El fondo del estrado estaba guarnecido con unas colgaduras de terciopelo enquistado, donde Chick había hecho unos agujeros para ver mejor. Se sentaron en unos cojines y esperaron. A un metro de ellos apenas, Partre se preparaba para leer su conferencia. De su cuerpo ágil y ascético emanaba una radiación extraordinaria, y el público, cautivado por el terrible encanto que adornaba sus más leves gestos, esperaba, ansioso, la señal de empezar.
Cundían los casos de desvanecimiento debidos a la exaltación intrauterina que se apoderaba sobre todo del público femenino y, desde su sitio, Alise, Isis y Chick oían claramente los jadeos de los veinticuatro espectadores que se habían colado hasta llegar debajo del estrado y que se estaban desnudando a tientas para ocupar menos sitio.
—¿Te acuerdas? —preguntó Alise mirando a Chick con ternura.
—Sí —dijo Chick—. Ahí nos conocimos tú y yo…
Se inclinó hacia Alise y la besó con dulzura.
—¿Estabais ahí debajo? —preguntó Isis.
—Sí —dijo Alise—. Era muy agradable.
—Me lo creo —dijo Isis—. ¿Qué es eso, Chick?
Chick se disponía a abrir una caja negra grande que tenía al lado.
—Es un grabador —dijo. Lo he comprado pensando en la conferencia.
—¿Ah sí? ¡Que buena idea! —dijo Isis—. Así no será necesario escuchar.
—Claro —dijo Chick—. Y cuando volvamos a casa podremos pasar la noche escuchándolo todo, si queremos, aunque no lo haremos para no estropear los discos. Voy a hacer copias antes y quizá pida a la casa «El Grito del Jefe» que me haga una tirada comercial.
—Eso te ha debido de costar muy caro —dijo Isis.
—¡Bueno! —dijo Chick—. ¡Eso no importa!…
Alise suspiró. Un suspiro tan leve que sólo lo oyó ella… y a duras penas.
—¡Ya está!… —dijo Chick—. Ya empieza he puesto mi micrófono al lado de los de la radio oficial que están sobre la mesa. Así no se darán cuenta de nada.
Jean-Sol acababa de comenzar. Al principio, no se oyó más que los clicks de los obturadores. Los fotógrafos y los reporteros de la prensa y del cine se entregaban a su tarea con toda el alma. Pero uno de ellos fue derribado por el retroceso de su aparato y se produjo una horrible confusión. Sus colegas, furiosos, se arrojaron sobre él y lo rociaron de polvo de magnesio. Ante la general satisfacción, desapareció dentro de un relámpago deslumbrador, y los policías se llevaron a todos los demás.
—¡Fantástico! —dijo Chick—. Voy a ser el único que tendrá la grabación.
El público, poco más o menos tranquilo hasta entonces, empezaba a dar muestras de nerviosismo y daba rienda suelta a su admiración por Partre con gran aparato de gritos y aclamaciones cada vez que pronunciaba una palabra, cosa que hacía bastante difícil la comprensión perfecta del texto.
—No intentéis comprenderlo todo —dijo Chick—. Podemos escuchar luego la grabación tranquilamente.
—Sobre todo, visto que aquí no se oye nada —dijo Isis—. Él no hace más ruido que un ratoncito. Bueno, ¿habéis tenido noticias de Chloé?
—Yo he tenido carta de ella —dijo Alise.
—¿Han llegado por fin?
—Sí, consiguieron salir, pero van a estar poco tiempo allí, porque Chloé no está muy bien de salud —dijo Alise.
—¿Y Nicolás? —preguntó Isis.
—Está bien. Chloé me dice que se ha portado terriblemente mal con todas las hijas de los hoteleros en todos los sitios donde han estado.
—Nicolás vale mucho —dijo Isis—. Me pregunto por qué está de cocinero.
—Sí —dijo Chick—, es curioso.
—¿Y por qué? —dijo Alise—. Creo que es mejor que ser coleccionista de Partre —añadió, tirando de la oreja a Chick.
—Pero Chloé no tendrá nada de cuidado —preguntó Isis.
—No me dice qué es, es algo del pecho —dijo Alise.
—Es tan mona, Chloé —dijo Isis—. No me cabe en la cabeza que esté enferma.
—¡Ahí va! —resopló Chick—, mirad…
Parte del techo acababa de levantarse y apareció una fila de cabezas. Algunos osados admiradores acababan de deslizarse hasta la vidriera y de efectuar la delicada operación.
Otros tipos les empujaban y los primeros se agarraban como lapas a los bordes de la abertura.
—Les comprendo —dijo Chick—. ¡Esta conferencia es estupenda!…
Partre se había levantado y estaba enseñando al público muestras de vómitos disecados. El más bonito, uno de manzana cruda y vino tinto, obtuvo verdadero éxito. Se empezaba a no entender nada ya, ni siquiera detrás de la cortina donde estaban Isis, Alise y Chick.
—¿Y cuándo van a venir? —dijo Isis.
—Mañana o pasado —respondió Alise.
—¡Hace tanto tiempo que no los vemos!… —dijo Isis.
—Sí —dijo Alise—, desde la boda…
—Salió tan bien… —añadió Isis.
—Sí —dijo Alise—. Fue la noche que Nicolás te acompañó a casa.
Felizmente, la totalidad del techo se desplomó sobre la sala, lo que evitó a Isis tener que dar detalles. Entre los cascotes formas blancuzcas se agitaban, vacilaban y se desplomaban, asfixiadas por la espesa nube que flotaba por encima de los escombros. Partre había callado y reía de buena gana, dándose palmaditas en los muslos, feliz de ver intervenir a tanta gente en el acontecimiento. Tragó una gran bocanada de polvo y se puso a toser como un loco.
Chick daba vueltas febrilmente a los mandos de su grabador. Éste produjo un gran resplandor verde que se derramó por el suelo y desapareció por una junta del parqué. Siguió una segunda llamarada, después una tercera, y Chick desconectó la corriente justamente en el momento en que una sucia bestezuela llena de patas iba a salir del motor.
—Pero ¿qué hago? —dijo—. Está bloqueado. Es el polvo, que se ha metido en el micrófono.
El pandemónium dentro de la sala llegaba a su paroxismo.
Ahora, Partre bebía agua directamente de la jarra y se disponía a marcharse porque acababa de leer su última página.
Chick se decidió.
—Voy a proponerle que salga por aquí —dijo—. Id por delante, yo os alcanzo.
En el pasillo, Nicolás se detuvo. Decididamente, los soles entraban mal. Las baldosas de cerámica amarilla parecían como empañadas y veladas por una ligera bruma y los rayos, en lugar de rebotar en forma de gotitas metálicas, se aplastaban contra el suelo, extendiéndose en diminutos y perezosos charquitos. Las paredes donde el sol revestía formas redonditas, no brillaban ya uniformemente como antes.
Los ratones no parecían especialmente molestos por este cambio, a excepción del ratón gris de los bigotes negros, cuyo aspecto de profundo malestar llamaba la atención en seguida. Nicolás se figuró que le había fastidiado la interrupción imprevista del viaje y de las amistades que podría haber hecho en el camino.
—¿No estás contento? —preguntó.
El ratón hizo un mohín de disgusto y señaló a las paredes.
—Sí —dijo Nicolás—. Algo ha cambiado. Antes era más bonito. No sé qué sucede…
El ratón pareció reflexionar un instante, después movió la cabeza y abrió los brazos como si no entendiera nada.
—Yo tampoco —dijo Nicolás—, no lo comprendo. Ni siquiera cuando se frota cambia algo. Probablemente es la atmósfera, que se está volviendo corrosiva…
Calló, meditabundo, y meneó la cabeza a su vez; después siguió su camino. El ratón se cruzó de brazos y se puso a mascar como ausente; súbitamente, escupió el chicle para gatos al sentir su sabor. El comerciante se había debido de equivocar.
En el comedor, Chloé desayunaba con Colin.
—¿Qué hay? —preguntó Nicolás—. ¿La cosa va mejor?
—Menos mal —dijo Colin—, ¿te decidirás por fin a hablar como todo el mundo?
—Es que no llevo zapatos —explicó Nicolás.
—No me siento mal del todo —dijo Chloé.
Tenía los ojos brillantes y la tez viva, y el aspecto feliz del que está otra vez en casa.
—Se ha comido la mitad del pastel de pollo —dijo Colin.
—Me alegro mucho —dijo Nicolás—. Esta vez no era una receta de Gouffé.
—¿Qué quieres hacer hoy, Chloé? —preguntó Colin.
—Sí —dijo Nicolás—, ¿se va a almorzar pronto o tarde?
—Me gustaría salir con vosotros dos y con Isis, Chick y Alise, e ir a la pista de patinaje y de tiendas y a una fiesta-sorpresa —dijo Chloé—, y comprarme una sortija verde ajustable.
—Bueno —dijo Nicolás—, entonces me voy a mi cocina en seguida.
—Cocina vestido de paisano Nicolás —dijo Chloé—. Es mucho menos cansado para todos. Y luego estarás listo inmediatamente para salir.
—Voy a coger dinero del cofre de los doblezones —dijo Colin—, y tú, Chloé, telefonea a los amigos. Lo vamos a pasar bomba.
—Voy a telefonear —dijo Chloé.
Se levantó y corrió al teléfono. Cogió el auricular e imitó el grito de la lechuza para indicar que quería hablar con Chick.
Nicolás quitó la mesa apoyándose en una palanquita: los cacharros sucios se dirigieron al fregadero a través de un grueso tubo neumático disimulado debajo de la alfombra. Salió de la habitación y se fue por el pasillo.
El ratón, erguido sobre sus patas traseras rascaba con las uñas una de las baldosas empañadas. El lugar donde lo había hecho brillaba otra vez.
—¡Muy bien! —dijo Nicolás—. ¡Lo estás consiguiendo!… ¡Estupendo!
El ratón se detuvo, jadeante, y enseñó a Nicolás el extremo de sus patitas desolladas y sangrantes.
—¡Mira, mira!… —dijo Nicolás—. ¡Te has hecho daño!… Ven y deja eso. Al fin y al cabo aquí queda todavía mucho sol. Ven, voy a curarte…
Se puso el ratón en el bolsillo del pecho y aquél, agotado y con los ojos semicerrados, dejaba caer por fuera sus pobres patitas heridas.
Colin hacía girar con gran rapidez las ruedas de su cofre de doblezones canturreando. Habían dejado ya de atormentarle las inquietudes de los últimos días y se sentía el corazón en forma de naranja. El cofre era de mármol blanco con incrustaciones de marfil y las ruedas de amatista verdinegra.
El nivel indicaba sesenta mil doblezones.
La tapa basculó con un chasquido lubricado, y a Colin se le heló la sonrisa. El nivel, bloqueado por no se sabe qué razón, acababa de detenerse, después de dos o tres oscilaciones, a la altura correspondiente a treinta y cinco mil doblezones. Metió la mano en el cofre y comprobó rápidamente la exactitud de esta última cifra. Haciendo un rápido cálculo mental, constató la verosimilitud de la misma. De cien mil, había dado veinticinco mil a Chick para que se casara con Alise, quince mil se habían ido en el coche, cinco mil en la ceremonia… el resto había volado con toda naturalidad. Esto le tranquilizó un poco.
—Es normal —se dijo en voz alta, y su voz le sonó extrañamente alterada.
Tomó lo que le hacía falta, titubeó, devolvió a su sitio la mitad con cierto aire de lasitud y cerró la puerta. Las ruedas giraron rápidamente haciendo un ruidito muy distinto. Dio unos golpecitos en el cuadrante del nivel y comprobó que marcaba con exactitud la suma realmente contenida.
A continuación, se levantó. Permaneció de pie durante algunos instantes, asombrado de la enormidad de las sumas que había tenido que invertir para dar a Chloé lo que juzgaba digno de ella y sonrió pensando en Chloé despeinada, por la mañana, en la cama, en la forma de la sábana sobre su cuerpo estirado y en el color de ámbar de su piel cuando él levantaba la sábana, pero se obligó bruscamente a pensar en el cofre, porque no era momento de pensar en las otras cosas.
Chloé se estaba vistiendo.
—Di a Nicolás que prepare unos sandwiches —dijo— porque salimos ahora mismo… He quedado con todo el mundo en casa de Isis.
Colin la besó en el hombro, aprovechando un pequeño claro y se apresuró a avisar a Nicolás. Éste acababa de curar al ratón y le estaba haciendo unas muletitas de bambú.
—Ya está —dijo—. Tendrás que andar con esto hasta esta noche y después desaparecerá todo.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Colin acariciándole la cabeza.
—Ha intentado limpiar las baldosas del pasillo —dijo Nicolás—. Algo ha conseguido, pero se ha hecho daño.
—No te preocupes —dijo Colin—. Esto se arreglará solo.
—No sé qué pasa… —dijo Nicolás—. Es extraño. Parece como si las baldosas respiraran mal.
—Todo se arreglará… —dijo Colin—, creo yo, por lo menos… ¿no había pasado eso nunca hasta ahora?
—No —dijo Nicolás.
Colin permaneció unos instantes de pie delante de la ventana de la cocina.
—Quizá sea el desgaste normal —dijo—. Podríamos probar a mandarlas cambiar…
—Eso saldría muy caro —dijo Nicolás.
—Sí —dijo Colin—. Será mejor esperar.
—¿Qué querías? —preguntó Nicolás.
—No hagas comida —dijo Colin—. Sólo unos sandwiches…nos vamos enseguida.
—Bueno, voy a vestirme —dijo Nicolás.
Dejó en el suelo al ratón, que se dirigió hacia la puerta, oscilante entre sus muletitas. Sus bigotes sobresalían por los dos lados.
La calle había cambiado totalmente de aspecto desde que Colin y Chloé partieran. Ahora, las hojas de los árboles eran grandes y las casas habían olvidado su tinte pálido para revestirse de un tono verde desvaído, antes de adquirir el suave color beige del verano. El pavimento se volvía elástico y blando bajo los pies y el aire olía a frambuesa.
Todavía hacía fresco, pero del otro lado de las ventanas de vidrios azulados se adivinaba el buen tiempo. A lo largo de las aceras brotaban flores verdes y azules, y la savia serpenteaba alrededor de sus frágiles tallos, haciendo un ligero mido húmedo como el beso de un caracol.
Nicolás abría la marcha. Llevaba un traje de sport de cálida lana color mostaza y, debajo, un chándal de cuello subido con un salmón a la Chambord dibujado tal como aparece en la página 607 del
Libro de cocina
de Gouffé. Sus zapatos de piel amarilla y suela de tocino rozaban apenas la vegetación.
Ponía cuidado en andar por los dos surcos despejados para dejar pasar los coches.
Colin y Chloé le seguían; Chloé iba cogida de la mano de Colin y aspiraba a grandes bocanadas los aromas del aire.
Llevaba un vestido blanco de lana y un abriguito corto de leopardo benzolado, cuyas manchas, difuminadas por el tratamiento, se alargaban formando aureolas y se entrecruzaban de curiosas maneras. Sus cabellos como espuma flotaban libremente al aire y exhalaban un suave hálito perfumado de jazmín y de clavel.
Colin, con los ojos semicerrados, se dejaba guiar por ese perfume y sus labios se estremecían levemente a cada inhalación. Las fachadas de las casas se abandonaban un tanto, olvidándose de su severa rectitud, con lo que el aspecto que formaba la calle despistaba a veces a Colin, que tenía que pararse a leer las placas esmaltadas.