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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

La espuma de los días (6 page)

Lucharon a brazo partido con los faldones de su abrigo.

—Démonos prisa en alejamos de las palomas; los gorriones levantan menos aire —añadió Chloé apretándose contra Colin.

Apretaron el paso y salieron de la zona peligrosa. La nubecita no les había seguido. Había tomado el atajo y los esperaba ya en el otro extremo.

14

El banco parecía estar un poco húmedo y color verde oscuro. Pese a todo, el paseo no estaba muy concurrido y ellos se encontraban a gusto.

—¿Tienes frío? —preguntó Colin.

—Con esta nubecita, no —dijo Chloé—, pero de todas maneras me voy a arrimar un poco a ti.

—Muy bien… —dijo Colin, y se ruborizó un poco.

Esto le causó una sensación rara. Enlazó con su brazo la cintura de Chloé. El gorro de piel se le había inclinado del otro lado y tenía, muy cerca de los labios, un mechón de lustrosos cabellos.

—Me gusta mucho estar contigo —dijo.

Chloé no dijo nada. Respiró un poco más deprisa y se acercó imperceptiblemente.

Colin le hablaba casi al oído.

—¿No te aburres? —preguntó.

Chloé dijo no con la cabeza, y, aprovechando el movimiento, Colin pudo acercarse aún más.

—Yo… —dijo muy cerca de su oreja, y, en ese momento, como por error, ella volvió la cabeza y Colin besó sus labios.

No duró mucho, pero la siguiente vez fue mucho mejor. Entonces hundió su cara en los cabellos de Chloé y permanecieron así, sin decir nada.

15

—Has sido muy amable viniendo, Alise —dijo Colin—. Sin embargo, vas a ser la única chica.

—No importa —dijo Alise—. Chick está de acuerdo.

Chick asintió. Pero en realidad la voz de Alise no acababa de ser alegre.

—Chloé no está en París —dijo Colin—. Se ha marchado a pasar tres semanas en casa de unos parientes en el sur.

—Debes de sufrir mucho —dijo Chick.

—¡En mi vida he sido más feliz! —dijo Colin—. Quería anunciaros que nos hemos prometido…

—Te felicito —dijo Chick. Evitaba mirar a Alise.

—¿Y con vosotros qué pasa? —preguntó Colin—. La cosa no parece marchar demasiado.

—No pasa nada —dijo Alise—. Lo que sucede es que Chick es tonto.

—No, mujer, no —dijo Chick—. No le hagas caso, Colin… No pasa nada.

—Estáis diciendo lo mismo y sin embargo no estáis de acuerdo —dijo Colin—; por lo tanto, uno de los dos miente, o los dos. Venid, vamos a cenar en seguida.

Pasaron al comedor.

—Siéntate, Alise —dijo Colin—. Ponte a mi lado, me vas a contar qué sucede.

—Chick es tonto —dijo Alise—. Dice que no tiene sentido seguir conmigo porque no tiene dinero para darme una buena vida y se avergüenza de no casarse conmigo.

—Soy un cerdo —dijo Chick.

—No sé en absoluto qué deciros —dijo Colin.

Él se sentía tan feliz que le daba muchísima pena.

—No es el dinero lo que más importa —dijo Chick—. Lo que pasa es que los padres de Alise no tolerarán que me case con ella, y tendrán razón. Hay una historia parecida en un libro de Partre.

—Es un libro estupendo —dijo Alise—. ¿Lo has leído, Colin?

—Hay que ver cómo sois —dijo Colin—. Estoy seguro de que os gastáis todo vuestro dinero en esos libros.

Chick y Alise agacharon la cabeza.

—La culpa es mía —dijo Chick—. Alise ya no se gasta nada en Partre. No se ocupa ya casi nada de él desde que vive conmigo.

Su voz encerraba un cierto reproche.

—Tú me gustas más que Partre —dijo Alise. Estaba a punto de llorar.

—Eres muy buena —dijo Chick—. Yo no te merezco. Pero mi vicio es coleccionar a Partre y, por desgracia, un ingeniero no puede permitirse tenerlo todo.

—Lo siento mucho —dijo Colin—. A mí lo que me gustaría es que os fuera todo bien. ¿Por qué no desdobláis las servilletas?

Debajo de la de Chick había un ejemplar encuadernado en semimofeta de El vómito y debajo de la de Alise una gran sortija de oro en forma de náusea.

—¡Oh!… —dijo Alise.

Rodeó con sus brazos el cuello de Colin y le besó.

—Eres un tipo estupendo —dijo Chick—. No sé cómo darte las gracias; además, sabes muy bien que no puedo hacerlo como querría.

Colin se sintió reconfortado. Y Alise estaba verdaderamente bella aquella noche.

—¿Qué perfume llevas? —dijo—. Chloé se pone esencia de orquídea bidestilada.

—Yo no me pongo perfume —dijo Alise.

—Es su olor natural —añadió Chick.

—¡Es fabuloso!… —dijo Colin—. Hueles a bosque, con un arroyo y conejitos.

—¡Háblanos de Chloé!… —dijo Alise halagada.

Nicolás traía los entremeses.

—Hola, Nicolás —dijo Alise—. ¿Cómo te va?

—Bien —dijo Nicolás.

Dejó la bandeja sobre la mesa.

—¿No me das un beso? —dijo Alise.

—No tenga reparos, Nicolás —dijo Colin—. Incluso sería un gran placer para mí que cenara con nosotros…

—¡Sí, sí!… —dijo Alise—. Cena con nosotros.

—El señor me confunde con su amabilidad, pero no puedo sentarme a su mesa vestido así…

—Escuche, Nicolás. Vaya a cambiarse si quiere, pero le doy la orden de cenar con nosotros.

—Le doy las gracias al señor —dijo Nicolás—. Voy a cambiarme.

Dejó la bandeja sobre la mesa y salió.

—Bueno —dijo Alise—. Y de Chloé ¿qué hay?

—Servíos. No sé lo que es, pero debe ser algo bueno.

—¡Nos haces sufrir esperando!… —dijo Chick.

—Me voy a casar con Chloé dentro de un mes —dijo Colin—. Y me gustaría tanto que fuera mañana…

—¡Oh! —dijo Alise—, qué suerte tienes.

Colin sentía vergüenza de tener tanto dinero.

—Escucha, Chick —dijo—, ¿quieres que te dé dinero?

Alise miró a Colin con ternura. Colin era tan buen chico que se veía cómo sus pensamientos azules y malva se agitaban en las venas de sus manos.

—No creo que eso sea la solución —dijo Chick.

—Podrías casarte con Alise —dijo Colin.

—Sus padres no quieren —respondió Chick— y yo no consiento que se enfade con ellos. Alise es demasiado joven…

—No soy tan joven —dijo Alise irguiéndose en la banqueta acolchada para hacer valer su pecho provocativo.

—¡Pero no es eso lo que Chick quiere decir!… —interrumpió Colin—. Mira, Chick, yo tengo cien mil doblezones. Te daré la cuarta parte y podrás vivir tranquilamente. Tú sigues trabajando y así todo marchará.

—Nunca podré agradecértelo lo suficiente —dijo Chick.

—No me lo agradezcas —dijo Colin—. A mí lo que me interesa no es la felicidad de todos los hombres, sino la de cada uno de ellos.

Llamaron a la puerta.

—Voy a abrir —dijo Alise—. Soy la más joven. Vosotros mismos me lo reprocháis…

Se levantó y sus pies frotaron con paso menudo la blanda alfombra.

Era Nicolás, que había bajado por la escalera de servicio. Volvía ahora vestido con un gabán de espeso tejido de algodón, con dibujo de espiga beige y verde y tocado con un sombrero americano de fieltro extraplano. Llevaba guantes de piel de cerdo despojado, zapatos de sólido gavial y, cuando se quitó el abrigo, apareció en todo su esplendor; chaqueta de terciopelo marrón con cordoncillos de marfil y pantalones color azul petróleo con bajos de cinco dedos de ancho más el pulgar.

—¡Oh! —dijo Alise—. ¡Qué elegante estás!…

—¿Qué tal estás, sobrinita mía? ¿Sigues tan bonita?…

Le acarició el pecho y las caderas.

—Ven a sentarte —dijo Alise.

—Hola, amigos —dijo Nicolás al entrar.

—¡Por fin! —dijo Colin—. ¡Ya se ha decidido a hablar normalmente!…

—¡Por supuesto! —dijo Nicolás—. También sé hacerlo. Pero, decidme —prosiguió—, ¿y si nos tuteáramos los cuatro?

—De acuerdo —dijo Colin—. Siéntate.

Nicolás se sentó frente a Chick.

—Toma entremeses —dijo este último.

—Muchachos —dijo Colin—, ¿queréis ser mis padrinos?

—Por supuesto —dijo Nicolás—. Pero no se nos emparejará con mujeres horribles, ¿eh? Es una jugarreta clásica y bien conocida…

—Pienso pedir a Alise y a Isis que sean las damas de honor —dijo Colin—, y a los hermanos Desmaret que sean los pederastas de honor.

—¡Hecho! —dijo Chick.

—Alise —dijo Nicolás—, ve a la cocina y tráete la bandeja que está en el horno. Ya debe estar listo.

Alise obedeció las instrucciones de Nicolás y trajo la bandeja de plata maciza. Cuando Chick levantó la tapa, vieron dentro dos figuritas esculpidas en foie gras que representaban a Colin de chaqué y a Chloé con traje de novia. Alrededor podía leerse la fecha de la boda y, firmado en una esquina, «Nicolás».

16

Colin iba corriendo por la calle.

—Va a ser una boda muy bonita… Es mañana, mañana por la mañana. Estarán todos mis amigos…

La calle conducía a Chloé.

—Chloé, tus labios son dulces. Tienes la tez de fruta. Tus ojos ven como es debido y tu cuerpo hace correr calor por el mío…

Por la calle corrían canicas de cristal y, detrás de ellas, niños.

—Harán falta meses y meses para que me sacie de darte besos. Harán falta meses y meses para agotar los besos que quiero darte, en las manos, en el pelo, en los ojos, en el cuello…

Tres chiquillas cantaban una canción de corro redonda y la bailaban en triángulo.

—Chloé, querría sentir tus senos sobre mi pecho, mis dos manos cruzadas sobre ti, y tus brazos alrededor de mi cuello, tu cabeza perfumada en el hueco de mi hombro, y tu piel palpitante, y el olor que se desprende de ti…

El cielo estaba claro y azul, el frío era todavía intenso, pero se le sentía ceder. Los árboles, negros del todo, ostentaban, en el extremo de sus ramas marchitas, retoños verdes y henchidos.

—Cuando estás lejos de mí, te veo con ese vestido de botones de plata, pero ¿cuándo lo llevabas puesto? No, no fue la primera vez. Fue el día de la primera cita, bajo tu abrigo pesado y dulce lo llevabas ceñido al cuerpo.

Empujó la puerta de la tienda y entró.

—Querría montones de flores para Chloé —dijo.

—¿Cuándo hay que entregarlas? —preguntó la florista.

Era joven y frágil, y tenía las manos rojas. Ella adoraba las flores.

—Llévenlas mañana por la mañana y después llévenlas a mi casa. Que nuestra alcoba quede repleta de lirios, de gladiolos blancos, de rosas y de montones de otras flores blancas y, sobre todo, pongan también un gran ramo de rosas rojas…

17

Los hermanos Desmaret se estaban vistiendo para la boda. Los invitaban con frecuencia a ser pederastas de honor porque tenían muy buena presencia. Eran gemelos. El mayor se llamaba Coriolano. Tenía el cabello negro y rizado, la piel blanca y suave, aspecto virginal, nariz recta y ojos azules detrás de largas pestañas amarillas.

El menor, llamado Pegaso, tenía un aspecto parecido, salvo porque tenía las pestañas verdes, lo que bastaba de ordinario para distinguir al uno del otro. Habían abrazado la carrera de pederastas por necesidad y por gusto, pero como les pagaban bien por ser pederastas de honor, ya apenas trabajaban y, por desgracia, esta ociosidad funesta les empujaba al vicio de cuando en cuando. Así, la víspera Coriolano se había portado mal con una chica. Pegas o le estaba reprendiendo seriamente, mientras se daba masaje en la región lumbar con pasta de almendras macho delante del gran espejo de tres caras.

—¿Ya qué hora has vuelto a casa, eh? —decía Pegaso.

—Ya no me acuerdo. Déjame en paz y ocúpate de tus riñones.

Coriolano se estaba depilando las cejas con ayuda de unas pinzas de forcipresión.

—¡Eres un indecente! —dijo Pegaso—. ¡Una chica!… ¡Si tu tía te viera!…

—¿Y tú? ¿No lo has hecho nunca? —dijo Coriolano amenazador.

—¿Cuándo? —dijo Pegaso un poco inquieto.

Interrumpió su masaje e hizo algunos movimientos de flexibilidad delante del espejo.

—Bueno, ya está bien —dijo Coriolano—, no insisto más. No quiero hacerte morder el polvo. Será mejor que me abroches los calzones.

Ambos llevaban unos calzones especiales que tenían la bragueta por detrás y que eran difíciles de abrochar sin ayuda.

—¡Ah! —dijo sarcásticamente Pegaso—, ¿ves?, no puedes decir nada…

—¡Ya está bien, te digo! —repitió Coriolano—. ¿Quién se casa hoy?

—Es Colin, que se casa con Chloé —dijo su hermano con repulsión.

—¿Por qué lo dices con ese tono? —preguntó Coriolano—. Está bueno.

—Sí, está bien —dijo Pegaso, con deseo—. Pero ella, ella tiene un pecho tan redondo que no hay manera de imaginarse que es un hombre…

Coriolano se ruborizó.

—A mí me parece bonita —murmuró—… Dan ganas de tocarle el pecho. ¿No te da esa impresión?…

Su hermano lo miró con estupor.

—¡Qué guarro eres! —remachó con energía—. Eres lo más vicioso que existe… ¡Un día de éstos vas a acabar casándote con una mujer!

18

El Religioso salió de la sacristería seguido de un Monapillo y de un Vertiguero. Llevaban grandes cajas de cartón ondulado llenas de elementos decorativos.

—Cuando llegue el camión de los pintureros, lo hacéis entrar hasta el altar, José —le dijo al Vertiguero.

En efecto, casi todos los vertigueros profesionales se llaman José.

—¿Se va a pintar todo de amarillo? —preguntó José.

—Con rayas violetas —dijo el Monapillo Emmanuel Judo, un muchachote simpático cuya ropa y cadena de oro brillaban como narices frías.

—Sí —dijo el Religioso—, porque viene el señor Zobispo para la Benedicción. Venid, vamos a decorar la galería de los músicos con todos los cachivaches que hay en esas cajas.

—¿Cuántos músicos hay? —preguntó el Vertiguero.

—Setenta y tres —dijo el Monapillo.

—Y catorce Niños de la Fe —añadió el Religioso con orgullo.

El Vertiguero soltó un largo silbido: «Fiiuuuu…».

—¡Y sólo son dos los que se casan! —añadió, con admiración.

—Sí —dijo el Religioso—. Así se hace cuando se trata de gente rica.

—¿Habrá mucha gente? —preguntó el Monapillo.

—¡Mucha! —respondió el Vertiguero—. Yo llevaré mi larga vértiga roja y mi bastón de pomo rojo.

—No —dijo el Religioso—. Tendrán que ser la vértiga amarilla y el bastón violeta. Es más distinguido.

Llegaron debajo de la galería. El Religioso abrió la portezuela disimulada en una de las columnas que soportaban la bóveda. Uno tras otro, se introdujeron en la estrecha escalera en forma de tornillo de Arquímedes. De lo alto venía un vago resplandor.

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