—¡Nicolás seguramente podrá hacer algo! —afirmó Colin. Y dirigiéndose más particularmente a Alise, prosiguió—: Tiene usted un tío con unas aptitudes extraordinarias.
—Es el orgullo de la familia —dijo Alise—. Mi madre no acaba de conformarse con haberse casado con un simple profesor agregado de matemáticas, mientras que su hermano ha triunfado tan brillantemente en la vida.
—¿Su padre es profesor agregado de matemáticas?
—Sí, es profesor del Colegio de Francia y miembro del Instituto o algo así… —dijo Alise—. Lamentable… a los treinta y ocho años. Podría haber hecho un esfuerzo. Menos mal que tenemos al tío Nicolás.
—¿No iba a venir hoy? —preguntó Chick.
Un perfume delicioso brotaba de los claros cabellos de Alise. Colin se apartó un poco.
—Creo que llegará tarde. Esta mañana andaba maquinando algo… ¿Por qué no venís a almorzar los dos a casa?… Podríamos ver de qué se trata…
—De acuerdo —dijo Chick —. Pero si te crees que voy a aceptar esa proposición sin más, te estás haciendo una falsa concepción del universo. Hay que encontrarte pareja. No voy a dejar que Alise vaya a tu casa; la seducirías con las armonías de tu pianóctel y yo no estoy por la labor.
—¡Pero bueno!… —protestó Colin—. ¿Usted le oye?…
Pero no llegó a oír la respuesta. Un individuo de desmesurada longitud que llevaba cinco minutos haciendo una demostración de velocidad pasó por entre sus piernas doblado hasta el límite hacia adelante, y la corriente de aire producida elevó a Colin varios metros por encima del suelo. Éste se agarró al reborde de la galería del primer piso, trató de elevarse a pulso y cayó nuevamente, al lado de Chick y de Alise.
—Deberían prohibir ir tan deprisa —dijo Colin.
A continuación se persignó porque el patinador acababa de estrellarse contra la pared del restaurante, en el extremo opuesto de la pista, y se había quedado pegado allí como una medusa de papel maché descuartizada por un crío cruel.
Una vez más, los pajes-limpiadores cumplieron su cometido, y uno de ellos colocó una cruz de hielo en el lugar del accidente. Mientras la cruz se derretía, el encargado puso discos de música religiosa.
Después, todo volvió a su orden. Chick, Alise y Colin siguieron dando vueltas.
—¡Mira a Nicolás! —dijo Alise con un gritito.
—¡Y mira a Isis! —dijo Chick.
Nicolás acababa de aparecer en el control e Isis en la pista.
El primero se dirigió hacia los pisos superiores, y la segunda se acercó a Chick, Colin y Alise.
—Hola, Isis —dijo Colin—. Te presento a Alise. Alise, mira, ésta es Isis. Ya conoces a Chick.
Hubo apretones de manos que Chick aprovechó para marcharse con Alise, dejando a Isis del brazo de Colin; éstos partieron detrás.
—Me alegro mucho de verte —dijo Isis.
Colin también se alegraba de verla. Isis: dieciocho años había logrado hacerse con una cabellera castaña, una sudadera blanca y una falda amarilla, junto con un pañuelo verde ácido, zapatos blancos y amarillos y gafas de sol. Era bonita.
Pero Colin conocía demasiado bien a sus padres.
—La semana que viene tenemos una fiesta en casa por la tarde —dijo Isis—. Es el cumpleaños de Dupont.
—¿Quién es Dupont?
—Mi caniche. He invitado a todos los amigos. ¿Vendrás? A las cuatro, ¿de acuerdo?…
—Sí —dijo Colin—. Con mucho gusto.
—Diles a tus amigos que vengan también —dijo Isis.
—¿A Chick y Alise?
—Sí. Son simpáticos. Bueno, entonces ¡hasta el domingo!
—Pero ¿te vas ya? —dijo Colin.
—Sí. Nunca me quedo mucho tiempo. De todas maneras, estoy aquí ya desde las diez…
—Pero ¡si sólo son las once! —dijo Colin.
—Yo estaba en el bar… ¡hasta la vista!
Colin apretaba el paso por las calles llenas de luces. Soplaba un viento seco y fuerte, y bajo sus pies se aplastaban, crepitando, pedazos de hielo resquebrajado.
La gente escondía la barbilla donde podía: en el cuello del abrigo, en la bufanda, en el manguito; incluso vio a uno que empleaba para ello una jaula de alambre y llevaba la puerta de muelle apoyada en la frente.
—Mañana tengo que ir a casa de los Ponteauzanne —iba pensando Colin. Se trataba de los padres de Isis.
—Y esta noche ceno con Chick… Me voy a casa a prepararme para mañana…
Dio una gran zancada para evitar una raya en el bordillo de la acera que parecía peligrosa.
—Si soy capaz de dar veinte pasos sin pisar las rayas no me saldrá el grano en la nariz mañana…
—Bueno, no importa —se dijo, pisando con todo su peso la novena raya—, estas tonterías son una idiotez. De todas maneras, no me va a salir el grano.
Se agachó para recoger una orquídea azul y rosa que el hielo había hecho surgir de la tierra.
La orquídea tenía el mismo olor que los cabellos de Alise.
—Mañana la veré.
Era un pensamiento vitando. Alise pertenecía a Chick de pleno derecho.
—Seguro que encuentro una chica mañana…
Pero sus pensamientos volvían una y otra vez a Alise.
—¿Será verdad que hablan de Jean-Sol Partre cuando están solos?
Quizá lo mejor fuera no pensar en lo que hacían cuando estaban solos.
—¿Cuántos artículos ha escrito Jean-Sol Partre en este último año?…
De todas maneras, no tenía tiempo de contarlos hasta llegar a su casa.
—¿Qué pensará hacer Nicolás de cena esta noche?… Pensándolo bien, el parecido entre Alise y Nicolás no tenía nada de extraordinario, ya que eran de la misma familia.
Pero esto volvía a llevar arteramente al tema prohibido.
—¿Qué preparará, me pregunto, Nicolás para esta noche?
—No sé qué va a hacer para esta noche Nicolás, que se parece a Alise… Nicolás tiene once años más que Alise. Así que tiene veintinueve años. Tiene grandes dotes para la cocina. Seguramente hará fricandó.
Colin se acercaba a su casa.
—Las tiendas de flores no tienen nunca cierres metálicos. A nadie se le ocurre robar flores. Cosa fácil de comprender. Cogió una orquídea anaranjada y gris, cuya delicada corola se doblaba. Brillaba con matizados colores.
—Tiene el mismo color que el ratón de los bigotes negros… Bueno, ya estoy en casa.
Colin subió la escalera de piedra alfombrada de lana. Introdujo en la cerradura de la puerta de cristal plateado una llavecita de oro.
—¡A mí, mis fieles servidores…! ¡Heme aquí de vuelta!…
Lanzó la gabardina sobre una silla y fue a reunirse con Nicolás.
—Nicolás, ¿va a hacer fricandó esta noche? —preguntó Colin.
—Dios mío —dijo Nicolás—, el señor no me había advertido. Yo tenía otros proyectos.
—¿Por qué, diablos coronados —dijo Colin—, me habla usted siempre en tercera persona?
—Si el señor me permite que le dé una explicación, le diré que ciertas familiaridades sólo son admisibles cuando se ha trabajado juntos de guardabarreras, lo que no es el caso.
—Es usted altivo, Nicolás —dijo Colin.
—Tengo el orgullo de mi posición, señor —dijo Nicolás—, y no puede guardarme rencor por ello.
—Desde luego —dijo Colin—. Pero me gustaría que fuera menos distante.
—Yo siento por el señor un afecto sincero, aunque discreto —dijo Nicolás.
—Me siento orgulloso y contento de ello, Nicolás, y le correspondo de verdad. Bueno, entonces, ¿qué hace usted esta noche?
—Una vez más permaneceré fiel a la tradición de Gouffé y prepararé esta vez salchicha de las islas al oporto moscado.
—¿Y cómo se hace eso? —dijo Colin.
—Pues así: «Se toma una salchicha, que se desollará por más que grite, conservándose cuidadosamente la piel. El salchichón se mecha con patas de cabrajo cortadas en lonchas y rehogadas en mantequilla bastante caliente y se echa sobre hielo en una cacerola escalfada. Se sube el fuego y, en el espacio que así se gana, se disponen con gusto rodajas de lechecillas cocidas a fuego lento. Cuando el salchichón emite un sonido grave, se retira con presteza del fuego y se rocía con oporto de calidad. Se revuelve con una espátula de platino. Se unta de grasa un molde y se guarda para que no se oxide. En el momento de servirlo se hace una salsa con un sobrecito de comprimidos de litina y un cuarto de leche fresca». Se guarnece con las lechecillas, se sirve y ¡hale!
—Me he quedado pasmado —dijo Colin—. Gouffé fue un gran hombre. Dígame una cosa, Nicolás, ¿usted cree que mañana tendré un grano en la nariz?
Nicolás examinó con gravedad las napias de Colin y llegó a una conclusión negativa.
—Y, ya que estamos, ¿sabe usted cómo se baila el
biglemoi
?
—Yo me quedé en el descoyuntado estilo
Boissiere
y en la
Tramontana
, creada el semestre pasado en Neuilly —dijo Nicolás— y no domino el
biglemoi
, del que tan sólo conozco los rudimentos.
—¿Cree usted —preguntó Colin— que se puede adquirir en una sesión la técnica necesaria?
—Yo creo que sí —dijo Nicolás—. En lo esencial, no es complicado en absoluto. Conviene tan sólo evitar los errores groseros y las faltas de gusto. Uno de ellos consistiría en bailar el
biglemoi
con el ritmo del
bugui-bugui
.
—¿Eso sería un error?
—Sería una falta de gusto.
Nicolás dejó sobre la mesa el pomelo que había estado pelando durante la conversación y se enjuagó las manos con agua fresca.
—¿Tiene prisa? —preguntó Colin.
—Claro que no, señor —dijo Nicolás—, la cocina está en marcha.
—Entonces, me haría un gran favor si me enseñara esos rudimentos del
biglemoi
—dijo Colin—. Vamos al
living
, voy a poner un disco.
—Aconsejo al señor un ritmo que cree ambiente, algo del estilo de
Chloé
arreglado por Duke Ellington, o bien del Concierto para
]ohnny Hodges
… —dijo Nicolás—. Eso que al otro lado del Atlántico llaman
moody o sultry tune.
—El principio del
biglemoi
—dijo Nicolás—, que el señor conocerá, sin duda, se basa en la producción de interferencias por medio de dos fuentes animadas de un movimiento oscilatorio rigurosamente sincrónico.
—Ignoraba que intervinieran en él conceptos de física tan avanzados.
—En este caso específico —dijo Nicolás—, el bailarín y la bailarina se mantienen a una distancia bastante pequeña el uno del otro, y hacen ondular sus cuerpos siguiendo el ritmo de la música.
—¿Ah, sí? —dijo Colin un poco inquieto.
—Se produce entonces —prosiguió Nicolás— un sistema de ondas estáticas que presentan, como en acústica, crestas y valles, lo que contribuye no poco a crear el ambiente en la sala de baile.
—Claro… —murmuró Colin.
—Los profesionales del
biglemoi
—continuó Nicolás— a veces llegan a crear focos de ondas parásitas haciendo vibrar sincrónicamente algunos de sus miembros por separado. No quiero ponerme pesado; voy a intentar enseñar al señor cómo se hace.
Como le había recomendado Nicolás, Colin escogió
Chloé
y lo centró en el plato del tocadiscos. Posó delicadamente la punta de la aguja en el fondo del primer surco y observó cómo Nicolás entraba en vibración.
—¡El señor está a punto de conseguirlo! —dijo Nicolás—. Sólo una vez más.
—Pero ¿por qué se pone un ritmo tan lento? —preguntó Colin, sudoroso—. Resulta mucho más difícil.
—Existe una razón —dijo Nicolás—. En principio, el bailarín y la bailarina se mantienen a una distancia media el uno del otro. Con una melodía lenta, se puede lograr regular la ondulación de manera que el foco se encuentre hacia la mitad de cada componente de la pareja, quedando la cabeza y los pies, entonces, móviles. Éste es el resultado que se debe obtener teóricamente. Pero ha sucedido, y es de lamentar, que personas poco escrupulosas se han puesto a bailar el
biglemoi
como los negros, es decir, con ritmo rápido.
—Es decir… —inquirió Colin.
—Es decir, que hay un foco móvil en los pies, otro foco móvil en la cabeza y, desgraciadamente, otro foco móvil a la altura de los riñones, quedando como puntos fijos, o seudoarticulaciones, el esternón y las rodillas.
Colin se ruborizó.
—Entiendo —musitó.
—Cuando se trata de un
bugui
—siguió Nicolás—, el efecto es, digámoslo claramente, tanto más lascivo cuanto que la melodía es obsesiva en general.
Colin se quedó pensativo.
—¿Dónde ha aprendido usted el
biglemoi
? —preguntó a Nicolás.
—Me lo ha enseñado mi sobrina… —dijo Nicolás—. He establecido la teoría completa del
biglemoi
en el transcurso de conversaciones con mi cuñado; como el señor sin duda sabe, es miembro del Instituto y no tuvo gran dificultad en comprender el método. Incluso me dijo que él mismo lo había hecho hace diecinueve años.
—¿Su sobrina tiene dieciocho años? —preguntó Colin.
—Y tres meses… —rectificó Nicolás—. Bien, si el señor no me necesita, me vuelvo a cuidar de mi cocina.
—Váyase tranquilo, Nicolás. Y gracias —dijo Colin mientras quitaba el disco que acababa de pararse.
—Me pondré el traje beige y la camisa azul, la corbata beige y roja, los zapatos de ante con pespuntes y los calcetines rojos y beige.
—Primero, voy a hacer mis abluciones, a afeitarme y a darme un repaso y voy a la cocina a ver a Nicolás:
—Nicolás, ¿quiere usted venir a bailar conmigo?
—¡Dios mío! —dijo Nicolás—, si el señor insiste, voy, pero si no, me gustaría poder ocuparme de algunos asuntos cuya urgencia se hace imperativa.
—Nicolás, ¿soy indiscreto si le pido que me diga más concretamente de qué se trata?
—Es que yo soy —dijo Nicolás— Presidente del
Círculo Filosófico del Servicio Doméstico
del distrito, por lo que estoy obligado a acudir con cierta asiduidad a las reuniones.
—No me atrevo a preguntarle el tema de la reunión de hoy…
—Se va a hablar del compromiso. Se establece un paralelo entre el compromiso según las teorías de Jean-Sol Partre, el alistamiento o el reenganche en las tropas coloniales y el compromiso o la contratación a sueldo de las personas que los particulares llaman mozos.
—¡Mira, eso le interesaría a Chick! —dijo Colin.
—Desdichadamente, es de lamentar que el
Círculo
es muy cerrado. El señor Chick no podría ser admitido. Sólo los mozos…