—Nicolás —preguntó Colin—. ¿Por qué se emplea siempre el plural?
—El señor observará sin duda que la expresión «mozo» resulta anodina cuando se habla de un hombre, mientras que «moza», en el caso de una mujer, adquiere un significado claramente agresivo…
—Tiene razón, Nicolás. ¿Qué cree usted? ¿Encontraré hoy mi alma gemela?… Me gustaría un alma gemela del tipo de su sobrina…
—El señor hace mal en pensar en mi sobrina —dijo Nicolás—, puesto que se desprende de acontecimientos recientes que el señor Chick ha llegado primero.
—Pero, Nicolás —dijo Colin—, tengo tantas ganas de estar enamorado…
Del pico del hervidor del agua salió una nubecilla de vapor caliente, y Nicolás fue a abrir. El portero traía dos cartas.
—¿Hay correo? —preguntó Colin.
—Lo siento, señor, pero las dos cartas son para mí. ¿Es que el señor espera noticias?
—Desearía que me escribiera una chica —dijo Colin—. Me gustaría mucho.
—Son las doce —cortó Nicolás—. ¿Desea desayunar el señor? Hay rabo de buey molido y un bol de ponche aromatizado con cuscurros untados con mantequilla de anchoas.
—Nicolás, ¿por qué Chick no quiere venir a comer con su sobrina si no invito yo a otra chica?
—El señor me perdonará —dijo Nicolás— pero yo haría lo mismo. El señor tiene un gran atractivo.
—Nicolás —dijo Colin—. Si esta tarde no me enamoro de verdad, me dedicaré a coleccionar las obras de la duquesa de Bovouard para gastar una broma a mi amigo Chick.
—Yo querría estar enamorado —dijo Colin—. Tú querrías estar enamorado. Él querría también estar enamorado. Nosotros, vosotros, querríamos, querríais estar. Ellos también querrían enamorarse…
Se estaba haciendo el nudo de la corbata delante del espejo del cuarto de baño.
—Me falta ponerme la chaqueta y el abrigo, la bufanda, el guante derecho y el guante izquierdo. No llevaré sombrero para no despeinarme. ¿Qué estás haciendo ahí?
Hablaba al ratón gris, el de los bigotes negros, que no estaba por cierto en su sitio, en el vaso de enjuagarse los dientes, aunque asomara por el susodicho vaso con aspecto desenvuelto.
—Imagínate —dijo al ratón, sentándose en el borde de la bañera (rectangular y pintada de esmalte amarillo) para acercarse a él— que en casa de los Ponteauzanne me encuentro con mi viejo amigo Chose…
El ratón asintió.
—Supón también, ¿por qué no?, que tenga una prima. Llevaría una sudadera blanca, una falda amarilla, y se llamaría Al… Onésima…
El ratón cruzó las patas y pareció sorprendido.
—No es que sea un nombre bonito —admitió Colin—. Pero tú eres un ratón y tienes bigotes. Así que…
Se levantó.
—Ya son las tres. ¿Lo ves? Me estás haciendo perder el tiempo. Chick y… Chick seguramente llegará muy pronto. —Se chupó el dedo y lo levantó por encima de su cabeza. Lo volvió a bajar casi de inmediato. Le ardía como si lo tuviera en un horno.
—Habrá amor en el aire —concluyó—. Esto está que arde.
—Yo me levanto, tú te, él se levanta, nosotros, vosotros, ellos, levantamos, levantáis, levantan. ¿Quieres salir del vaso?
El ratón demostró que no tenía necesidad de nadie y salió él solo, no sin tallar antes un trozo de jabón en forma de pirulí.
—No vayas dejando jabón por todas partes —dijo Colin—. ¡Cuidado que eres goloso!…
Salió del cuarto de baño, pasó a su alcoba y se puso la chaqueta.
—Nicolás se ha debido de marchar… seguro que conoce chicas extraordinarias… Dicen que las muchachas de Auteuil se emplean en casa de los filósofos como chicas para casi todo…
Cerró la puerta de su habitación.
—El forro de la manga izquierda está un poco desgarrado y yo no tengo cinta aislante… Bueno, le pondré un clavo. La puerta golpeó tras él con el ruido de una mano desnuda sobre una nalga desnuda… Esta idea le produjo un estremecimiento.
—Voy a pensar en otra cosa… Imaginemos que me parto los morros en la escalera…
La alfombra de la escalera, de color malva muy claro, sólo estaba desgastada cada tres escalones porque Colin los bajaba de cuatro en cuatro. Tropezó con una de las varillas niqueladas y se enredó en la barandilla.
—Así aprenderé a no decir idioteces. Me está bien empleado. ¡Yo, tú, soy, es idiota!…
Le dolía la espalda. Al llegar abajo cayó en por qué y se quitó la varilla entera del cuello del abrigo.
La puerta de la calle se cerró tras él con el ruido de un beso en un hombro desnudo…
—¿Qué habrá que ver en esta calle?
En primer plano, dos obreros estaban jugando a la rayuela. La barriga del más gordo saltaba a contratiempo de su propietario. Como tejo utilizaban un crucifijo pintado de rojo al que le faltaba la cruz. Colin los dejó atrás.
Tanto a derecha como a izquierda se levantaban hermosas construcciones de adobe con ventanas de guillotina. Una mujer estaba asomada a una ventana. Colin le lanzó un beso.
Ella le sacudió sobre la cabeza la alfombrilla de la cama de muletón negro y plateado que tanto detestaba su marido.
Las tiendas alegraban el aspecto cruel de los grandes inmuebles. Un puesto al aire libre de artículos para faquir llamó la atención de Colin. Reparó en la subida de los precios de los cristales para ensalada y de los clavos para tapizar en relación con la semana anterior.
Se cruzó con un perro y con otras dos personas. El frío hacía que la gente se quedara en casa. Los que lograban liberarse de sus garras dejaban en ellas jirones de sus vestidos y se morían de anginas.
En el cruce, el agente tenía la cabeza escondida dentro del capote. Parecía un enorme paraguas negro. Mozos de café daban vueltas alrededor de él para calentarse.
Dos enamorados se besaban debajo de un porche.
—No quiero verlos. No, no quiero verlos. Me fastidian.
Colin cruzó la calle. Dos enamorados se besaban debajo de un porche.
Colin cerró los ojos y echó a correr…
Los volvió a abrir muy deprisa, pues, bajo sus párpados, veía montones de chicas, y eso le hacía perder el rumbo. Delante de él había una. Iba en su misma dirección. Se podían ver sus lindas piernas metidas en botas blancas de piel de cordero, su abrigo de piel de mameluco deslustrada y su sombrero haciendo juego. Bajo el sombrero, cabellos rojos. El abrigo le hacía los hombros anchos y bailaba a su alrededor.
—Voy a adelantarla. Quiero verle el tipo…
La adelantó y se echó a llorar. Tenía por lo menos cincuenta y nueve años. Colin se sentó en el bordillo de la acera y siguió llorando. Esto le consolaba mucho y las lágrimas, crepitando un poco, se congelaban y acababan rompiéndose en el granito liso de la acera.
Al cabo de cinco minutos, se dio cuenta de que se hallaba ante la casa de Isis Ponteauzanne. Dos chicas pasaron a su lado y entraron en el vestíbulo de la casa.
El corazón se le infló desmesuradamente. Se sintió aliviado, se levantó del suelo y entró detrás de ellas.
Desde el primer piso se oía ya el murmullo confuso de las conversaciones de la reunión en casa de los padres de Isis. La escalera daba tres vueltas sobre sí misma y amplificaba en su caja los sonidos, como hacen las aletas en el resonador cilíndrico de un vibráfono. Colin subía las escaleras con la nariz en los tacones de las dos chicas. Unos bonitos tacones reforzados de nailon color carne, zapatos altos de piel fina y tobillos delicados. Venían luego las costuras de las medias, muy ligeramente fruncidas, como largas orugas, y los huecos de las articulaciones de las rodillas. Colin se detuvo y dejó pasar dos escalones. Se puso en marcha de nuevo. Ahora podía ver la parte alta de las medias de la chica de la izquierda, el doble espesor de la malla y la blancura sombreada del muslo.
La falda plisada de la otra hacía imposible la misma diversión, pero, bajo el abrigo de castor, sus caderas eran más redondas, y hacían surgir un pequeño manojo de pliegues alternativos. Por pudor, Colin pasó a mirar los pies y vio que éstos se detenían en el segundo piso.
Siguió a las dos chicas, a quienes acababa de abrir una doncella.
—¡Hola, Colin! —dijo Isis—. ¿Cómo estás?
La atrajo hacia él y la besó cerca de los cabellos. Isis olía bien.
—¡Pero hoy no es mi cumpleaños! —protestó Isis—, ¡es el de Dupont!
—¿Donde está ese Dupont? ¡Quiero felicitarlo!
—Es horroroso —dijo Isis—. Esta mañana le han llevado al esquilador para que estuviera guapo. Lo han bañado y todo, y, a las dos horas, tres de sus amigos han llegado con un innoble y costroso paquete de huesos y se lo han llevado. ¡Seguro que vuelve en un estado espantoso!…
—Al fin y al cabo, es su cumpleaños —observó Colin.
Por la abertura de la doble puerta veía chicos y chicas. Una docena de ellos estaban bailando. La mayoría, de pie los unos al lado de los otros, estaban juntos, por parejas del mismo sexo, con las manos en la espalda, e intercambiaban impresiones poco convincentes con expresión poco convencida.
—Quítate el abrigo —dijo Isis—. Ven, te llevo al guardarropa de los hombres.
La siguió, cruzándose al pasar con otras dos chicas, que volvían del cuarto de Isis, metamorfoseado en guardarropa de las chicas, haciendo ruido con sus bolsos y polveras. Del techo colgaban ganchos de hierro que se le habían pedido prestados al carnicero; para que hiciera bonito, Isis había pedido prestadas también dos cabezas de cordero bien desolladas, que sonreían desde los dos últimos ganchos de la fila.
El guardarropa de los hombres, que se había improvisado en el despacho del padre de Isis, se había dispuesto haciendo desaparecer los muebles de la habitación. Se tiraba el abrigo por el suelo y listo. Eso fue lo que hizo Colin y se paró un momento delante de un espejo.
—Vamos, ven —se impacientaba Isis—. Te voy a presentar a unas chicas encantadoras.
Colin la atrajo hacia sí cogiéndola por las muñecas.
—Tienes un vestido precioso —le dijo. Era un vestido muy sencillo, de lana color verde-almendra con grandes botones de cerámica dorada y una rejilla de hierro forjado que formaba el canesú de la espalda.
—¿Te gusta? —dijo Isis.
—Es encantador. ¿Se puede pasar la mano a través de los alambres sin que muerda?
—No te fíes demasiado —repuso Isis.
Isis se soltó de Colin, le cogió de la mano y le arrastró al centro de sudoración. Se tropezaron con dos recién llegados del sexo fuerte, se deslizaron por el recodo del pasillo y se reunieron con el núcleo central por la puerta del comedor.
—¡Mira, mira! —dijo Colin—. ¿Han llegado ya Alise y Chick?
—Sí —repuso Isis—. Ven, te presento a…
Por término medio, las chicas estaban potables. Una de ellas llevaba un vestido de lana verde-almendra, con grandes botones de cerámica dorada y, en la espalda, un canesú de forma muy especial.
—Preséntame sobre todo a ésa —dijo Colin.
Isis le sacudió para que se estuviera tranquilo.
—¿Vas a ser buen chico de una vez?…
Colin acechaba ya a otra y tiraba de la mano de su conductora.
—Mira, éste es Colin —dijo Isis—. Colin, te presento a Chloé.
Colin tragó saliva. La boca le ardía como si la tuviera llena de buñuelos ardiendo.
—¡Hola!… —dijo Chloé.
—Hola… ¿Eres una versión adaptada por Duke Ellington?… —preguntó Colin y se marchó porque estaba convencido de que había dicho una estupidez.
Chick lo agarró del faldón de la chaqueta.
—Pero ¿dónde vas? ¿No te irás a marchar ya? Mira…
Chick sacó del bolsillo un libro pequeño encuadernado en tafilete rojo.
—Es el original de
La paradoja sobre lo repugnante
, de Partre…
—¿Es que ya lo has encontrado? —dijo Colin.
Se acordó entonces de que se marchaba y empezó a marcharse. Alise le cortaba el paso.
—Vamos, ¿es que te vas a ir sin haber bailado ni siquiera una vez conmigo?
—Perdóname —dijo Colin—, pero es que acabo de hacer una idiotez y me fastidia quedarme.
—Pero, cuando le miran a uno así, tiene la obligación de aceptar…
—Alise —gimió Colin enlazándola y rozando su mejilla contra sus cabellos.
—¿Qué te pasa, mi buen Colin?
—¡Calla, calla!… y ¡mierda!… ¡Diablos coronados! ¿Ves a aquella chica?…
—¿Chloé?…
—¿La conoces?… —dijo Colin—. Le he dicho una idiotez, por eso es por lo que me marcho.
No añadió que dentro del pecho le sonaba una especie de música militar alemana, en la que no se oye más que el bombo.
—¿Verdad que es guapa? —preguntó Alise.
Chloé tenía los labios rojos, el pelo moreno y un aspecto de felicidad en el que no dejaba de intervenir su vestido.
—No me atrevo —dijo Colin.
Pero dejó a Alise y fue a sacar a bailar a Chloé. Ésta le miró. Reía y le puso la mano derecha en el hombro. Colin sentía sus dedos frescos en el cuello. Colin redujo la distancia entre sus cuerpos mediante un encogimiento del bíceps derecho transmitido desde el cerebro a lo largo de un par de nervios craneanos juiciosamente escogido.
Chloé le seguía mirando. Tenía los ojos azules. Agitó la cabeza para echar hacia atrás sus cabellos rizados y brillantes y, con gesto firme y decidido, apoyó la sien en la mejilla de Colin.
Se hizo un gran silencio todo alrededor y la mayor parte del resto de la gente dejó de contar en absoluto.
Pero, como era de esperar, el disco se acabó. Sólo entonces Colin volvió a la auténtica realidad y se dio cuenta de que el techo era una claraboya a través de la cual estaban mirando los vecinos del piso de arriba, de que una espesa franja de agua irisada ocultaba el pie de las paredes, de que gases de colores variados se escapaban de aberturas practicadas acá y allá, y de que su amiga Isis estaba delante de él y le ofrecía pastelillos de una bandeja herciniana.
—No, gracias, Isis —dijo Chloé sacudiendo sus bucles.
—Gracias, Isis —añadió Colin cogiendo un pastelillo en miniatura de tipo ramificado—. Haces mal —dijo a Chloé—. Están muy buenos.
A continuación tosió porque, por desdicha, había tropezado con una púa de erizo alevosamente disimulada en el pastel. Chloé se rió, dejando ver sus lindos dientes.
—¿Qué te pasa?
Colin tuvo que soltarla y apartarse para toser a gusto; finalmente se le pasó. Chloé volvió con dos copas.
—Bébete esto, te pondrá en forma.
—Gracias —dijo Colin—. ¿Es champán?
—Es un cóctel.