—¿Qué hacemos primero? —preguntó Colin.
—Ir de compras —dijo Chloé—. No me queda un solo vestido.
—¿No irás a las Hermanas Callote, como de costumbre? —dijo Colin.
—No —dijo Chloé—. Quiero ir a los grandes almacenes y comprarme vestidos de confección y cosas.
—Seguro que Isis se va a alegrar de verte, Nicolás —dijo Colin.
—¿Y por qué? —preguntó Nicolás.
—No sé…
Torcieron por la calle Sidney Bechet y ya habían llegado. Delante del portal, la portera se balanceaba en una mecedora mecánica, cuyo motor petardeaba con ritmo de polca. Era un ingenio viejo.
Isis salió a recibirles. Chick y Alise estaban ya allí. Isis llevaba un vestido rojo y sonrió a Nicolás. Besó a Chloé y durante unos instantes se besaron los unos a los otros.
—Tienes buena cara, Chloé, cariño —dijo Isis—. Creí que estabas enferma. Esto me tranquiliza.
—Ya me siento mejor —dijo Chloé—. Nicolás y Colin me han cuidado muy bien.
—¿Qué tal les va a tus primas? —preguntó Nicolás.
Isis se puso como la grana.
—Me preguntan por ti cada dos días —dijo.
—Son unas chicas encantadoras —dijo Nicolás, volviéndose ligeramente—, pero tú eres más sólida.
—Sí… —dijo Isis.
—¿Qué tal el viaje? —dijo Chick.
—Todo ha ido bien —dijo Colin—. La carretera, al principio, era muy mala, pero luego se arregló.
—Menos por la nieve —dijo Chloé— estuvo bien…
Se llevó la mano al pecho.
—¿Dónde vamos? —preguntó Alise.
—Si queréis, os puedo resumir la conferencia de Partre —dijo Chick.
—¿Has comprado muchas cosas de él desde que nos fuimos? —preguntó Colin.
—Bueno… no… —dijo Chick.
—¿Y tu trabajo? —preguntó Colin.
—Bueno… marcha bien… —dijo Chick—. Tengo un tipo que me sustituye cuando me veo forzado a salir.
—¿Y él, hace eso gratis? —preguntó Colin.
—¡Hombre!… casi —dijo Chick—. ¿Queréis que nos vayamos ya a patinar?
—No, vamos de tiendas —dijo Chloé—. Pero si vosotros, los hombres, queréis ir a patinar…
—Es una buena idea —dijo Colin.
—Yo las acompaño. Tengo que hacer algunas compras —dijo Nicolás.
—Está bien —dijo Isis—. Pero vamos deprisa para después tener tiempo de patinar un poco.
Colin y Chick llevaban una hora patinando y ya empezaba a haber gente sobre el hielo. Siempre las mismas chicas, siempre los mismos chicos, siempre las caídas y siempre los limpiadores con sus rastrillos. El encargado acababa de poner en el tocadiscos una música muy conocida que todos los habituales se sabían de memoria desde hacía semanas. Ahora había puesto la otra cara, cosa que todo el mundo estaba aguardando, porque sus manías terminaban por ser conocidas, pero de repente el disco se paró y una voz cavernosa se dejó oír por todos los altavoces excepto uno, un disidente, que continuó ofreciendo música. La voz rogaba al señor Colin que hiciera el favor de pasar por el control, que tenía una llamada telefónica.
—¿Qué demonios puede ser? —dijo Colin.
Se dirigió lo más deprisa que pudo hacia el borde de la pista seguido de Chick, y aterrizó sobre las alfombras de caucho. Atravesó el bar y entró en la cabina de control, que era donde estaba el micrófono. El hombre de los discos estaba pasando uno por el cepillo de grama para quitar las asperezas producidas por el uso.
—¡Diga! —dijo Colin, tomando el aparato.
Escuchó.
Chick lo vio, asombrado primero, ponerse del color del hielo.
—¿Es algo grave? —preguntó.
Colin le indicó, por señas, que se callara.
—Ahora mismo voy —dijo en el receptor, y colgó.
Las paredes de la cabina volvían a cerrarse y salió antes de ser triturado, seguido de cerca por Chick. Corrió con los patines puestos. Los pies se le torcían en todas direcciones. Llamó a un mozo.
—Ábrame deprisa la cabina. La 309.
—La mía también, la 311… —dijo Chick.
El mozo los siguió, sin correr mucho. Colin se volvió, lo vio a diez metros y esperó a que llegara a su altura. Tomando impulso, salvajemente, le propinó un golpe formidable con el patín en la mandíbula y la cabeza del mozo fue a hincarse en una de las chimeneas de ventilación de la maquinaria, mientras Colin cogía la llave que el cadáver, con aire ausente, tenía todavía en la mano. Colin abrió una cabina y empujó dentro el cuerpo, escupió encima y corrió hasta la 309. Chick cerró la puerta.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó al llegar anhelante.
Colin se había quitado ya los patines y puesto los zapatos.
—Es Chloé —dijo Colin—, se ha puesto mala.
—¿Es algo grave?
—No sé nada —dijo Colin—. Le ha dado un síncope.
Ya estaba listo y se marchaba.
—¿Dónde vas? —gritó Chick.
—¡A casa!… —gritó también Colin, y desapareció por la escalera de hormigón retumbante.
En el otro extremo de la pista, los hombres de la sala de máquinas salieron fuera, sofocados, porque la ventilación había dejado de funcionar, y se desplomaron, agotados, alrededor de la pista.
Chick, lleno de estupor, con un patín en la mano, miraba vagamente el lugar por donde había desaparecido Colin.
Por debajo de la cabina 128, serpenteaba lentamente un reguerito de sangre espumosa; el líquido rojo empezó a correr sobre el hielo en gruesas gotas humeantes y densas.
Corría con todas sus fuerzas y las personas, a sus ojos, se inclinaban lentamente, para caer tendidas sobre el suelo como bolos con un chapoteo sordo, como el de una caja grande de cartón que se deja caer de plano.
Y Colin corría, corría, el ángulo agudo del horizonte, arropado entre las casas, se precipitaba hacia él. Bajo sus pasos era de noche. Una noche de algodón en rama negro, amorfo e inorgánico, y el cielo no tenía color alguno, era un techo, otro ángulo agudo más, y Colin corría hacia el vértice de la pirámide, detenido en el corazón por secciones de noche menos negra, pero todavía le faltaban tres calles para llegar a la suya.
Chloé reposaba muy despabilada sobre el hermoso lecho de sus nupcias. Tenía los ojos abiertos pero respiraba mal.
Alise estaba con ella. Mientras, Isis ayudaba a Nicolás, que estaba preparando —según una receta de Gouffé— un reconstituyente infalible. Y el ratón molía con sus afilados dientes granos de hierbas medicinales para preparar un cocimiento como remedio casero de urgencia.
Pero Colin no sabía nada. Corría. Tenía miedo porque no basta con estar siempre juntos. Es necesario tener también miedo, quizás haya sido un accidente, la habrá atropellado un coche, estará en la cama, no me dejarán entrar pero creen ustedes quizás que tengo miedo por mi Chloé, yo la veré a pesar de ustedes, pero no. Colin, no entres. A lo mejor sólo está herida y entonces no será nada, mañana iremos juntos al Bosque de Bolonia, para volver a ver el banco aquél, yo tenía su mano en la mía, su pelo junto al mío, su perfume en la almohada. Yo cojo siempre su almohada, nos pelearemos otra vez por la noche, la mía le parece demasiado llena, se queda completamente redonda bajo su cabeza, y yo la cojo después, huele a sus cabellos. No oleré nunca más el dulce aroma de su pelo.
La acera se levantó delante de él. La franqueó de un salto de gigante. Se encontró en el primer piso. Subió, abrió la puerta y lo encontró todo sosegado y tranquilo. No había gente de negro, no había cura, las alfombras de dibujos gris azulado estaban en paz. «No es cosa de cuidado», le dijo Nicolás. Y Chloé sonrió, feliz de volverlo a ver.
La mano de Chloé, tibia y confiada, reposaba en la de Colin.
Ella le miraba; sus ojos claros, un poco asombrados, tranquilizaban a Colin. Debajo de la plataforma, por toda la alcoba, preocupaciones y cuidados se amontonaban, buscando encarnizadamente sofocarse los unos a los otros. Chloé sentía una fuerza opaca dentro de su cuerpo, en su tórax una presencia de signo contrario, contra la que no sabía luchar; tosía de vez en cuando para hacer huir al enemigo, agarrado en lo profundo de su carne. Le parecía que, si respiraba hondo, se entregaría viva a la rabia ciega del adversario, a su insidiosa malignidad. Su pecho se elevaba apenas y el contacto de las sábanas estiradas sobre sus largas piernas desnudas infundían calma a sus movimientos.
Junto a ella, con la espalda un poco encorvada, Colin la miraba. La noche se aproximaba, se iba formando en capas concéntricas alrededor del pequeño núcleo luminoso de la lámpara encendida a la cabecera de la cama, apresada en la pared, encerrada en una placa redonda de cristal esmerilado.
—Ponme música, Colin, cariño —dijo Chloé—. Pon canciones que te gusten.
—Te va a fatigar —dijo Colin.
Hablaba desde muy lejos, tenía muy mala cara. Su corazón ocupaba todo el espacio de su pecho, no se había dado cuenta hasta ahora.
—No, por favor te lo pido —dijo Chloé.
Colin se levantó, bajó la escalerilla de roble y conectó el aparato automático. Tenía altavoces en todas las habitaciones. Colin conectó el de la alcoba.
—¿Qué has puesto? —preguntó Chloé.
Sonreía. Lo sabía muy bien.
—¿Te acuerdas? —dijo Colin.
—Me acuerdo…
—¿Te sientes mal?
—No me siento muy mal.
Allí donde los ríos se arrojan al mar se forma una barra difícil de franquear y grandes remolinos coronados de espuma donde bailan los restos de los náufragos. Entre la noche que reinaba fuera y la lucecita de la lámpara los recuerdos fluían de la oscuridad, chocaban con la claridad y, ya sumergidos, ya a flote, mostraban sus vientres blancos y sus espaldas plateadas. Chloé se incorporó un poco.
—Ven, siéntate cerca de mí…
Colin se acercó a ella, se puso de través en la cama y la cabeza de Chloé reposó en el hueco de su brazo izquierdo. El encaje de su ligera camisa dibujaba sobre su piel dorada una caprichosa red, tiernamente henchida por el arranque de los senos. La mano de Chloé cogía el hombro de Colin.
—¿No estás enfadado?…
—¿Por qué iba a estado?
—Por tener una mujer tan tonta…
Colin besó el huequecito del hombro confiado.
—Tápate un poco el brazo, Chloé, cariño. Vas a coger frío.
—No tengo frío —dijo Chloé—. Anda, escucha el disco.
Había algo de etéreo en la manera de tocar de Johnny Hodges, algo inexplicable y perfectamente sensual. La sensualidad en estado puro, desprendida del cuerpo.
Las esquinas de la habitación se modificaban, redondeándose, como efecto de la música. Ahora, Colin y Chloé reposaban en el centro de una esfera.
—¿Qué era? —preguntó Chloé.
—Era
The Mood fo be Wooed
—dijo Colin.
—Es exactamente lo que sentía —dijo Chloé—.¿Cómo podrá entrar el médico en nuestra alcoba, con la forma que tiene?
Nicolás salió a abrir. En el umbral estaba el doctor.
—Soy el médico —dijo.
—Muy bien —dijo Nicolás—. Sírvase seguirme.
El doctor le siguió.
—Ya estamos —explicó cuando llegaron a la cocina—. Pruebe esto y dígame qué le parece.
En un receptáculo sílico-sodo-cálcico vitrificado había una poción de peculiar color, tirando a púrpura de Cassius y a verde vejiga, con un ligero matiz de azul de cromo.
—¿Qué es esto? —preguntó el doctor.
—Una poción… —dijo Nicolás.
—Ya lo veo…, pero —dijo el doctor— ¿para qué sirve?
—Es un reconstituyente —dijo Nicolás.
El doctor aproximó el vaso a la nariz, olfateó, se prendió fuego, aspiró y probó, bebió después y se agarró el vientre con las dos manos, dejando caer al suelo su maletín de doctorizar.
—¿Hace efecto, eh? —dijo Nicolás.
—¡Buah!… Sí, ciertamente es para espicharla… —dijo el doctor—. ¿Es usted veterinario?
—No, señor —dijo Nicolás—, cocinero. Al fin y al cabo, hace efecto, ¿no?
—No está mal del todo —concedió el doctor—, me siento remozado.
—Venga a ver a la enferma —dijo Nicolás—. Ahora, ya está usted desinfectado.
El doctor se puso en marcha, pero en sentido contrario. Parecía poco dueño de sus movimientos.
—¡Eh! —dijo Nicolás—. ¿Qué pasa? ¿Está usted en condiciones de hacer el reconocimiento o no?
—Bueno —dijo el doctor—, me gustaría contar con la opinión de un colega, así que le he pedido al doctor Tragamangos que viniera…
—Está bien —dijo Nicolás—. Ahora, venga por aquí.
Abrió la puerta de servicio.
—Baje usted los tres pisos y gire a la derecha, entre y ya está…
—De acuerdo… —dijo el doctor.
Empezó a bajar y de repente se detuvo.
—Pero, ¿dónde estoy?
—Ahí… —dijo Nicolás.
—¡Ah, bueno!… —dijo el doctor.
Nicolás cerró la puerta. Llegaba Colin.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó.
—Era un médico. Parecía un poco idiota, así que le he puesto de patitas en la calle.
—Pero hace falta un médico —dijo Colin.
—Desde luego —dijo Nicolás—. Va a venir Tragamangos.
—Me parece mejor —dijo Colin.
La campanilla sonó otra vez.
—No te muevas —dijo Colin—. Voy yo.
En el pasillo, el ratón trepó a lo largo de su pierna y se encaramó a su hombro derecho. Colin se apresuró y abrió al profesor.
—¡Buenos días! —dijo éste.
Iba vestido de negro y llevaba una camisa de un amarillo apabullante.
—Fisiológicamente —explicó—, el negro sobre fondo amarillo corresponde al contraste máximo. Debo añadir que, además, no fatiga la vista y que evita que lo aplasten a uno en la calle.
—Sin duda —aprobó Colin.
El profesor Tragamangos podría tener cuarenta años. Su estatura podía aguantarlos. Pero ni uno más. Tenía el rostro lampiño, con una perilla en punta, y unas gafas inexpresivas.
—¿Quiere usted seguirme? —propuso Colin.
—No sé. Dudo…
Pero se decidió de todas maneras.
—¿Quién está enfermo?
—Chloé —dijo Colin.
—¡Ah! —dijo el profesor—, esto me recuerda una canción…
—Sí —dijo Colin—, ésa es.
—Bueno —añadió Tragamangos—, vamos allá. Debería habérmelo dicho antes. ¿Qué tiene?
—No lo sé —dijo Colin.
—Yo tampoco —confesó el profesor—, ahora mismo, eso sí, puedo decírselo.
—¿Pero, lo sabrá? —preguntó Colin, inquieto.
—Es posible —dijo el profesor Tragamangos, dubitativo—. Ahora bien, sería necesario que yo la examinara…