero se encargaba de alinear a los Niños de la Fe a ambos lados del altar. Reinaba ahora un profundísimo silencio en la iglesia y la gente contenía el aliento.

Por todas partes, grandes luces lanzaban haces de rayos hacia objetos dorados que los hacían brillar en todas direcciones y las muchas franjas amarillas y violeta de la iglesia daban a la nave el aspecto del abdomen de una gran avispa tumbada, vista desde el interior.

Desde muy arriba, los músicos acometieron un coro difuso. Las nubes penetraban. Traían olor a cilantro y a hierba de las montañas. Hacía calor dentro de la iglesia y se tenía la sensación de estar envuelto dentro de una atmósfera benigna y guateada.

Arrodillados ante el altar, en dos reclinatorios recubiertos de terciopelo blanco, Colin y Chloé, cogidos de la mano, esperaban. Delante de ellos, el Religioso hojeaba con rapidez un libro grande, porque no se acordaba ya de las fórmulas.

De vez en cuando se volvía a echar una miradita a Chloé, cuyo traje le gustaba mucho. Finalmente dejó de hojear el libro, se incorporó e hizo un signo con la mano al director de la orquesta, que atacó la obertura.

El Religioso tomó aliento y comenzó a cantar el ceremonial, respaldado por un fondo de once trompetas con sordina que tocaban al unísono. El señor Zobispo dormitaba dulcemente, con la mano sobre el báculo. Sabía que le despertarían cuando le tocara cantar a él.

La obertura y el ceremonial estaban escritos sobre temas clásicos de blues. Para el Compromiso, Colin había pedido que se tocara el arreglo de Duke Ellington de una vieja melodía muy conocida,
Chloé
.

Delante de Colin, colgado de la pared, se veía a Jesús sobre una gran cruz verde. Parecía feliz de haber sido invitado y lo miraba todo con interés. Colin tenía la mano de Chloé en la suya y sonreía vagamente a Jesús. Se sentía ligeramente fatigado. La ceremonia le salía muy cara, cinco mil doblezones, y estaba contento de que resultara un éxito.

Todo alrededor del altar había flores. Le gustaba la música que estaban tocando en ese momento. Vio al Religioso delante de sí y reconoció su aspecto. Entonces, cerró suave los ojos, se inclinó un poco hacia adelante y dijo: «Sí».

Chloé dijo «Sí» también y el Religioso les estrechó vigorosamente la mano. La orquesta arremetió con mayor fuerza y el señor Zobispo se levantó para la plática. El Vertiguero se deslizó entre dos filas de personas y le dio un buen bastonazo en los dedos a Chick, que acababa de abrir su libro en lugar de escuchar.

22

El señor Zobispo se había marchado; y Colin y Chloé, de pie en la sacristería, recibían apretones de manos e insultos que supuestamente habrían de atraerles la felicidad. Otros les daban consejos para pasar la noche; un vendedor ambulante les ofreció fotos instructivas. Empezaban a sentirse muy cansados. Seguía sonando la música y la gente bailaba en la iglesia, donde se servían helados lustrales y refrescos piadosos junto con emparedados de bacalao. El Religioso se había vuelto a poner la ropa de todos los días, con un gran agujero en la nalga, pero contaba con comprarse un sobretodo nuevo con su parte de los cinco mil doblezones. Además, acababa de estafar a la orquesta, como siempre se hace, y de negarse a pagar la retribución del director de la misma, ya que había muerto antes de haber comenzado. El Monapillo y el Vertiguero desvestían a los Niños de la Fe para colocar los trajes en su sitio, ocupándose este último especialmente de las niñas. Los dos subvertigueros, que habían sido contratados como extras, se habían marchado ya. El camión de los pintureros esperaba afuera. Se disponían a recoger el amarillo y el violeta de las paredes para volverlos a meter en botecitos absolutamente repugnantes.

Al lado de Colin y Chloé, Alise y Chick, Isis y Nicolás recibían también apretones de manos. A su vez, los hermanos Desmaret los daban. Cuando Pegaso veía a su hermano acercarse demasiado a Isis, que estaba a su lado, le daba pellizcos en el trasero con todas sus fuerzas y le llamaba invertido.

Quedaba todavía una docena de personas. Eran los amigos personales de Colin y de Chloé, que iban a ir a la recepción de la tarde. Salieron todos de la iglesia no sin echar una última mirada a las flores del altar y sintieron la bofetada del aire frío en la cara al llegar a la escalinata. Chloé empezó a toser y bajó los escalones muy deprisa para entrar en el coche caliente. Se hizo un ovillo sobre los cojines y se puso a esperar a Colin.

Los demás, de pie en la escalinata, miraban cómo se llevaban a los músicos en un coche celular, porque todos tenían deudas. Iban como sardinas en lata y, para vengarse, soplaban en sus instrumentos, lo cual, en el caso de los violinistas, producía un ruido abominable.

23

Casi cuadrada de forma, y bastante alta de techo, la alcoba de Colin estaba iluminada desde fuera por un ventanal de cincuenta centímetros de altura que se extendía todo a lo largo de la pared a un metro veinte del suelo aproximadamente. Éste se hallaba cubierto por una espesa alfombra de color naranja claro y las paredes estaban revestidas de cuero.

La cama no apoyaba directamente en la alfombra, sino en una plataforma que quedaba a media altura de la pared. Se subía a ella por una escalerilla de roble siracusado guarnecido de cobre rojo-blanco. El nicho que quedaba bajo el lecho servía de gabinete. Había en él libros y confortables sillones, y la fotografía del Dalai-Lama.

Colin dormía aún. Chloé acababa de despertarse y le miraba. Chloé tenía los cabellos en desorden y parecía más joven todavía. En la cama, sólo quedaba una sábana, la de abajo; el resto había volado por toda la habitación, bien calentada por bombas de fuego. Estaba sentada, la barbilla sobre las rodillas, y se frotaba los ojos; después se estiró y se dejó caer hacia atrás, cediendo la almohada bajo su peso.

Colin estaba tumbado boca abajo, abrazado a la larga almohada francesa, y babeaba como si fuera un niño viejo. A Chloé le entró la risa y se arrodilló a su lado para sacudirle con fuerza. Él se despertó, se alzó sobre las muñecas, se sentó y la besó sin abrir los ojos. Chloé se dejaba hacer con cierta complacencia, guiándole hacia los puntos estratégicos.

Chloé tenía la piel color de ámbar y sabrosa como la pasta de almendras.

El ratón gris de los bigotes negros trepó por la escalerilla y les avisó de que Nicolás los esperaba. Se acordaron de repente del viaje y brincaron fuera de la cama. El ratón se aprovechó de su distracción para meter mano generosamente en una gran caja de bombones de zapote que había a la cabecera de la cama.

Se asearon con rapidez, se pusieron ropa a juego y se precipitaron a la cocina. Nicolás les había invitado a desayunar en sus dominios. El ratón siguió tras ellos y se detuvo en el pasillo. Quería saber por qué los dos soles no entraban tan bien como de costumbre e insultarles si procedía.

—¡Vamos, vamos! —dijo Nicolás—, ¿habéis dormido bien?

Nicolás estaba ojeroso y tenía la tez cenicienta.

—Muy bien —dijo Chloé, que se dejó caer en una silla, porque no se tenía en pie.

—¿Y tú? —preguntó Colin, que se había escurrido y se encontraba sentado en el suelo, sin hacer esfuerzo alguno por levantarse.

—A mí, lo que me ha pasado —dijo Nicolás—, es que acompañé a Isis a su casa y me hizo beber como un cosaco.

—¿No estaban sus padres? —preguntó Chloé.

—No —dijo Nicolás—. Sólo estaban sus dos primas, y las tres han querido que me quedara a toda costa.

—¿Qué edad tienen? —preguntó Colin, insidioso.

—No sé —dijo Nicolás—. Yo, al tacto, diría que una dieciséis y dieciocho la otra.

—¿Y has pasado la noche allí? —preguntó Colin.

—¡Bueno!… —dijo Nicolás—, las tres estaban un poco piripis…, tuve que meterlas en la cama. Isis tiene una cama muy grande… y quedaba todavía un sitio. Yo no quería despertaros, así que he dormido con ellas.

—¿Dormido? —dijo Chloé—, la cama debía de estar muy dura, porque tú tienes una cara que ya ya.

Nicolás tosió con muy poca naturalidad y empezó a afanarse con sus cachivaches eléctricos.

—Probad esto —dijo para cambiar de conversación.

Eran albaricoques rellenos con dátiles y ciruelas bañadas en un jarabe untuoso y hecho caramelo por encima.

—¿Estarás en condiciones de conducir? —preguntó Colin.

—Lo intentaré —dijo Nicolás.

—Esto está muy bueno —dijo Chloé—. Come tú también, Nicolás.

—Prefiero algo que eleve más la moral —dijo éste.

Y, ante los ojos de Colin y de Chloé, se preparó un horrible brebaje. Lo hizo con vino blanco, una cucharada de vinagre, cinco yemas de huevo, dos ostras y cien gramos de carne picada, con nata fresca y una pizquita de hiposulfito sódico.

Lo trasegó por completo, haciendo el ruido de un ciclotrón lanzado a toda velocidad.

—¿Qué tal? —preguntó Colin, que casi se atragantaba de risa al ver cómo gesticulaba Nicolás.

—Esto marcha… —respondió Nicolás haciendo un esfuerzo.

Efectivamente, las ojeras desaparecieron de repente de sus ojos como si se hubiera pasado gasolina, y su tez se aclaraba a ojos vistas. Bufó, apretó los puños y rugió. Chloé lo miraba, inquieta.

—¿No te duele la tripa, Nicolás?

—¡En absoluto!… —berreó Nicolás—. Se acabó. Os doy el resto del desayuno y después nos vamos.

24

El cochazo blanco se abría camino cautelosamente entre los baches de la carretera. Colin y Chloé, sentados detrás, miraban el paisaje con un cierto malestar. El cielo estaba encapotado; pájaros rojos volaban al ras de los hilos telegráficos, subiendo y bajando como éstos, y sus gritos agudos se reflejaban en el agua plomiza de los charcos.

—¿Por qué hemos venido por aquí? —preguntó Chloé a Colin.

—Es un atajo —dijo Colin—. Forzoso. La carretera ordinaria está en muy mal estado. Todo el mundo quería utilizarla porque en ella hacía siempre buen tiempo, y ahora no queda más que ésta. No te inquietes. Nicolás conduce muy bien.

—Lo que pasa es que esta luz… —dijo Chloé.

Su corazón latía con rapidez, como encerrado dentro de un cascarón demasiado duro. Colin pasó el brazo alrededor de Chloé y cogió su gracioso cuello entre los dedos donde terminan los cabellos, como se coge un gatito.

—Sí —dijo Chloé, escondiendo la cabeza entre los hombros, porque Colin le hacía cosquillas—. Tócame, sola tengo miedo.

—¿Quieres que ponga los cristales amarillos? —preguntó Colin.

—Pon varios colores.

Colin apretó botones verdes, azules, amarillos, rojos y los correspondientes cristales sustituyeron a los del coche. Uno habría creído estar dentro de un arco iris, y sobre la tapicería de cuero blanco bailaban sombras estrambóticas al paso de cada poste del telégrafo. Chloé se sintió mejor.

A ambos lados de la carretera se veía un musgo raquítico y ralo, de un verde descolorido, y, de vez en cuando, un árbol torturado y desmelenado. No corría el menor soplo de viento que rizara las capas de barro que abrían, al pasar, las ruedas del coche. Nicolás se empleaba a fondo para dominar la dirección y a duras penas lograba mantenerse en el centro de la ruinosa carretera.

Se volvió un instante.

—No os preocupéis —le dijo a Chloé—, esto ya se acaba. La carretera cambia en seguida.

Chloé se volvió hacia el cristal de su derecha y se estremeció. De pie junto a un poste de telégrafos, un animal cubierto de escamas los miraba.

—¡Mira, Colin!… ¿Qué es eso?…

—No sé —dijo—. Pero no tiene aspecto malvado…

—Es uno de esos hombres que se encargan del mantenimiento de las líneas —dijo Nicolás por encima del hombro—. Se visten así para no mancharse de barro…

—Es que era… era algo horrible… —murmuró Chloé.

Colin le dio un beso.

—No tengas miedo, nenita, no era más que un hombre…

Bajo las ruedas, el pavimento parecía hacerse más firme.

Un vago resplandor teñía el horizonte.

—Mira —dijo Colin—. Mira, es el sol.

Nicolás meneó negativamente la cabeza.

—Son las minas de cobre —dijo—. Tenemos que cruzarlas.

El ratón que iba al lado de Nicolás enderezó las orejas.

—Sí —añadió Nicolás—. Va a hacer calor.

La carretera cambió varias veces de dirección. Ahora, el barro empezaba a desprender humo. El coche quedó envuelto en vapores blancos de fuerte olor a cobre. Poco después, el barro se endureció completamente y apareció la calzada, cuarteada y polvorienta. Lejos, más adelante, el aire vibraba como si flotara por encima de un gran horno.

—No me gusta nada esto —dijo Chloé—. ¿No se puede ir por otro sitio?

—No hay más camino que éste —dijo Colin—. ¿Quieres que te deje el libro de Gouffé?… Me lo he traído…

No habían cogido más equipaje, porque pensaban comprarlo todo por el camino.

—¿Bajamos los cristales de colores? —añadió Colin.

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