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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

La espuma de los días (16 page)

El director rompió a reír ante la idea.

—¡Es extraordinario!… —dijo.

Su rostro volvió a cobrar seriedad y echó un poco más hacia atrás el sillón.

—Lléveselo… —le dijo al subdirector—. Ya veo yo a lo que ha venido…, ¡váyase!, ¡deprisa!… ¡lárgate, mangante! —aulló.

El subdirector se precipitó hacia Colin, pero éste había cogido ya el expediente olvidado sobre la mesa:

—Si me toca… —amenazó Colin.

Fue retrocediendo poco a poco hacia la puerta.

—¡Fuera! —gritaba el director—. ¡Aborto de Satanás!…

—Lo que es usted es un viejo gilipollas —dijo Colin, e hizo girar el pomo de la puerta.

Lanzó su expediente sobre la mesa y se precipitó al pasillo. Cuando llegó a la entrada, el conserje le disparó un pistoletazo y la bala de papel hizo un agujero en forma de calavera en la hoja de la puerta que acababa de cerrarse.

45

—Reconozco que es una hermosa pieza —dijo el antigüedario, dando vueltas alrededor del pianóctel de Colin.

—Es arce espabilado —dijo Colin.

—Ya veo, ya veo —dijo el antigüedario—. Supongo que funciona bien.

—Yo trato de vender lo mejor que tengo —dijo Colin.

—Debe darle pena —dijo el antigüedario, agachándose para ver un pequeño dibujo de la madera.

Sopló algunas motitas de polvo que empañaban el lustre del mueble.

—¿No preferiría usted ganar dinero trabajando que deshacerse de él?

Colin se acordó del despacho del director y del pistoletazo del conserje y dijo que no.

—De todas maneras terminará trabajando cuando ya no le quede nada que vender… —dijo el antigüedario.

—Si dejaran de aumentar mis gastos… —dijo Colin, y añadió—: si cesaran de crecer mis gastos, yo tendría bastante, vendiendo mis cosas, para vivir sin trabajar. Claro que no para vivir muy bien, pero para vivir al fin y al cabo.

—¿No le gusta el trabajo? —dijo el antigüedario.

—Es horrible —dijo Colin—. Rebaja al hombre al nivel de la máquina.

—¿Y sus gastos no cesan de aumentar? —preguntó el antigüedario.

—Las flores cuestan muy caras y la vida en la montaña también… —dijo Colin.

—Pero ¿y si se curase? —dijo el antigüedario.

—¡Oh! —dijo Colin. Sonrió beatíficamente—. ¡Sería tan maravilloso!… —murmuró.

—De todas formas, no es del todo imposible —dijo el antigüedario.

—¡No! ¡Desde luego!… —dijo Colin.

—Pero hace falta tiempo —dijo el antigüedario.

—Sí —dijo Colin— y el sol se va…

—Puede volver —dijo el antigüedario, animándole.

—No lo creo —dijo Colin—. Lo que sucede va en serio.

Se produjo un silencio.

—¿Está lleno por dentro? —preguntó el antigüedario señalando el pianóctel.

—Sí —dijo Colin—. Todos los receptáculos están llenos.

—Yo toco bastante bien el piano, podríamos probar.

—Si usted quiere —dijo Colin.

—Voy a buscar un asiento.

Se hallaban en medio de la tienda a donde Colin había hecho transportar su pianóctel. Por todas partes había montones de objetos extraños y viejos en forma de sillones, de sillas, de consolas y de otros muebles. El lugar estaba poco iluminado y olía a cera de las Indias y a vibrión azul. El antigüedario se hizo con un taburete de madera de quiebrahachas afiladas y se sentó ante el pianóctel. Había cerrado el picaporte de la puerta, que de este modo se quedaría muda y no les molestaría.

—¿Se sabe usted algo de Duke Ellington? —dijo Colin.

—Sí —dijo el antigüedario—. Voy a tocarle
Blues of the Vagabond
.

—¿A cuánto lo ajusto? —dijo Colin—. ¿Tocará tres variaciones?

—Sí —dijo el antigüedario.

—De acuerdo —dijo Colin—. Eso hará un medio litro en total. ¿De acuerdo?

—Perfecto —respondió el comerciante, que empezó a tocar.

Tocaba con suma sensibilidad y las notas volaban por el aire, tan etéreas como las perlas del clarinete de Barney Bigard en la versión de Duke.

Colin se había sentado en el suelo para escuchar con la espalda contra el pianóctel, y derramaba grandes lágrimas elípticas y flexibles que rodaban por su ropa y corrían por el polvo. La música pasaba a través de él y volvía a salir filtrada, pero la melodía que salía de él se parecía mucho más a Chloé que a los Blues del vagabundo. El mercader de antigüedades tarareaba un contrapunto de sencillez pastoral y balanceaba su cabeza de lado como una serpiente de cascabel.

Tocó las tres variaciones y paró. Colin, feliz hasta el fondo del alma, seguía sentado en su sitio y era como cuando Chloé no estaba enferma.

—¿Y ahora qué se hace? —preguntó el antigüedario.

Colin se levantó y abrió el pequeño panel móvil haciendo la maniobra correspondiente y ambos tomaron sendos vasos llenos de un líquido con reflejos de arco iris. El antigüedario bebió el primero chasqueando la lengua.

—Tiene exactamente el gusto de los blues —dijo—. Concretamente de este blues. ¿Sabe? ¡Es formidable su invento!…

—Sí, todo marchaba muy bien —dijo Colin.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo el antigüedario—. Seguramente le voy a pagar un buen precio.

—Será una gran alegría para mí —dijo Colin—. Todo me va mal ahora.

—Así es la vida. Las cosas no pueden ir siempre bien —dijo el antigüedario.

—Pero las cosas podrían no ir siempre mal —dijo Colin—. Se recuerdan mucho mejor los buenos momentos; entonces, ¿para qué sirven los malos?

—¿Y si tocara
Misty Morning
? —propuso el antigüedario—. ¿Sale bien?

—Sí —dijo Colin—. Sale de maravilla. Da un cóctel gris perla y verde menta con un gusto de pimienta y ahumado.

El antigüedario se volvió a sentar al piano y tocó
Misty Morning
. Lo bebieron. A continuación tocó también
Blue Bubbles
, y después paró porque empezaba a tocar dos notas al mismo tiempo y Colin a oír cuatro melodías diferentes a la vez. Colin cerró con cuidado la tapa del piano.

—Bueno —dijo el antigüedario— ¿hablamos de negocios ahora?

—¡Sipi! —dijo Colin.

—Su pianóctel es algo fabuloso —dijo el antigüedario—. Le doy tres mil doblezones.

—No —dijo Colin— es demasiado.

—Insisto —dijo el antigüedario.

—Pero eso es una tontería —dijo Colin—. Yo no quiero. Dos mil, si le parece bien.

—No —dijo el antigüedario—. Lléveselo, no lo quiero.

—¡Pero yo no puedo venderlo en tres mil! —dijo Colin— ¡Es un robo!…

—En absoluto… —insistió el antigüedario—. Puedo venderlo en cuatro mil en un minuto…

—Usted sabe muy bien que se lo va a quedar para usted —dijo Colin.

—Por supuesto —dijo el antigüedario—. Escuche, vamos a partir la sandía: dos mil quinientos doblezones.

—Bueno —dijo Colin— vale. Pero ¿qué haremos con las dos mitades de esa maldita sandía?

—Tenga… —dijo el antigüedario.

Colin cogió el dinero y lo metió cuidadosamente en su cartera. Vacilaba un poco.

—No me tengo en pie —dijo.

—Pues claro —dijo el antigüedario—. ¿Vendrá a escuchar un trago conmigo, de vez en cuando?

—Prometido —dijo Colin—. Ahora, tengo que marcharme. Nicolás me va a poner de vuelta y media.

—Le acompaño un poco —dijo el antigüedario—, tengo que hacer un recado.

—Es usted muy amable… —dijo Colin.

Salieron a la calle. El cielo, azul verdoso, colgaba casi hasta el suelo, donde grandes manchas blancas marcaban el sitio en que acababan de estrellarse las nubes.

—Ha habido tormenta —dijo el antigüedario.

Caminaron juntos algunos metros y el compañero de Colin se detuvo delante de un bazar.

—¡Espéreme un segundo! ¡Vuelvo en seguida! —dijo.

Entró en la tienda. A través del escaparate, Colin le vio escoger un objeto que observó atentamente al trasluz y metió a continuación en el bolsillo.

—¡Ya está! —dijo cerrando la puerta.

—¿Qué era eso? —preguntó Colin.

—Un nivel de agua —respondió el antigüedario—. Tengo el propósito de tocarme todo mi repertorio después de acompañarle y después tengo que caminar.

46

Nicolás miraba su horno. Estaba sentado delante de él con un atizador y un soplete, y estaba comprobando el interior. El horno se estaba deformando un poco por la parte de arriba y las chapas se ablandaban, adoptando la consistencia de delgadas láminas de
gruyere
. Oyó los pasos de Colin en el pasillo y se irguió en su asiento. Se sentía cansado. Colin empujó la puerta y entró. Parecía contento.

—¿Qué hay? —preguntó Nicolás—. ¿Ha ido todo bien?

—Lo he vendido —dijo Colin—. Dos mil quinientos…

—¿Doblezones?… —dijo Nicolás.

—Sí —dijo Colin.

—¡No me lo puedo creer!

—Yo tampoco lo esperaba. ¿Estabas mirando el horno?

—Sí —dijo Nicolás—. Se está transformando en una marmita de carbón vegetal; y me pregunto cómo diablos es posible eso…

—Es muy raro —dijo Colin—, pero no más que las demás cosas. ¿Te has fijado en el pasillo?.

—Sí —dijo Nicolás—. Se está volviendo de madera de pino…

—Quería decirte una vez más —dijo Colin— que no quiero que te quedes aquí más tiempo.

—Ha habido carta —dijo Nicolás.

—¿De Chloé?

—Sí —dijo Nicolás—, está encima de la mesa.

Mientras abría la carta, Colin oía la dulce voz de Chloé y no tuvo más que escuchar para saber lo que decía. Era lo siguiente:

«Mi querido Colin:

»Me encuentro bien y hace buen tiempo. El único fastidio son los topos de nieve; son unos bichos que reptan entre la nieve y la tierra; tienen la piel de color naranja y gritan fuerte por la noche. Hacen grandes montículos de nieve y uno se cae encima. Hay mucho sol y pienso volver muy pronto.»

—Son buenas noticias —dijo Colin—. Y, ahora, escúchame: te vas a ir a casa de los Ponteauzanne.

—Ni hablar —dijo Nicolás.

—Sí —dijo Colin—. Necesitan un cocinero y yo no quiero que te quedes aquí… estás envejeciendo mucho y ya te he dicho que he firmado por ti.

—¿Y el ratón? —dijo Nicolás—. ¿Quién le va a dar de comer?

—Yo me ocuparé —dijo Colin.

—No es posible —dijo Nicolás—. Además, yo ya no estoy metido en esta historia.

—Claro que sí —dijo Colin—. La atmósfera de esta casa te aplasta… ninguno de vosotros puede aguantado…

—Tú dices siempre eso —dijo Nicolás—, y eso no explica nada.

—A fin de cuentas —dijo Colin—, ésa no es la cuestión.

Nicolás se levantó y se estiró. Parecía triste.

—Ya no haces nada de Gouffé —dijo Colin—. Estás descuidando tu cocina, te estás echando a perder.

—Eso no es cierto —protestó Nicolás.

—Déjame que siga —dijo Colin—. Ya no te vistes los domingos y ya no te afeitas todas las mañanas.

—Eso no es un crimen —dijo Nicolás.

—Sí lo es —dijo Colin—. Yo no puedo pagarte lo que vales. Pero tu valor está bajando y es un poco culpa mía.

—No es cierto —dijo Nicolás—. No es culpa tuya si tienes problemas.

—Sí —dijo Colin—, es porque me casé y porque…

—Eso es una idiotez —dijo Nicolás—. ¿Quién va a cocinar?

—Yo —dijo Colin.

—¡Pero si tú vas a trabajar!… No tendrás tiempo.

—No, no voy a trabajar. De todas maneras he vendido mi pianóctel por dos mil quinientos doblezones.

—Sí —dijo Nicolás—. ¡Con eso vas a ir muy lejos!…

—Tú te vas a ir a casa de los Ponteauzanne —dijo Colin.

—¡Ah! —dijo Nicolás—. Me tienes harto. Bien. Me iré. Pero no es elegante por tu parte.

—Volverás a tener tus buenos modales.

—Bastante has protestado contra mis buenos modales…

—Sí —dijo Colin—, porque conmigo no valía la pena.

—Me tienes harto —dijo Nicolás—. Harto, harto…

47

Colin oyó llamar a la puerta de entrada y corrió a abrir. Una de sus zapatillas tenía un agujero muy grande y ocultó el pie debajo de la alfombra.

—Viven ustedes muy alto —dijo Tragamangos, entrando.

Emitía un soplido compacto.

—Buenos días, doctor —dijo Colin ruborizándose porque no tenía más remedio que enseñar el pie.

—Han cambiado ustedes de casa —dijo el profesor—; la de antes no estaba tan lejos.

—No, no señor— dijo Colin—. Es la misma.

—Imposible —dijo el profesor—. Cuando gaste usted una broma, le aconsejo que se ponga más serio y que encuentre réplicas más agudas.

—Sí, claro —dijo Colin.

—¿Cómo está la enferma? —dijo el profesor.

—Está mejor —dijo Colin—. Tiene mejor cara y ya no tiene dolores.

—¡Hum! —dijo el profesor—. Eso me da que pensar.

Entró, seguido de Colin, en la habitación de Chloé y agachó la cabeza para no tropezar con el dintel de la puerta, pero éste hizo una inflexión en ese mismo instante y el profesor soltó un taco. Chloé, en su cama, reía al ver la entrada del profesor.

La habitación había pasado a tener unas dimensiones bastantes reducidas. La alfombra, a diferencia de las demás piezas, se había espesado, y el lecho se hallaba ahora en una trasalcoba con cortinas de satén. El gran ventanal se había dividido por completo en cuatro pequeñas ventanas cuadradas separadas por los pedúnculos de piedra que ya habían terminado de crecer. Reinaba en la pieza una luz un poco gris, pero limpia. Hacía calor.

—Seguirá usted diciendo que no han cambiado de casa, ¿eh? —dijo Tragamangos.

—Le juro a usted, doctor… —empezó a decir Colin.

Calló porque el profesor le estaba mirando con expresión inquieta y recelosa.

—… ¡Estaba bromeando!… —dijo, riéndose.

Tragamangos se aproximó a la cama.

—Ahora —dijo— descúbrase usted. Voy a auscultarla.

Chloé entreabrió su manteleta de plumón.

—¡Ah! —dijo Tragamangos—. La abrieron aquí…

—Sí… —respondió Chloé.

Tenía bajo el seno derecho una pequeña cicatriz perfectamente redonda.

—¿Lo sacaron por ahí cuando se murió? —dijo el profesor—. ¿Era grande?

—Un metro, creo yo —dijo Chloé—. Con una gran flor de veinte centímetros.

—¡Qué horror!… —refunfuñó el profesor—. No ha tenido usted suerte. ¡De ese tamaño no es corriente!.

—Fueron las otras flores las que le hicieron morir —dijo Chloé—. En especial, una flor de vainilla que me trajeron al final.

—Es extraño —dijo el profesor—. Nunca habría creído que la vainilla ejerciera efecto. Yo pensaba más bien en el enebro o en la acacia. La medicina, ya sabe, es un juego de imbéciles —concluyó.

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