—Sí —dijo Chloé—. Ahora la luz es menos maligna.
Bruscamente, la carretera trazó una nueva curva y se encontraron en medio de las minas de cobre. Se escalonaban a ambos lados varios metros hacia abajo. Inmensas extensiones de cobre verdusco desplegaban su aridez hasta el infinito. Centenares de hombres vestidos con trajes herméticos se agitaban alrededor de las hogueras. Otros apilaban en pirámides regulares el combustible que llegaba sin cesar en vagonetas eléctricas. El cobre, bajo el efecto del calor, se fundía y corría en arroyuelos rojos, bordeados de escorias esponjosas y duras como la piedra. De trecho en trecho se recogía el cobre en grandes depósitos donde había máquinas que lo bombeaban y lo trasvasaban a tuberías ovaladas.
—¡Qué trabajo más horrible!… —dijo Chloé.
—Está bastante bien pagado —repuso Nicolás.
Algunos de los hombres dejaron de trabajar para ver pasar el coche. En sus ojos tan sólo se veía una cierta compasión socarrona. Eran anchos y fuertes, y parecían inalterables.
—No les caemos bien —dijo Chloé—. Vámonos de aquí.
—Es que ellos trabajan… —dijo Colin.
—Pero eso no es una razón —dijo Chloé.
Nicolás aceleró un poco. El coche se deslizaba sobre la agrietada carretera en medio del rumor de las máquinas y del cobre en fusión.
—Pronto llegaremos a la antigua carretera —dijo Nicolás.
—¿Por qué miran con tanto desdén? —preguntó Chloé—. Al fin y al cabo, trabajar no es para tanto.
—Se les ha inculcado la idea de que trabajar es algo bueno —dijo Colin—. En general, se considera así. Pero, de hecho, no hay nadie que lo piense. Se hace por costumbre y para no pensar en ello precisamente.
—De todas maneras, es una tontería hacer un trabajo que podrían hacer máquinas.
—Pero las máquinas habría que construirlas —dijo Colin—. ¿Y quién va a hacerlo?
—¡Bueno, por supuesto! —dijo Chloé—. Para hacer un huevo, hace falta una gallina, y una vez que se tiene la gallina se pueden tener montones de huevos. Así que vale más empezar por la gallina.
—Habría que saber quién impide fabricar las máquinas —dijo Colin—. Lo que falta, por lo visto, es tiempo. La gente pierde el tiempo en vivir y entonces ya no le queda tiempo para trabajar.
—¿No será más bien lo contrario? —dijo Chloé.
—No —dijo Colin—. Si tuvieran tiempo para construir máquinas, luego ya no tendrían necesidad de hacer nada. Lo que yo quiero decir es que la gente trabaja para vivir en lugar de trabajar para hacer máquinas que les permitan vivir sin trabajar.
—El asunto es complicado —consideró Chloé.
—No —dijo Colin—. Es muy sencillo. Por supuesto, habría que ir poco a poco. Pero se pierde tanto tiempo en hacer cosas que acaban gastándose…
—Pero ¿no crees tú que les gustaría más quedarse en casa y besar a su mujer, ir a la piscina y a divertirse?
—No —dijo Colin—, porque no piensan en ello.
—Pero ¿acaso es culpa suya si creen que está bien trabajar?
—No —dijo Colin—, ellos no tienen la culpa. Es que se les ha venido diciendo: «El trabajo es sagrado, el trabajo es bueno, el trabajo es hermoso, el trabajo es lo que cuenta antes que nada y sólo los que trabajan son quienes tienen derecho a todo». Lo que pasa es que se organizan las cosas para hacerles trabajar constantemente y entonces no pueden aprovecharse de ello.
—Entonces, ¿es que son tontos?
—Sí, son tontos —dijo Colin—. Por eso están de acuerdo con quienes les hacen creer que el trabajo es lo mejor que hay. Eso les impide reflexionar y tratar de progresar y dejar de trabajar.
—Vamos a hablar de otra cosa —dijo Chloé—, estos temas me dejan agotada. Dime si te gusta mi pelo…
—Te lo he dicho ya…
Se la puso en las rodillas. De nuevo se sentía completamente feliz.
—Te he dicho ya que me gustas mucho, al por mayor y al detalle.
—Detalla, entonces —dijo Chloé, dejándose caer en brazos de Colin, mimosa como una culebra.
—Perdón, señor —dijo Nicolás—. ¿Desea el señor que bajemos aquí?
El coche se había detenido delante de un hotel, al lado de la carretera. Era ya la carretera buena, plana, tornasolada por reflejos fotogénicos, con árboles perfectamente cilíndricos a ambos lados, hierba verde, sol, vacas en los prados, vallas carcomidas, setas en flor, manzanas en los manzanos y hojas secas en montoncitos con un poco de nieve de vez en cuando para hacer más ameno el paisaje, con palmeras, mimasas y pinos del norte en el jardín del hotel, y un muchacho pelirrojo y desgreñado que conducía dos borregos y un perro borracho. A un lado de la carretera soplaba viento y al otro no. Podía escogerse el que más gustase. Sólo un árbol de cada dos daba sombra y sólo en una de las cunetas había ranas.
—Quedémonos aquí —dijo Colin—. De todas maneras, no vamos a llegar hoy al sur.
Nicolás abrió la puerta y se bajó del coche. Llevaba un bonito uniforme de chófer de piel de cerdo y una elegante gorra haciendo juego. Retrocedió un par de pasos y miró al coche. Colin y Chloé descendieron también.
—El coche está bastante sucio —dijo Nicolás—. Es por todo ese barro que hemos atravesado.
—No importa —dijo Chloé—. Que nos lo laven en el hotel.
—Nicolás, entra y pregunta si hay habitaciones libres —dijo Colin— y si hay qué comer.
—Perfectamente, señor —dijo Nicolás, llevándose la mano a la gorra y más exasperante que nunca.
Empujó la verja de roble encerado, cuyo pomo revestido de terciopelo le hizo estremecerse. Sus pasos hicieron crujir la grava y subió los dos escalones. La puerta de vidrio cedió al empujar y desapareció en el edificio.
Las persianas estaban echadas y no se oía ruido alguno. El sol cocía suavemente las manzanas caídas y las hacía abrirse en pequeños manzanos verdes y frescos, que florecían instantáneamente y daban manzanas más pequeñas todavía. A la tercera generación, ya no se veía más que una especie de musgo verde y rosa por el que rodaban como canicas minúsculas manzanas.
Algunos bichos zumbaban al sol, entregándose a tareas indefinidas, algunas de ellas consistentes en girar rápidamente sobre sí mismos. Del lado de la carretera en que soplaba viento las gramíneas se curvaban en sordina y las hojas aleteaban con un ligero susurro. Algunos insectos con élitros intentaban remontar la corriente produciendo un pequeño chapoteo parecido al de las ruedas de un vapor singlando hacia los grandes lagos.
Colin y Chloé, el uno cerca del otro, dejaban que el sol les acariciase sin decir palabra, y sus corazones latían a un ritmo de
bugui
.
La puerta acristalada chirrió levemente y reapareció Nicolás. Traía la gorra torcida y el traje en desorden.
—¿Te han puesto de patitas en la calle? —preguntó Colin.
—No, señor —dijo Nicolás—. El señor y la señora son bien recibidos y, además, se encargarán del coche.
—¿Y qué te ha pasado? —preguntó Chloé.
—Bueno… —dijo Nicolás—. Es que no está el dueño y me ha recibido su hija…
—Arréglate —dijo Colin—. Así no estás correcto.
—Ruego al señor que me excuse —dijo Nicolás—, pero pensé que dos habitaciones merecían un pequeño sacrificio.
—Anda, ve a vestirte de paisano —dijo Colin — y vuelve a hablar de forma normal. ¡Me pones los nervios de punta!…
Chloé se paró a jugar con un montoncito de nieve. Los copos, suaves y frescos, permanecían blancos y no se derretían.
—Mira qué bonita es —le dijo a Colin.
Bajo la nieve había primaveras, acianos y amapolas.
—Sí —dijo Colin—. Pero no debes tocarla. Vas a coger frío.
—¡No! —dijo Chloé, y se puso a toser como una tela de seda que se desgarra.
—Mi pequeña Chloé —dijo Colin, rodeándola con los brazos—, ¡no tosas así, que me duele a mí!
Chloé soltó la nieve, que cayó lentamente, como si fuera plumón, y se puso a brillar otra vez al sol.
—No me gusta esta nieve —murmuró Nicolás.
Se recompuso en seguida.
—Le ruego al señor que me dispense por esta libertad de lenguaje.
Colin se quitó un zapato y se lo tiró a Nicolás a la cara, pero éste se agachó para rascar una manchita en el pantalón y se levantó al oír el ruido de los cristales rotos.
—¡Señor! —dijo Nicolás con un deje de reproche—. ¡Es la ventana de la habitación del señor!…
—Pues peor para mí —dijo Colin—. Así estaremos ventilados… y, además, esto te enseñará a no hablar como un idiota.
Con la ayuda de Chloé, se dirigió a la pata coja a la puerta del hotel. El cristal roto empezaba a crecer de nuevo. En los bordes del bastidor se estaba formando una delgada película, opalescente e irisada, de reflejos inciertos y colores vagos y cambiantes.
—¿Has dormido bien? —preguntó Chloé.
—No mal del todo, ¿y tú? —dijo Nicolás, ya vestido de paisano.
Chloé bostezó y cogió la jarrita de jarabe de alcaparras.
—El cristal ése no me ha dejado dormir —dijo.
—¿Pero no se ha cerrado ya? —preguntó Nicolás.
—No del todo —dijo Chloé—. La fontanela está todavía bastante abierta y deja pasar una maldita corriente. Esta mañana tenía el pecho totalmente cubierto de esta nieve…
—Es un fastidio —dijo Nicolás—. Les voy a poner de vuelta y media. A propósito, ¿nos vamos esta mañana?
—Después de comer —dijo Colin.
—Tendré que volverme a poner el uniforme de chófer —dijo Nicolás.
—¡Bueno, Nicolás! —dijo Colin—. Si sigues con esa historia… te voy a…
—De acuerdo —dijo Nicolás—, pero no ahora.
Engulló su tazón de jarabe de alcaparras y dio fin a sus tostadas con mantequilla.
—Voy a dar una vuelta por la cocina —dijo; se levantó y se colocó bien el nudo de la corbata con ayuda de un escariador de bolsillo.
Salió de la pieza y se oyó perderse el ruido de sus pasos, probablemente en dirección a la cocina.
—¿Qué quieres que hagamos, Chloé, chiquita? —preguntó Colin.
—Besarnos —dijo Chloé.
—¡Claro!… —respondió Colin—. Pero ¿y después?
—Después… —dijo Chloé—, no puedo decirlo a voces.
—Sí, muy bien, pero ¿y después?
—Después será la hora de almorzar. Abrázame. Tengo frío. Es esta nieve…
El sol entraba a dorados raudales en la habitación.
—No hace frío aquí —dijo Colin.
—No —dijo Chloé, apretándose contra él—, pero yo tengo frío. Después escribiré a Alise…
Desde el mismo comienzo de la calle, la multitud se atropellaba para entrar en la sala en que Jean-Sol iba a dar su conferencia.
La gente recurría a las más diversas argucias para sortear la vigilancia del cordón sanitario encargado de comprobar la validez de las invitaciones, porque se habían puesto en circulación decenas de millares de ejemplares falsificados.
Algunos llegaban en carrozas fúnebres y los gendarmes hincaban una larga pica de acero en los ataúdes, clavándolos a las tablas de roble para la eternidad, lo que evitaba que tuvieran que sacarlos para su inhumación y no causaba daño más que a los posibles muertos verdaderos, a los que se les hacía polvo la mortaja. Otros iban en avión especial y se lanzaban en paracaídas (también había peleas en el aeropuerto de Le Bourget para montar en el avión). Un equipo de bomberos los tomaba por blanco y, con las mangueras, los desviaba hacia el escenario, donde se ahogaban miserablemente. Finalmente, otros intentaban llegar por las alcantarillas.
A éstos se los rechazaba pisoteándoles los nudillos con calzado de clavos en el momento en que se agarraban al borde para izarse y salir; las ratas se encargaban del resto. Pero nada desalentaba a estos apasionados. No eran los mismos, fuerza es confesarlo, los que se ahogaban y los que perseveraban en sus tentativas, y el rumor ascendía hasta el cenit y resonaba en las nubes con un fragor cavernoso.
Sólo los puros, los que estaban al corriente, los íntimos, estaban provistos de invitaciones auténticas, fácilmente distinguibles de las falsas, y por esta razón iban pasando sin dificultad por un estrecho pasillo acondicionado al hilo de las casas y guardado, cada cincuenta centímetros, por un agente secreto disfrazado de servofreno. Sin embargo, había ya muchísimos, y la sala, llena ya, no cesaba de acoger, de segundo en minuto, a recién llegados.
Chick estaba en su sitio desde el día anterior. A precio de oro, había conseguido del portero el derecho de suplirle, rompiendo, para hacer posible esta suplencia, la pierna izquierda al susodicho portero con ayuda de un espeque de recambio. Chick, cuando se trataba de Partre, no regateaba los doblezones. Alise e Isis esperaban junto a él la llegada del conferenciante. Acababan de pasar la noche allí, afanosas de no perderse el acontecimiento. Chick, con su uniforme verde oscuro de portero, estaba seductor a más no poder. Estaba descuidando mucho su trabajo desde que había entrado en posesión de los veinticinco mil doblezones de Colin.
El público que allí se apretujaba ofrecía un aspecto muy peculiar. No había más que rostros huidizos con gafas, pelos erizados, coletas amarillentas y restos de almendrados, y, por lo que se refería a las mujeres, trencitas miserables atadas alrededor del cráneo y canadienses puestas directamente sobre la piel desnuda, con dibujos en forma de rebanadas de senos sobre fondo sombreado.
En la gran sala de la planta baja, de techo mitad de claraboyas, mitad de frescos al agua pesada, muy apropiados para despertar dudas en el espíritu de los asistentes sobre el interés de una existencia poblada de formas femeninas tan poco incitantes, no cabía ya un alfiler, y a los que llegaban tarde no les quedaba otro recurso que quedarse en el fondo apoyándose en un pie, utilizando el otro para disuadir de acercarse demasiado a los vecinos más próximos. Un palco especial, donde se pavoneaban como desde un trono la duquesa de Bovouard y su séquito, atraía las miradas de una multitud casi exangüe y resultaba insultante, por su lujo de postín, para el carácter provisional de las disposiciones personales adoptadas por una fila de filósofos encaramados sobre sillas de tijera.
Se aproximaba la hora de la conferencia y en la multitud iba creciendo la excitación. Al fondo se estaba empezando a organizar un cisco, porque algunos estudiantes estaban tratando de sembrar la duda en los espíritus declamando en alta voz pasajes dilatoriamente truncados del
juramento de la Montaña
de la baronesa de Orczy.
Pero Jean-Sol se aproximaba. En la calle se oyeron unos sonidos de trompa de elefante y Chick se asomó a la ventana de su palco. A lo lejos, la silueta de Jean-Sol surgía de un palanquín blindado bajo el cual, el lomo del elefante, rugoso y arrugado, cobraba un aspecto insólito al resplandor de un farol rojo. En cada esquina del palanquín, se tenía presto, armado de un hacha, un tirador de élite. A grandes zancadas, el elefante se iba abriendo camino entre la muchedumbre y las sordas pisadas de cuatro columnas avanzando sobre los cuerpos aplastados se acercaban inexorablemente. El elefante se arrodilló delante de la puerta y descendieron los tiradores de élite. Con un gracioso brinco, Partre saltó en medio de ellos y, abriéndose camino a hachazos, avanzaron hacia el estrado. Los agentes volvieron a cerrar las puertas y Chick se precipitó hacia un pasillo secreto que terminaba justamente detrás del estrado, empujando delante de él a Isis y Alise.