El sacerdote la miraba atentamente, como intentando descubrir en su rostro un gesto o expresión delatoras. Pero no lo encontraba.
—Usted es un religioso. Ha estudiado la Biblia y debería creer en ella —dijo la mujer, dirigiendo la mirada al pequeño libro que el sacerdote había depositado sobre la mesa y acariciaba con su mano—. ¿No es un dogma cuanto ella dice? En la Biblia se habla de los ángeles. Permítamela, por favor, quiero recordarle algo.
El sacerdote depositó el librito, con cierto recelo, sobre la mano extendida de su confesada, y observó, aliviado, la delicadeza con que ella separaba entre sus dedos las finísimas hojas.
—Aquí está —dijo ella—. Se lo leeré literalmente. Génesis VI: “Cuando comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la Tierra y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres las que bien quisieron”, y añade más adelante: “… los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo”.
La mujer levantó la vista y tendió la Biblia al sacerdote.
—¿Quiere leerlo usted mismo? —preguntó.
El sacerdote tomó el librito abierto que se le ofrecía y se lo llevó a la vista maquinalmente.
—Tal vez crea en ello con la ceguedad de un axioma, o quizá su opinión vaya más allá de la simple duda. Pero, de cualquier forma, estoy segura de que no cuenta con argumento alguno capaz de refutar incuestionablemente las palabras bíblicas. Puede dudar, pero no puede negar. ¿Estoy en lo cierto?
—Supongo que sí.
—Luego admite la posibilidad de que ángeles y mujeres puedan mantener relaciones amorosas, puesto que la Biblia así lo afirma. ¿Y circunscribe, en algún versículo que yo me haya saltado, esas relaciones interespecies a algún tiempo preciso? ¿Señala su fin tras alguna época o hecho concretos? No indica nada al respecto, ¿verdad? No sugiere nada expresa o indirectamente porque no es necesario advertir de la continuidad de los hechos, sino sólo de su término. Y me temo que mientras haya mujeres sobre la Tierra este hecho no concluirá.
—Así expuesto parece lógico, posible —dijo el sacerdote alteradamente—. Pero es tan…, tan…, innatural… No sé. Yo… ¿Dice que su forma era tan humana y masculina que no se podía distinguir del resto de los hombres?
—Sí, es cierto. Pero eso es algo que la Biblia sostiene de forma natural. Sigamos en el Génesis, por ejemplo. ¿Recuerda cuando Yavé se presenta ante Abraham acompañado de dos ángeles? “Estaba sentado a la puerta de la tienda a la hora del calor, y alzando los ojos, vio parados cerca de él a tres varones”, así lo cuenta el Génesis. Y unos versículos más allá, esos dos ángeles llegan a Sodoma y son invitados a la casa de Lot, donde cenan tranquilamente y se disponen a pernoctar, hasta que los sodomitas en pleno irrumpen violentamente en la casa, pues han confundido a los ángeles, tal era su aspecto mortal, con simples humanos a los que desean conocer carnalmente. “¿Dónde están los hombres que han venido a tu casa esta noche? Sácanoslos para que los conozcamos”, piden a Lot, que ha salido a la calle para hablar con ellos. Pero él, que no ignora sus intenciones, se niega a hacerlo. Sólo cuando Lot es atacado por ellos, los ángeles despliegan sus poderes, dejando instantáneamente ciegos a todos los sodomitas. Bastante crueles, por cierto, para no llevar el apellido “caídos”. Déjemela, déjemela un momento, por favor. —Y la mujer retomó la Biblia de las manos del confesor y la hojeó hasta encontrar lo que deseaba—. Vea como se refiere a ellos la Biblia: “Forcejeaban con Lot violentamente, y estaban ya para romper la puerta, cuando sacando los hombres su mano (es decir, los ángeles) metieron a Lot dentro de la casa y cerraron la puerta. A los que estaban fuera los hirieron de ceguera, desde el menor hasta el mayor, y no pudieron ya dar con la puerta. Dijeron los dos hombres a Lot: «¿Tienes aquí alguno, yerno, hijo o hija? Todo cuanto tengas en esta ciudad sácalo de aquí, porque vamos a destruir este lugar, pues es grande su clamor en la presencia de Yavé, y éste nos ha mandado para destruirla»”. ¿Puede explicarse más claramente?
—Bien. Admito que lo que dice no carece de sentido para un creyente, pero…
—Pero estas cosas nunca ocurren a nadie que nosotros conozcamos, y menos aún a nosotros mismos.
—Sí, eso también —confirmó el sacerdote. Y luego quedó en silencio y su mirada se tornó huidiza, como si no se animara a realizar una incómoda pregunta—. El hecho de que él… fuese un… ángel caído, lo…, es decir, ¿lo diferenciaba en algún sentido? ¿Lo hacía… menos… ángel?
—Absolutamente no. Sé que intenta asimilarlo al diablo tradicional, que a usted le resulta tan cómodamente familiar. Pero tendrá que quitarse esas ideas de la cabeza. Empezar desde cero, como estamos haciendo.
—¿No me está mintiendo, entonces? ¿Debo creer que es verdad lo que me cuenta, escuchar con los oídos del confesor?
—¡Vaya! Al menos he sembrado la duda. ¿Le parezco una mujer con ganas de reírse, de burlarse? ¿Cree que tengo ganas de inventar historias fabulosas, o de gastar saliva, siquiera?
El confesor contempló atentamente el rostro de la mujer.
—No —admitió—. No lo parece.
—Hace bien en mantener cierta prevención. Pero probablemente cargará con esta duda el resto de sus días. Y jamás podrá compartirla con nadie. Eso está claro, ¿verdad? Ha comprendido que esto no es un juego, sino una confesión.
—Desde luego —aseguró el padre DiCaprio—. Todo cuanto me revela será secreto de confesión.
Los interlocutores se estudiaron silenciosa, mutua y atentamente durante un minuto.
—Estoy totalmente sedienta. Necesito agua o no podré articular una sola palabra más. ¿Es tan amable de pedir que nos la traigan? A usted le harán caso.
—Desde luego. Naturalmente —dijo el sacerdote. Y, rápidamente, se levantó de su asiento y, tras golpear la puerta, realizó su petición al vigilante—. En seguida la traerán —aseguró, sentándose de nuevo, ansiosamente, como si esperase que, a pesar de todo, la mujer continuara su relato sin aguardar la llegada de la bebida.
Pero, como no lo hacía, pareció sentirse incómodo en el silencio y anhelante de escuchar la continuación de la historia.
—¿Querría continuar, por favor? —rogó, sin poder reprimirse.
—Sí, claro. Desde luego. Veamos. ¿Qué debería explicarle ahora? Nos habíamos quedado en el templo, ¿verdad? Durante la primera semana de nuestra unión, pernoctamos bajo el templete del islote. Digo pernoctamos porque la mayoría del tiempo diurno lo pasábamos enseñándome los tesoros ocultos en el interior de las pirámides aún no expoliadas por los ladrones. Él me explicaba los misterios de la antigua religión egipcia, me descifraba los jeroglíficos inscritos en las paredes y en los sarcófagos, me contaba la historia de los que estaban allí momificados, cuando era interesante.
»Nos habíamos construido una cama, cómoda, aunque rudimentaria, a base de alfombras. Shallem no necesitaba dormir, pero siempre se acostaba a mi lado. Yo me abrazaba a él, llena de felicidad, y me sumergía en un dulce sueño. Pero, si durante la noche despertaba, Shallem me producía la sensación de estar profundamente dormido. Aunque, no era éste su verdadero estado. Simplemente, una parte de su alma divina se ausentaba del cuerpo, que dejaba a mi lado, cuidándome y confortándome, pese a su aparente inconsciencia. Por la mañana me esperaba un opíparo desayuno a base de frutas frescas y desconocidas, tortas y dulces, y productos típicos de regiones del mundo que nada tenían que ver con Egipto. Me cuidaba amorosamente, tiernamente. No necesitaba comer, por supuesto, pero tampoco tenía inconveniente en hacerlo, por satisfacerme, por acompañarme. Parecía encontrar gusto en seguir ciertos comportamientos humanos, pero, como supe más adelante, lo que realmente intentaba era evitar el poner de manifiesto las diferencias que nos separaban.
»Naturalmente, yo le bombardeé con todo tipo de preguntas, como se puede imaginar. Pero pronto comprendí que extraer cualquier información de Shallem resultaba, más que difícil, absolutamente imposible. Se negaba a hablar de cualquier cosa ajena a mi mundo. Dios, sus hermanos, su visión de mis vidas pasadas, lo que me ocurriría tras la muerte, sus propios poderes, todo eran temas tabú que yo, me decía, por mi propio bien, no debía conocer, y que él jamás me desvelaría. Después de estas conversaciones abortadas yo me sentía frustrada y desazonada, no sólo por los mismos motivos por los que usted se hubiese sentido así, sino también porque, como cualquier amante, deseaba conocer de mi amado. Entonces, él buscaba mis ojos con su mirada cargada de una ardiente ternura ante la cual me derretía irremediablemente. Y ésa fue siempre su drástica y eficaz manera de acallar mis preguntas.
»Cada noche me regalaba la visión de su cuerpo divino desnudo bajo la luz argentada de una luna de nácar flotando sobre las plácidas aguas del Nilo. Allí se bañaba, mientras yo me extasiaba en su contemplación, desde la orilla, y su nombre invadía sin cesar mis labios. En seguida me unía a él. Y en mitad de las aguas, junto al atronar de una cascada de besos, comenzaba a susurrarme al oído palabras de amor, que ascendían a mi cerebro como el aroma embriagador de un filtro amoroso. Entonces, me sacaba en brazos de las aguas, y caíamos abrazados sobre la aún tibia cubierta arenosa del fecundo islote.
El padre DiCaprio carraspeó nerviosamente y cambio de posición repetidamente sus brazos, que descansaban sobre la mesa.
La mujer sonrió cálidamente al sacerdote.
—Pasada una semana, Shallem decidió que debía encontrar un lugar para mi descanso más confortable y acorde a mi fragilidad humana. Alquiló una casita cerca del puerto de Alejandría y me prometió que partiríamos hacia Europa en el primer barco que admitiese pasajeros. Como le he dicho, no me importaba donde estuviésemos mientras estuviéramos juntos. Pero, pudiendo elegir, prefería abandonar aquella tierra ardiente, inhóspita y llena de horribles recuerdos.
—Disculpe.
—¿Sí?
—Pero ¿él no podía…? Ya sabe… ¿No podía volar?
—Oh, sí, desde luego. Pero ya le he indicado que no deseaba remarcar las diferencias entre nosotros. Apenas llevaba a cabo actos que no pudiese realizar igualmente cualquier mortal. Bueno, para entrar en las pirámides, por ejemplo, no tenía más remedio que hacer uso de sus poderes. Nos desmaterializábamos y reaparecíamos en el interior. Muchas veces estaban ocultas bajo toneladas de arena, de modo que él me indicaba un punto en el suelo bajo el que decía hallarse la cúspide de la pirámide y yo no veía nada, sino arena. Para no asustarme, yo hundía la cabeza en su pecho y cerraba los ojos y no volvía a abrirlos hasta que penetrábamos al oscuro e irrespirable interior. A veces, yo me sentía tan ahogada que teníamos que salir corriendo antes de que los gases me afectaran de veras. Por eso, dejamos de frecuentar las pirámides intactas y ocultas y nos dedicamos a las más conocidas y holladas. Mucho menos emocionante, pero más beneficioso para mi salud. Claro, que acceder a ellas desde Alejandría era muy difícil, estaban demasiado lejos. Unos doscientos kilómetros al sur, en el Valle de los Reyes, cerca de El Cairo. Por eso, sólo fuimos una vez más desde que nos trasladamos a Alejandría. Una única, última y maldita vez.
»El barco partía aquella tarde y yo quería despedirme de Egipto haciendo el amor, una vez más, en alguna de sus pirámides. Era muy emocionante y misterioso, y el ambiente me daba tanto miedo que no me despegaba un centímetro de Shallem. Él se negó, en principio, pues no deseaba poner en evidencia su naturaleza, pero, con caricias y besos, conseguí convencerle. Si me había trasladado sesenta y siete años más allá, ¿por qué no unos pocos kilómetros? Yo no me iba a asustar, ni nada de eso. Al fin y al cabo, ya lo había hecho antes: el día en que me sacó del palacio del moro, cuando me llevó a la presencia de Eonar… ¡Cómo le molestaba que le recordara esto último! ¡Qué conmovedora expresión de triste vergüenza invadía su hermoso semblante!
»Por fin, se decidió, a regañadientes. Con un beso me tapó los ojos y me apagó los sentidos. Y estuvimos allí, al pie de una pequeña pirámide. Entrar reptando por los estrechos conductos abiertos por los ladrones era divertido y emocionante. Pero antes había que encontrar la entrada, oculta bajo kilos de arena. Shallem la halló con facilidad y retiramos la arena que la cubría, ansiosamente. Anduvimos a gatas por el túnel y, vagamente, durante un segundo, se me pasó por la mente la imagen de mí misma recorriendo un oscuro pasadizo, aterrada y con los ojos inundados de lágrimas. ¡Hacía tanto tiempo de aquello, y tan poco, a la vez! La oscuridad era absoluta y yo me arrastraba en pos de mi ángel, jugueteando con sus piernas y su trasero y riéndonos los dos.
»Ya me dolían las rodillas cuando por fin llegamos a la cámara mortuoria. Había antorchas, imprescindibles para alumbrar la vida eterna del difunto, pero que, por suerte, aún no había utilizado. Quedaba poco más que la momia, en un sarcófago de madera, y sus utensilios personales, de escaso valor: peines, espejos, paletas y resecos colores de maquillaje, comida fosilizada, jarras con vino evaporado, algunas figuras de madera, toscas y demasiado grandes para ser transportadas por los invasores…, ese tipo de cosas. Pero lo que más me interesaba eran las maravillosas ideas que sus pinturas sugerían. Su particular concepción de la muerte y del más allá. Supe traducir algunos de sus jeroglíficos quinientos años antes de que Champolion naciera. Me parecían tan fascinantes…, tan complicados y simples a la vez… Curioseé por todas partes de la mano de Shallem, que me dirigía escurridizas y juguetonas miradas de reojo. Seducida, me acerqué aún más a él y le levanté la larga y fea túnica que vestía. No llevaba nada por debajo: excitante, delicioso. Paseé mis manos por sus tersos muslos y su provocativo vientre. Le despojé de su sencilla túnica, derritiéndome con el pensamiento de lo que estaba a punto de suceder.
»Pero, de repente, me detuvo las manos y me exhortó a guardar silencio. Por su expresión parecía como si hubiese escuchado un ruido extraño. ¿Pero quién lo iba a haber emitido? De haber alguien más allí, nos hubiéramos dado inmediata cuenta; sobre todo él, claro. Sin embargo, parecía súbitamente alarmado, algo había allí que él podía percibir, aunque yo no. Le pregunté, repetida y nerviosamente, qué ocurría, pero ni siquiera parecía escucharme.
»De súbito, algo le golpeó haciéndole caer al suelo. Algo que yo no pude ver hasta que las llamas de las antorchas se extinguieron repentinamente. Decenas, cientos de pálidas y dinámicas luces habían invadido la cámara. Creo que grité como nunca en mi vida mientras aquellos monstruos de intangible energía atacaban a Shallem y elevaban la temperatura de la cámara como cientos de minúsculos soles. La luz era muy blanca y cegadora y hube de cubrirme los ojos con las manos mientras trataba de acercarme a él, gritando su nombre desesperadamente, en tanto aquellas poderosas formas intentaban retenerle en el suelo. Una a una, iban desapareciendo en su invisible lucha contra él, dejando una suave estela azul como único testigo de su presencia. Pero, de pronto, la pirámide comenzó a temblar como si fuese el epicentro de un terremoto.