Subieron veinticuatro vueltas de tornillo y se detuvieron a respirar.
—¡Cuesta! —dijo el Religioso.
El Vertiguero, que era el más bajo, asintió, y el Monapillo, cogido entre dos fuegos, tuvo que rendirse a esta constatación.
—Todavía quedan dos vueltas y media —dijo el Religioso.
Emergieron a la plataforma situada al lado opuesto del altar, a cien metros por encima del suelo, que apenas se adivinaba a través de la bruma. Las nubes entraban sin remilgos en la iglesia y cruzaban la nave en forma de amplias guedejas grises.
—Hará buen tiempo —dijo el Monapillo aspirando el olor de las nubes—. Huelen a tomillo serpol.
—Con una chispa de majuelo —dijo el Vertiguero—, también se huele.
—¡Espero que la ceremonia sea un éxito! —dijo el Religioso.
Dejaron sus cajas en el suelo y empezaron a ornamentar las sillas de los músicos con adornos. El Vertiguero los iba sacando, les soplaba para quitarles el polvo y se los pasaba al Monapillo y al Religioso. Por encima de ellos, las columnas subían y subían, y parecían juntarse muy lejos. La piedra mate, de un hermoso color blanco crema, acariciada por el suave resplandor del día, reflejaba por doquier una luz ligera y tranquila. Arriba del todo, era verdiazul.
—Habrá que sacarle brillo a los micrófonos —dijo el Religioso al Vertiguero.
—Saco el último adorno —dijo el Vertiguero—, y me ocupo de eso.
Extrajo de su alforja un trapo rojo de lana y se puso a frotar enérgicamente el pedestal del primer micrófono. Había cuatro, dispuestos en fila delante de las sillas de la orquesta y combinados de manera tal que a cada melodía correspondía un repique de campanas en el exterior de la iglesia mientras en el interior se oía la música.
—Date prisa, José —dijo el Religioso—. Emmanuel y yo ya hemos terminado.
—Un momento —dijo el Vertiguero—, tengo aún cinco minutos de indulgencias.
El Monapillo y el Religioso volvieron a tapar las cajas que contenían los adornos y las colocaron en un rincón del palco para encontrarlas después de la boda.
Los tres abrocharon las correas de sus paracaídas y se lanzaron graciosamente al vacío. Las tres grandes flores multicolores se abrieron con un chapoteo de seda y, sin estorbo alguno, posaron sus pies sobre las pulidas losas de la nave.
—¿Estoy guapa?
Chloé se estaba mirando en el agua de la pecera de plata pulida donde el pez rojo retozaba sin empacho. Sobre su hombro el ratón gris de los bigotes negros se frotaba la nariz con las patas y miraba los cambiantes reflejos.
Chloé se había puesto las medias, finas como humo de incienso, del mismo color que su clara piel, y los zapatos de tacón alto de piel blanca. El resto de su cuerpo estaba completamente desnudo, a excepción de una pesada pulsera de oro azul, que hacía parecer aún más frágil su delicada muñeca.
—¿Crees que debo vestirme?
El ratón se deslizó a lo largo del redondo cuello de Chloé y fue a posarse sobre uno de sus senos. El ratón la miró desde abajo y pareció opinar que sí.
—Ahora, te voy a dejar en el suelo —dijo Chloé—. Sabes, te vuelves a casa de Colin esta tarde. ¡Tienes que decir adiós a los demás!
Dejó el ratón sobre la alfombra, miró por la ventana, dejó caer de nuevo el visillo y se acercó a su cama. Allí estaba, tendido, su vestido blanco, y los dos vestidos color agua clara de Isis y de Alise.
—¿Estáis listas ya?
En el cuarto de baño, Alise ayudaba a Isis a peinarse. También tenían puestos ya los zapatos y las medias.
—¡No vamos muy deprisa, ni vosotras ni yo! —dijo Chloé con falsa severidad—. ¿Sabéis, niñas, que me caso esta mañana?
—¡Pero si todavía tienes una hora! —dijo Alise.
—Es más que suficiente —dijo Isis—. Además, ya estás peinada.
Chloé rió sacudiendo sus bucles. Hacía calor en el cuarto lleno de vapor y la espalda de Alise estaba tan apetitosa que Chloé la acarició dulcemente con las palmas de las manos.
Isis, sentada delante del espejo, abandonaba dócilmente la cabeza a las hábiles manipulaciones de Alise.
—¡Me haces cosquillas! —dijo Alise, empezando a reír.
Chloé la acariciaba precisamente donde hace cosquillas, en los costados y hasta las caderas. La piel de Alise estaba tibia y viva.
—Me vas a estropear el rulo —dijo Isis, que se estaba haciendo las uñas por pasar el tiempo.
—Estáis hermosísimas las dos —dijo Chloé—. Es una lástima que no podáis ir así; a mí me gustaría que fuerais sólo con las medias y los zapatos.
—Anda, ve a vestirte, niña —dijo Alise—. Lo vas a echar todo a perder.
—¡Dame un beso! —dijo Chloé—. ¡Estoy tan contenta!
Alise la echó del cuarto de baño y Chloé se sentó en la cama. Se reía sola viendo los encajes del vestido. Para empezar, se puso un sujetador de celofán y una braguita de raso blanco que sus sólidas formas hacían bombearse suavemente por detrás…
—¿Qué tal va eso? —dijo Colin.
—Todavía no está —respondió Chick.
Chick hacía por decimocuarta vez el nudo de la corbata de Colin y todavía no estaba.
—Podríamos probar con guantes —dijo Colin.
—¿Sí? —preguntó Chick—. ¿Sería mejor?
—No lo sé —repuso Colin—. Es sólo una idea, sin más pretensiones.
—Hemos hecho bien empezando con tiempo —dijo Chick.
—Sí —dijo Colin—. Pero vamos a llegar tarde de todas maneras si esto no se arregla.
—¡Bah! —dijo Chick—. Llegaremos.
Realizó una serie de movimientos rápidos estrechamente ligados entre sí y tiró de las dos puntas con fuerza. La corbata se partió por la mitad y se le quedó entre los dedos.
—Ya va la tercera… —dijo Colin con aire ausente.
—¡No importa! —dijo Chick—. Esto marcha… lo sé…
Se sentó en una silla y se rascó la barbilla, ensimismado.
—No sé qué pasa —dijo.
—Yo tampoco —dijo Colin—. Pero es anormal.
—Sí —dijo Chick—, claramente anormal. Voy a probar sin mirar.
Cogió la cuarta corbata y la pasó descuidadamente alrededor del cuello de Colin, mientras seguía con los ojos, con gran interés, el vuelo de un moscardón. Pasó el extremo ancho de la corbata por debajo del estrecho, lo hizo volver haciendo bucle, le dio una vuelta hacia la derecha, lo volvió a pasar por debajo, pero, por desgracia, sus ojos cayeron sobre su obra y la corbata se cerró brutalmente, aplastándole el dedo índice. Dejó escapar un cloqueo de dolor.
—¡Maldita sea! —dijo—. ¡Mierda!
—¿Te ha hecho daño? —preguntó Colin, compasivo.
Chick se chupaba vigorosamente el dedo.
—Se me va a poner la uña toda negra —dijo.
—¡Pobre! —dijo Colin.
Chick refunfuñó entre dientes y miró al cuello de Colin.
—¡Un segundo!… —resopló—. ¡El nudo está hecho!… ¡No te muevas!…
Retrocedió con cuidado sin perderlo de vista y cogió de la mesa que estaba detrás de él una botella de fijador de pastel.
Llevó lentamente a su boca el extremo del tubito vaporizador y se aproximó sin hacer ruido. Colin canturreaba, mirando ostensiblemente al techo.
El chorro del pulverizador dio de lleno a la corbata en el mismísimo centro de su nudo. La corbata dio un súbito respingo y quedó inmóvil, clavada en su sitio por el endurecimiento de la resina.
Colin salió de casa, seguido por Chick. Pensaban ir a buscar a Chloé a pie. Nicolás se reuniría directamente con ellos en la iglesia. Estaba vigilando la cocción de un plato especial descubierto en el Gouffé, del que esperaba maravillas.
En el camino pasaron por delante de una librería ante la que Chick se detuvo, fulminado. En el mismísimo centro del escaparate centelleaba, como preciosa joya, un ejemplar de
Lo putrefacto
de Partre, encuadernado en piel violeta, con las armas de la duquesa de Bovouard.
—¡Cielos! —dijo Chick—. ¡Mira eso!…
—¿Eh? —dijo Colin, volviéndose—. ¡Ah! ¿Eso?
—Sí —dijo Chick.
Empezó a babear de ansia. Entre sus pies se iba formando un arroyuelo que empezó a deslizarse hacia el borde de la acera, rodeando las diminutas rugosidades del polvo.
—¡Qué pasa? —dijo Colin—. ¿Lo tienes?…
—¡Pero no encuadernado así!… —dijo Chick.
—¡Ay, madre mía! —dijo Colin—. Vamos, que tenemos prisa.
—Debe valer uno o dos doblezones por lo menos —dijo Chick.
—¡Seguro! —dijo Colin, echando a andar.
Chick rebuscaba en los bolsillos.
—¡Colin!… —llamó—, préstame un poco de dinero.
Colin se detuvo otra vez. Meneó la cabeza con tristeza.
—Me parece —dijo— que los veinticinco mil doblezones que te he prometido no van a durar mucho tiempo.
Chick se puso colorado, bajó la cabeza, pero alargó la mano. Cogió el dinero y se precipitó dentro de la tienda. Colin esperaba, intranquilo. Cuando vio el aspecto risueño de Chick, volvió a menear la cabeza, compasivo esta vez, y en sus labios se perfiló una media sonrisa.
—¡Pero tú estás loco, mi pobre Chick! ¿Cuánto has pagado por eso?
—¡Eso no tiene importancia! —dijo Chick—. Vamos, de prisa.
Apretaron el paso. Chick parecía ir montado sobre dragones voladores. En el portal de Chloé había gente mirando el hermoso coche blanco encargado por Colin, que acababa de llegar con el chófer de ceremonia. En su interior, todo forrado de cuero blanco, se estaba calentito y se oía música.
El cielo estaba azul, las nubes eran ligeras y difusas. Hacía frío sin exagerar. El invierno tocaba a su fin.
El suelo del ascensor se hinchó bajo sus pies, y con un gran espasmo blando, los dejó en el piso. La puerta se abrió ante ellos. Tocaron al timbre y fueron a abrirles. Chloé les esperaba.
Además de su sujetador de celofán, su braguita blanca y sus medias, llevaba dos capas de muselina sobre el cuerpo y un gran velo de tul que arrancaba de los hombros, dejando la cabeza completamente al aire.
Alise e Isis iban vestidas de la misma manera, pero sus vestidos eran color de agua. Sus rizados cabellos brillaban al sol y se ondulaban sobre sus hombros en guedejas densas y fragantes. Nadie sabría con cuál quedarse. Colin sí lo sabía.
No se atrevió a besar a Chloé por no turbar la armonía de su arreglo y se desquitó con Isis y Alise. Éstas se dejaron hacer sin reparo, viendo cuán feliz era.
Toda la habitación rebosaba de las flores blancas escogidas por Colin y, sobre la almohada de la cama deshecha, había un pétalo de rosa roja. El aroma de las flores y el perfume de las muchachas se entremezclaban y Chick se tenía por una abeja dentro de una colmena. Alise llevaba en el pelo una orquídea malva, Isis una rosa escarlata y Chloé una gran camelia blanca. Sostenía en los brazos un ramo de lirios, y una pulsera de hojas de hiedra, flamantes y recién barnizadas, brillaba junto a su gran pulsera de oro azul. Su anillo de boda estaba adornado con pequeños diamantes cuadrados y oblongos que transcribían, en morse, el nombre de Colin.
En un rincón, por debajo de un ramo, aparecía el coco de un camarógrafo que daba vueltas desesperadamente a su manivela.
Colin posó unos instantes junto a Chloé, y después lo hicieron Chick, Alise e Isis. Luego se juntaron y siguieron a Chloé, que entró la primera en el ascensor. Los cables de éste se alargaron tanto bajo el peso de su carga que no hubo necesidad de apretar el botón, pero tuvieron buen cuidado de salir todos de golpe para no volver a subir con el ascensor.
El chófer abrió la puerta. Montaron detrás las tres jóvenes y Colin, y Chick lo hizo delante y el coche arrancó. En la ca11e, todo el mundo se volvía y agitaba los brazos con entusiasmo, creyendo que se trataba del Presidente, y después volvía a emprender su camino con la cabeza llena de brillos y dorados.
La iglesia no quedaba muy lejos. El coche describió una elegante curva cardioide y se detuvo al pie de los escalones.
En la escalinata, entre dos grandes columnas esculpidas, el Religioso, el Monapillo y el Vertiguero aguardaban la ceremonia. Tras ellos, largos cortinajes de seda blanca descendían hasta el suelo y los catorce Niños de la Fe ejecutaban un ballet. Iban vestidos con blusas blancas, pantalones rojos y zapatos blancos también. Las niñas, en lugar de pantalones, llevaban falditas rojas plisadas y lucían una pluma roja en los cabellos. El Religioso estaba a cargo del bombo, el Monapillo tocaba el pífano y el Vertiguero marcaba el ritmo con unas maracas. Cantaban los tres el estribillo a coro; después, el Vertiguero esbozó unos pasos de daqué, cogió el contrabajo y ejecutó un solo sensacional al arco sobre una música de circunstancias.
Los setenta y tres músicos tocaban ya en su galería y tañían a vuelo las campanas.
Hubo un breve acorde disonante, porque el director de la orquesta, habiéndose acercado demasiado a la baranda, acababa de caer al vacío y el vicedirector tuvo que asumir la dirección del conjunto. En el momento en que el jefe de la orquesta se estrelló contra las losas, los músicos tocaron otro acorde para disimular el ruido de la caída pero la iglesia tembló sobre sus cimientos.
Colin y Chloé miraban, boquiabiertos, la exhibición del Religioso, el Monapillo y el Vertiguero; detrás, dos subvertigueros esperaban, a la puerta de la iglesia, el momento de presentar la vértiga.
El Religioso marcó un último redoble haciendo malabarismos con los palillos, el Monapillo arrancó de su pífano un maullido sobreagudo que despertó la devoción de la mitad de los beatos que se habían alineado a lo largo de la escalinata para ver a la novia, y el Vertiguero en un último acorde, rompió las cuerdas de su contrabajo. Los catorce Niños de la Fe descendieron entonces la escalinata en fila india; las niñas se alinearon a la derecha y los niños a la izquierda de la puerta del coche.
De él salió Chloé. Estaba bellísima y radiante con su traje blanco. Alise e Isis la siguieron. Nicolás, que acababa de llegar, se unió al grupo. Colin tomó del brazo a Chloé, Nicolás a Isis y Chick a Alise, y todos subieron la escalinata, seguidos de los hermanos Desmaret, Coriolano a la derecha y Pegaso a la izquierda, mientras que los Niños de la Fe iban por parejas muy pulcramente a lo largo de la escalera. El Religioso, el Monapillo y el Vertiguero, después de haber dejado sus instrumentos, esperaban bailando al corro.
En la escalinata, Colin y sus amigos ejecutaron un complicado movimiento y acabaron colocados tal como habían de entrar en la iglesia: Colin con Alise, Nicolás al brazo de Chloé, después Chick con Isis y, finalmente, los hermanos Desmaret, pero esta vez Pegaso a la derecha y Coriolano a la izquierda. El Religioso y sus satélites dejaron de dar vueltas, ocuparon la cabeza del cortejo y todos, cantando un viejo coro gregoriano, se precipitaron hacia la puerta. A medida que pasaban los subvertigueros les rompían en la cabeza globitos de cristal muy delgado llenos de agua lustral y les hincaban en los cabellos bastoncillos de incienso encendidos que ardían con llama amarilla en los hombres y violeta en las mujeres.