Bebió un gran buche y se atragantó. Chloé se partía de risa. Chick y Alise se acercaron.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Chick. —¡Que no sabe beber! —dijo Chloé.
Alise le dio unos golpecitos suaves en la espalda que resonó como un gong de Bali. De golpe, todos dejaron de bailar para pasar a la mesa.
—Ya está —dijo Chick—. Nos hemos quedado tranquilos. ¿Y si pusiéramos un buen disco?…
Guiñó un ojo a Colin.
—¿Y si bailáramos un poco de
biglemoi
? —propuso Alise.
Chick revolvía en el montón de discos que había junto al tocadiscos.
—Baila conmigo, Chick —le dijo Alise.
—Bueno, ya está —dijo Chick.
Era un
bugui
-
bugui
.
Chloé estaba a la expectativa.
—¿No iréis a bailar el
biglemoi
con eso?… —dijo Colin, horrorizado.
—¿Y por qué no?… —preguntó Chick.
—No hagas caso —dijo Colin a Chloé.
Inclinó ligeramente la cabeza y la besó entre la oreja y el hombro. Ella se estremeció, pero no retiró la cabeza.
Colin tampoco retiró sus labios.
Mientras tanto, Alise y Chick se entregaban a una notable demostración de
biglemoi
al estilo negro.
El disco terminó muy pronto. Alise se soltó y se puso a buscar qué poner a continuación. Chick se dejó caer sobre un diván. Colin y Chloé estaban de pie delante de él. Chick los cogió por las piernas y los hizo caer a su lado.
—Bueno, corderitos míos —dijo—, ¿pita la cosa?
Colin se sentó y Chloé se situó cómodamente cerca de él.
—Es simpática esta chavalilla, ¿eh? —dijo Chick.
Chloé sonrió. Colin no dijo nada, pero pasó el brazo alrededor del cuello de Chloé y se puso a jugar distraídamente con el primer botón de su vestido, que se abría por delante. Alise volvía.
—Córrete un poco, Chick, quiero ponerme entre Colin y tú.
Había elegido bien el disco. Se trataba de Chloé, en la versión adaptada por Duke Ellington. Colin mordisqueaba los cabellos que Chloé tenía junto a la oreja. Murmuró:
—Es exactamente tú.
Y, antes de que Chloé tuviera tiempo de contestar, volvieron todos los demás para seguir bailando, al haberse dado cuenta de que, finalmente, no había llegado todavía el momento de sentarse a la mesa.
—¡Oh!… —dijo Chloé—. ¡Qué lástima!…
—¿Vas a volver a verla? —preguntó Chick.
Estaban sentados a la mesa ante la última creación de Nicolás, una calabaza con nueces.
—No sé —dijo Colin—. No sé qué hacer. ¿Sabes?, es una chica muy fina y muy educada. La última vez, en casa de Isis, había bebido demasiado champán…
—Pero se sentaba muy bien —dijo Chick—. Es muy guapa. ¡No pongas esa cara! ¿Sabes que he encontrado hoy una edición de
La elección posible
antes de la arcada de Partre, en papel higiénico no precortado?
—Pero, ¿de dónde sacas tú tanto dinero? —dijo Colin.
Chick se entristeció.
—Me cuesta muy caro, pero no puedo prescindir de ello —dijo—. Tengo necesidad de Partre. Soy coleccionista. Necesito todo lo que ha hecho.
—Pero si no para —dijo Colin—. Publica por lo menos cinco artículos cada semana…
—Ya lo sé —contestó Chick.
Colin le hizo tomar más calabaza.
—¿Cómo podría volver a ver a Chloé? —dijo.
Chick le miró y sonrió.
—La verdad es que te doy la lata con mis historias de Jean-Sol Partre. Estoy completamente dispuesto a ayudarte…
¿Qué tengo que hacer?
—Es horrible —dijo Colin—. Estoy desesperado y a la vez soy horriblemente feliz. Resulta muy agradable desear algo hasta ese punto.
»Me gustaría —continuó— estar tumbado sobre una hierba un poco tostada, con tierra seca y sol, ¿me entiendes?, hierba amarilla como paja, y crujiente, con montones de bichitos y musgo seco también. Se tumba uno boca abajo y se mira. Hace falta un seto con piedras y árboles retorcidos, y hojitas. Hace mucho bien.
—Y Chloé —dijo Chick.
—Y Chloé, naturalmente —repuso Colin—. Chloé en espíritu.
Quedaron callados algunos instantes. Una jarra aprovechó la ocasión para emitir un sonido cristalino que reverberó en las paredes.
—Toma un poco más de vino de Sauternes —dijo Colin.
—Sí, bueno —dijo Chick—. Gracias.
Nicolás trajo el plato siguiente: pan de piña con crema de naranja.
—Gracias —dijo Colin—. Nicolás, a su juicio, ¿qué puedo hacer para volver a ver a una chica de la que estoy enamorado?
—Dios mío, señor —dijo Nicolás—, evidentemente puede darse el caso… He de confesar al señor que a mí no me ha sucedido nunca.
—Está claro —dijo Chick—. Usted tiene el mismo tipo que Johnny Weissmüller. Pero eso no es el caso general.
—Agradezco al señor esa apreciación que me llega a lo más hondo —dijo Nicolás—. Yo aconsejo al señor —prosiguió, dirigiéndose a Colin— que trate de recoger, por conducto de la persona en casa de la cual ha conocido a la chica cuya presencia parece faltar al señor, ciertas informaciones sobre las costumbres y amistades de esta última.
—Pese a la complejidad de los giros que emplea usted, Nicolás, creo que ésa es, en efecto, una posibilidad. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando se está enamorado, uno se vuelve idiota. Por esa razón no le he dicho a Chick que se me había ocurrido eso mismo hace mucho tiempo.
Nicolás se volvió a la cocina.
—Este muchacho no tiene precio —dijo Colin.
—Sí —dijo Chick —, cocina muy bien.
Bebieron un poco más de Sauternes. Nicolás volvía trayendo una enorme tarta.
—Aquí tienen los señores un postre suplementario —dijo.
Colin cogió un cuchillo, pero, cuando iba a cortar la superficie virgen, se detuvo.
—Es demasiado hermosa —dijo—. Vamos a esperar un poco.
—La espera —dijo Chick— es un preludio en tono menor.
—¿Qué te hace hablar así? —dijo Colin.
Tomó la copa de Chick y la llenó con un vino dorado, denso y móvil como éter pesado.
—No lo sé —repuso Chick—. Ha sido una idea repentina.
—¡Pruébalo! —dijo Colin.
Vaciaron las copas al mismo tiempo.
—¡Es tremendo!… —dijo Chick, y sus ojos se pusieron a brillar con destellos rojizos que se encendían y se apagaban.
Colin se apretaba el pecho.
—Es algo mejor todavía —dijo—. No se parece a nada conocido.
—Eso no tiene la menor importancia —señaló Chick—. Tú tampoco te pareces a nada conocido.
—Tengo la seguridad de que, si bebemos lo suficiente de este vino, Chloé vendrá inmediatamente —dijo Colin.
—¡De eso no hay la menor prueba en absoluto! —dijo Chick.
—Me estás provocando —dijo Colin, acercando su copa.
Chick llenó las dos copas.
—¡Espera! —dijo Colin.
Apagó la lámpara del techo y la lamparita que iluminaba la mesa. Sólo brillaba, en un rincón, la luz verde del icono escocés delante del cual Colin solía meditar.
—¡Oh!… —murmuró Chick.
A través del cristal, el vino relucía con un resplandor fosforescente e incierto que parecía emanar de una miríada de puntos luminosos de todos los colores.
—Bebe —dijo Colin.
Bebieron los dos. El resplandor quedaba adherido a sus labios. Colin volvió a encender las luces. Parecía dudar si quedarse de pie.
—Una vez al año no hace daño —dijo—. Creo que podríamos terminamos la botella.
—¿Y si cortáramos la tarta? —dijo Chick.
Colin cogió un cuchillo de plata y se puso a trazar una espiral sobre la blancura pulida de la tarta. De repente, se detuvo y miró su obra con sorpresa. Voy a probar una cosa —dijo.
Tomó una hoja de acebo del ramo de la mesa y, con una mano, asió la tarta. Haciéndola girar rápidamente sobre la punta del dedo, colocó, con la otra mano, una de las puntas del acebo en la espiral.
—¡Escucha!… —dijo.
Chick escuchó. Era la canción
Chloé
en la versión arreglada por Duke Ellington.
Chick miró a Colin. Estaba tremendamente pálido.
Chick le quitó el cuchillo de la mano y lo hincó con ademán firme en la tarta. La cortó en dos y, dentro de la tarta, vieron que había un nuevo artículo de Partre para Chick y una cita con Chloé para Colin.
Colin, de pie en el rincón de la plaza, esperaba a Chloé. La plaza era redonda y en ella había una iglesia, palomas, un jardín, bancos y, delante, coches y autobuses sobre la calzada de macadam. El sol también esperaba a Chloé, pero él podía entretenerse en hacer sombras, en hacer germinar granos de judía silvestre en los intersticios que se prestaban a ello, en hacer cerrar las ventanas y en hacer avergonzarse a un farol encendido a causa de una inconsciencia de un Cepedeísta.
Colin arrollaba el borde de sus guantes y preparaba su primera frase. Frase que se modificaba cada vez más rápidamente a medida que se aproximaba la hora del encuentro. No sabía adónde llevar a Chloé. Quizás a un salón de té, pero, por lo general, en estos sitios el ambiente es más bien deprimente y no le gustaban en absoluto esas señoras glotonas de cuarenta años que se comen siete pasteles de crema con el meñique estirado. Colin no concebía la glotonería más que en los hombres, en los que adquiere todo su sentido sin privarles de su dignidad natural. Tampoco podía llevarla al cine: ella no aceptaría. Tampoco al diputádromo; no le gustaría. Tampoco a las carreras de terneras, porque le daría miedo. Al Hospital Saint-Louis tampoco, porque está prohibido. Tampoco al Museo del Louvre; hay sátiros detrás de los querubines asirios. A la estación de Saint Lazare ni hablar, porque no hay más que carretillas y ni un solo tren.
—¡Hola!…
Chloé había llegado por detrás. Colin se quitó el guante con rapidez, se enredó en él, se dio un gran puñetazo en la nariz, dijo «¡Ay!» y estrechó la mano de Chloé, que reía.
—Pareces un poco nervioso.
Un abrigo de piel de pelo largo, del color de sus cabellos, y un gorro también de piel; botitas cortas de piel vuelta.
Chloé cogió a Colin del brazo.
—Dame el brazo. Hoy no estás muy espabilado.
—Sí. Las cosas marcharon mejor la última vez —confesó Colin.
Ella se rió otra vez, lo miró y se volvió a reír todavía más.
—Te estás riendo de mí —dijo Colin—. Eso no es muy caritativo.
—¿No te alegras de verme? —dijo Chloé.
—¡Sí!… —contestó Colin.
Iban caminando por la primera acera que les salió al paso. Una nubecilla rosa descendía del aire y se aproximaba a ellos.
—¿Voy? —propuso.
—Ven —dijo Colin.
Y la nubecita les envolvió. Dentro de ella hacía calorcito y olía a azúcar con canela.
—¡Ya no se nos puede ver! —dijo Colin—. ¡En cambio, nosotros sí podemos ver a la gente!
—Es un poco transparente —dijo Chloé—. No te fíes.
—No importa, de todas maneras se siente uno mejor —dijo Colin—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Pasear. Sencillamente pasear… ¿Te aburre? Entonces cuéntame cosas.
—Yo no tengo muchas cosas que contar —dijo Chloé—. Podemos mirar escaparates. ¡Mira ése!… Es interesante.
Dentro del escaparate una hermosa mujer estaba tendida sobre un colchón de muelles. Tenía el pecho desnudo y un aparato le cepillaba los senos hacia arriba con largos cepillos sedosos de pelo blanco y fino. El cartel decía:
Economice zapatos con el Antípoda del Reverendo Charles
.
—Es una buena idea —dijo Chloé.
—¡Pero no tiene nada que ver!… —dijo Colin—. Es bastante más agradable con la mano.
Chloé enrojeció.
—No digas cosas de ésas. No me gustan los chicos que dicen cosas feas delante de las chicas.
—Lo siento… —dijo Colin—, yo no quería…
Parecía tan triste que ella sonrió y le sacudió un poquito para hacerle ver que no estaba enfadada.
En otro escaparate, un hombre gordo con delantal de carnicero degollaba niños pequeños. Se trataba de un escaparate de propaganda de la Beneficencia.
—Mira a dónde va a parar el dinero —dijo Colin—. Les debe costar un riñón limpiar eso todas las noches.
—¡Pero no serán de verdad!… —dijo Chloé asustada.
—¿Cómo saberlo? —dijo Colin—. Además, a la Beneficencia le sale gratis.
—A mí eso no me gusta. Antes no se veían escaparates de propaganda de esa clase. No creo que sea ningún progreso.
—Pero eso no tiene ninguna importancia —dijo Colin—. Eso sólo actúa sobre quienes creen en esas imbecilidades.
—¿Y eso, qué te parece?… —dijo Chloé.
En el escaparate había una barriga montada sobre ruedas de goma, bien redonda y rolliza. El anuncio decía:
La suya tampoco hará arrugas si la plancha con la Plancha Eléctrica
.
—¡Pero yo conozco esa barriga!… —dijo Colin—. ¡Es la barriga de Sergio, mi antiguo cocinero!… ¿Qué puede estar haciendo ahí?
—¿Y eso qué importa? —dijo Chloé—. No irás a ponerte a elucubrar sobre esa barriga, que, por otra parte, es demasiado gorda…
—¡Es que cocinaba muy bien!…
—Vámonos —dijo Chloé—. No quiero ver más escaparates, estoy harta.
—¿Qué hacemos? —dijo Colin—. ¿Vamos a tomar el té a cualquier parte?
—No hombre… Todavía no es hora… y, además, a mí tampoco me gusta mucho eso.
Colin respiró aliviado y sus tirantes chascaron.
—¿Qué ha sido ese ruido?
—Yo, que he pisado una rama seca —explicó Colin, sonrojándose.
—¿Y si fuéramos a pasear por el Bosque de Bolonia? —dijo Chloé.
Colin la miró encantado.
—Es una excelente idea. Además, no habrá nadie.
A Chloé se le subieron los colores.
—No es por eso. Además —añadió para vengarse—, no iremos más que por los paseos grandes, porque, si no, se moja uno los pies.
Colin apretó un poco el brazo que sentía bajo el suyo.
—Vamos a coger el metro —dijo Colin.
El metro estaba flanqueado a ambos lados por hileras de jaulas de grandes dimensiones en que los Ordenadores Urbanos guardaban las palomas de recambio destinadas a las plazoletas y monumentos. Había también criaderos de gorriones y pío-píos de gorrioncitos. La gente no pasaba mucho por allí porque las alas de todos estos pájaros levantaban una terrible corriente de aire en la que revoloteaban minúsculas plumas blancas y azules.
—¿Pero es que no paran nunca de moverse? —dijo Chloé ajustándose el gorro para que no se le volara.
—Es que no son siempre los mismos —dijo Colin.