»—¿Tú eres un ángel? —repetí, más por el profundo trastorno que sentía que porque aún tuviese algún género de dudas—. Pero tu aspecto es humano. Puedo verte, tocarte…
»—Mi apariencia es humana, pero yo no lo soy. Mi carne tiene el tacto de la tuya, pero no está formada por su misma materia.
»—Pero tú no eres una visión, como la de esas alas. Tú eres real, ¿verdad? —le pregunté desesperada.
»—Sí, yo soy real —me respondió—. Tan real como tú misma.
»—¿Quién era él? Tú le odiabas, lo percibí.
»Bajó la mirada, como si detestara el tener que responderme. Luego la paseó por el vacío del templo, pensativo, dudoso.
»—Es uno de mis hermanos —contestó con voz insegura—. Él…, deseaba conocer a una mujer. ¿Comprendes?
»—¿Me llevaste allí para entregarme a él? —pregunté indignada.
»Él se limitó a asentir con un gesto.
»—Pero ¿por qué? —sollocé—. Yo pensé que tú me querías, y sólo me buscabas como regalo, ¿no es eso? —pregunté, aumentando el volumen de mi voz. ¿Es ése el tipo de obsequios que los ángeles se hacen entre sí?
»—Cálmate, por favor —me rogó, cogiéndome las manos y pasando su brazo libre sobre mis hombros—. Tú no lo entiendes. No consentiré que nadie te haga más daño.
»—Pero ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué? —le pregunté en un llanto abierto.
»—Era un precio que debía pagar.
»—¿Por qué? ¿Para qué?
»—Era el único modo de que él me permitiera regresar al otro lado, al lugar en donde nuestro Padre nos recluyó, y de donde yo escapé.
»—¿Y por qué deseabas volver allí?
»—No soportaba más la presencia de los mortales, quería olvidarlos, perderlos de vista. Pero mi hermano piensa que nuestro mundo es su reino privado.
»—¿Y por qué no le pediste ayuda a Dios, a tu Padre? —le pregunté, ingenuamente. Y él me respondió del mismo modo, con la voz quebrada:
»—Dios ya no me quiere. Él…, se enfadó conmigo.
»Sus ojos parecían haberse cuajado de lágrimas. Sólo una sensación. Una impresión irreal. Pero un sufrimiento real, verdadero y profundo.
»—Bueno —le respondí yo, apiadada ante su dolor—, ya verás como te perdona. Dios es misericordioso; todo nos lo perdona cuando estamos arrepentidos. ¿Se lo has pedido?
»Me sonrió dulcemente y asintió con la cabeza.
»—¿Y no te ha perdonado? —le pregunté, asombrada del desdén de Dios ante semejante criatura—. ¿Pues qué hiciste de malo?
»Me miró maravillado, como si se encontrase en una situación totalmente inopinada.
»—Desobedecí sus leyes —me respondió simplemente—. Él me castigó. Nos encerró a presenciar la destrucción de este planeta a mí y a mis hermanos.
»—No sufras, por favor. Él te perdonará pronto. Ya lo verás —intenté consolarle.
»—No hago mucho por merecerlo, ¿sabes? —me respondió, con una dulce y tenue sonrisa. Luego, bajó la mirada y su rostro se ensombreció al preguntar—. ¿Has comprendido quién soy en realidad?
»—Perfectamente —respondí sin vacilar. Él levantó la mirada y la clavó en mis ojos, en mi alma—. Eres uno de los ángeles rebeldes. Un… diablo.
»—Ésa es sólo una estúpida denominación humana. Pero no tienes nada que temer de mí —me aseguró.
»—Lo sé —susurré—. Siempre lo he sabido.
»Me asombré del terror que no podía sentir. Estaba junto a un demonio, él mismo me lo acababa de confesar, y, en todo lo que yo podía pensar, era en que estaba tan cerca de mí que comenzaba a sentirme extrañamente agitada, deseosa de consolarle, de abrazarle, de besarle, de devorarle.
»—¿Quién era él? —reuní las fuerzas para preguntar—. ¿El príncipe de los demonios? ¿Cómo le llamáis? ¿Lucifer? ¿Satanás?
»—Su verdadero nombre es Eonar —me contestó—. Y apenas nada de lo que tú crees saber sobre él, sobre nosotros, es cierto.
»Me acarició el cabello mientras yo, simplemente, le contemplaba inmóvil y extasiada, disfrutando de cada uno de sus suaves parpadeos, del lento movimiento de sus ojos que seguían la sutil caricia de sus manos sobre mi piel. No era sólo mi corazón, sino mi alma misma la que le anhelaba. Poco a poco, un fuego abrasador fue encendiéndose en mi pecho y apoderándose de mí. Empezaba a sentir las mordeduras de un amor indomable, prohibido, innatural. La sangre me afluía del corazón a la cabeza y corría por mis venas como una colada de plomo fundido. Me tomó el rostro entre sus manos y me miró silenciosa, fijamente, con sus brillantes ojos. Algo me impulsó a hacer lo mismo, a poseer su rostro entre mis trémulas manos. La cabeza me daba vueltas, me sentía desfallecer. “¿Sufre él tanto como yo?”, me preguntaba. Y pensé en el infierno y en los castigos que en él me esperaban por cometer aquel terrible pecado mortal, aquel crimen contra natura. Pero el infierno me parecería la gloria si él estaba allí, si se me permitía, siquiera, contemplar su mirada durante el horrible tormento. Oh, si me hubiese visto en aquel momento el desquiciado predicador de Saint–Ange. ¡Qué poco efecto habían surtido en mí sus plegarías! Bajé mi vista hasta sus labios, movida por emociones que nunca antes había sentido. Tenían un color rosado muy vivo, eran carnosos y deliciosamente apetecibles. Sentí cómo mi cabeza resbalaba desmayadamente de entre las manos que la sostenían y mis labios acudían al encuentro de los suyos. Mi corazón palpitaba, dolorosamente, al percibir su cálido aliento perfumado, su respiración, que yo inhalaba, ebria de un deseo amoroso, como si con ella aspirase su alma. En mi ávido deseo yo lo abrazaba, lo apretaba, lo estrujaba contra mi pecho, contra todo mi ser. No fueron besos lo que intercambiamos, sino el soplo ardiente que nos embargaba. “¡Qué me importa que mi alma se condene! ¡Qué me arrojen al infierno si mi amante es mi castigo!”, pensaba.
»De pronto, noté que intentaba, suavemente, poner fin a aquel éxtasis. Sus manos me separaron unos centímetros y mis ojos, mórbidos, contemplaron los suyos disparando sobre mí el sombrío dardo de sus pupilas, ahora verdeazuladas, cargadas de tristeza, de preocupación.
»—El infierno es sólo una idea humana —me aseguró—. No existe tal lugar, ni nadie encargado de infligir despiadadas venganzas sobre los cuerpos mortales o las almas inmortales. No sé explicarte qué lugar es ese al que te llevé. No estás preparada para comprenderlo. Es un lugar dentro de la propia Tierra al que los mortales no pueden acceder.
»Me quedé perpleja. Había escuchado mis pensamientos, seguro.
»—No tus pensamientos —me dijo—. Puedo ver tu alma. La veo con mis ojos de ángel como veo tu cuerpo con los de mi carne inmortal. A través de ella lo sé todo de ti. Conozco tu corta existencia en este cuerpo y todo cuanto te sucedió antes de habitarlo. Es hermosa. Muy hermosa.
»No podía superar la estupefacción, el miedo ante semejante allanamiento de mi más intimo ser. Él sonrió abiertamente ante mis pensamientos. ¡Qué dulcísima, cautivadora sonrisa! “¡Oh, sí, mi ángel! —pensé—. ¡Penetra hasta el fondo de mi alma, hazlo! ¡Seré tu amante, tu esclava! Pero no me dejes, no me dejes jamás. Sí existe el infierno, claro que existe. Tú me arrancaste de él y me entregaste a la gloria de tu abrazo, de tu simple presencia. No me dejes, te lo suplico. Donde quiera que tú estés está el Paraíso, el Edén, el Cielo mismo”.
»—No quiero volver nunca a ese lugar. Me aterra —le confesé.
»—No volverás. Pero Eonar intentará vengarse —me susurró—. Busca concebir un hijo mortal, pero odia mezclarse entre los humanos. Por eso te llevé a su presencia. Debía buscarle una mujer adecuada a sus pretensiones. Ése fue el precio que se me impuso si quería librarme de los mortales y regresar con los míos. Le llevé a muchas mujeres antes que a ti y a todas las desdeñó. Ninguna era suficiente para él, ninguna era digna de engendrar a su hijo. La envidia ante el amor que nos tenemos fue la que le empujó a elegirte. Nunca debí llevarte allí. Nunca. Estaba demasiado ciego. Ciego de odio contra el mundo, y lo pagó el único mortal a quien no odiaba, por más que lo deseara. ¿Puedes entenderlo?
»—Creo que sí.
»—Ahora nos iremos de aquí. Hemos de huir para que no nos encuentre, pero no en el espacio, pues tardaría muy poco en dar con nosotros, sino en el tiempo. De ese modo será más fácil que pierda nuestro rastro. ¿Lo entiendes?
»Sacudí la cabeza negativamente.
»—Nos adelantaremos unos años, no muchos, cuarenta o sesenta. ¿Cómo llamáis a este año? Mil doscientos… ¿veinte?
»—Doce —balbuceé yo, sin apenas entender nada.
»—Sí, bien. Iremos a mil doscientos sesenta u ochenta. No tienes nada que perder. Nada te ata a esta época. Todos tus seres queridos han muerto ya.
»De pronto recordé a Geniez.
»—Tu amigo ha luchado por encontrar su destino —me dijo Shallem, algo molesto—. Dejemos que disfrute de él. Sabrá encontrar en ello la voluntad de Dios, ¿verdad?
»Asentí. Y Deacon… Él estaría bien, con los dueños de la posada que tanto cariño le habían cogido, pero siempre le echaría de menos…
»—No estoy segura de entender lo que dices, pero haré lo que tú digas con tal de no perderte. Ya no podría soportarlo. No podría soportar la vida sin ti. Si ahora me dejaras el suicidio sería una bendición, un alivio que no dudaría un instante en llevar a cabo, por más cobarde que sea.
»—¡No! —exclamó, súbitamente alarmado—. Escúchame, no debes hacer eso. Nunca. ¿Entiendes? Nunca. Si algo nos llegara a separar te buscaré donde quiera que estés. Te lo prometo, lo haré. Pero no debes poner fin a tu vida, pase lo que pase. Yo jamás olvidaré la promesa que te estoy haciendo. Confía en mí.
»—Pero si tú me dejas, si te cansas de mí o te asqueo cuando envejezca…
»—Yo nunca voy a dejarte. ¡Tu vida es tan breve!
»—¿Habré envejecido? —pregunté repentinamente, presa de un súbito horror.
»—¿Cuándo? —se sorprendió él.
»—Cuando… estemos en esa fecha, en mil doscientos setenta.
»—No. Serás igual que ahora. No te robará ningún año de vida —me respondió, con una tierna caricia.
»—Eres muy hermoso para ser un diablo —bromeé sonriéndole—. No tienes cuernos, ni rabo, ni pezuñas… ¿No los tienes, realmente, o te los has quitado para no asustarme?
»Los ojos le brillaron como estrellas y mostró el nácar de sus dientes al reír.
»—Claro que me los he quitado. ¿No esperarás que ande con mi temible aspecto entre los mortales?
»Aunque estaba casi segura de que bromeaba, no pude evitar asustarme.
»—Tranquila —me dijo—. Sólo es otra delirante ficción humana. Éste es el aspecto con que yo nací, y te puedo asegurar que ninguno de los míos tiene nada semejante.
»Le contemplé embelesada, encantada de haberle hecho reír. Sus ojos de ángel parecían más angelicales que nunca.
»Apoyé la cabeza sobre su hombro y me deleite aspirando la cálida fragancia de su cuello. Un cuello delicioso, fuerte, cálido y aromático.
»—Eso es —me dijo, sin que ya apenas le escuchara—. Duerme.
»Aún tenía su tersa carne entre mis manos y su perfume en mi olfato cuando me di cuenta de que un dulce sopor me había invadido por unos momentos.
»—¿Y cuándo nos iremos, Shallem? —le pregunté, luchando por desperezarme.
»—Ya nos hemos ido —me contestó, con un tono sutilmente burlón.
»—¿Adónde? —inquirí, sin saber a qué se refería.
»—A entonces —me respondió, buscando mi mirada.
»—¿A entonces? —le pregunté pasmada y escrutando a mi alrededor. El sol relucía en el exterior con la misma intensidad de unos momentos antes y la temperatura continuaba igual de abrasadora. La misma arenilla alfombrando el suelo del templo, las mismas columnas erosionadas a la salida—. Te estás burlando de mí. Estamos en el mismo sitio…, y en el mismo momento. Nada ha cambiado en este lugar.
»—Tal vez por eso me gusta. Por su cuasieterna inmutabilidad, por su peculiar fortaleza ante un paso del tiempo al que no parece rendirse. ¡Todo lo humano es tan fugaz, tan perecedero, tan mutable! En esta región se encuentran sus obras más logradas, las que suponen un mayor desafío a la mano implacable de la naturaleza y del tiempo. Por eso me gusta estar aquí. El desierto es imperceptiblemente mutable, y todo lo que en él se encuentra se transforma con mayor lentitud. Apenas cambia nada durante milenios. Eso es importante para quienes contemplamos el mundo con ojos eternos.
»—¿Entonces es verdad? ¿Ya lo hemos hecho? —inquirí perpleja.
»—Sí —me respondió, sonriendo ante mi estupefacción.
»—No noto nada especial. Sigo igual. Exactamente igual. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
»—Para nosotros ninguno.
»—¿Y para el mundo? —le pregunté, inmersa en una sensación de irrealidad.
»—No lo sé exactamente en tiempo mortal. Unos sesenta años, creo. No importa demasiado, ¿no crees?
»—¿Habrán muerto las personas a quienes conocía? Geniez, Celine y sus hermanos… ¿Crees que los habrán rescatado los cruzados?
»—Tal vez —me contestó compasivamente, aunque no lo pensaba en absoluto ni tampoco le importaba.
—Está muy callado, padre —advirtió la mujer tras un breve descanso en su narración.
El padre DiCaprio la observaba con los músculos tensos, las piernas cruzadas y el pecho apretado contra el borde de la mesa.
—Usted me prohibió hablar —dijo—. ¿Recuerda?
—¿Sí? Bueno. Únicamente no quería que me distrajese con su humana incredulidad mientras trataba de recordar el lejano preámbulo a la historia de mi vida. Ahora quisiera saber algo. ¿Cree una palabra de lo que le estoy contando?
El sacerdote bajó la mirada como si considerase y midiese su respuesta cautelosamente.
—Ya veo que no —dijo la mujer—. ¿Y qué motivos podría tener para mentirle?
Él levantó la mirada y estudió su sereno semblante.
—Tal vez sólo quiera entretenerse, divertirse a mi costa haciendo uso de su innegable imaginación. ¿Intenta burlarse de alguien concreto? ¿De la Iglesia, de la humanidad, del mundo entero, o sólo de mí?
Los ojos de la mujer se clavaron en él como profundas llamaradas azules.
—Existe otra opción que su obtuso cerebro se niega a tener en cuenta —dijo quietamente—. Que todo cuanto le cuento sea verdad. Que yo sea una pecadora arrepentida y usted mi confesor. Yo no soy Dios ni Jesucristo. No escatimaría los milagros necesarios para convencerle si fuese capaz de realizar alguno. Pero sólo soy una débil mortal como usted. Sólo puedo pedirle, humildemente, que tenga fe en que no le miento. ¿Qué esperanza tendré yo, si no, de obtener, al finalizar mi confesión, su perdón, bendición y consuelo?