»Él estaba tan emocionado y satisfecho con su adquisición que no cesaba de reír como un borracho idiotizado mientras me guiaba orgullosamente por la casa, arrastrándome de la mano. Atravesamos un bonito patio con un gran estanque en su centro. Varias puertas se abrían a este jardín. Nos detuvimos junto a una de ellas y me soltó mientras buscaba las llaves en un bolsillo oculto bajo su túnica. Luego me indicó que penetrara en su interior.
»Dentro había dos mujeres árabes bordando un tapiz, que se levantaron reverentemente en cuanto nos vieron entrar. Se inclinaron ante él y así permanecieron mientras recibían sus instrucciones respecto a lo que debían hacer conmigo.
»Recuerdo las palabras que me dirigió, en un lamentable francés, antes de abandonar la estancia.
»—Bella para mí. Esta noche, gran noche.
»Eso dijo.
»Las mujeres me llevaron a otra estancia y me dieron un buen baño con mucha espuma y sales aromáticas que me resultó delicioso. No me lavaba a conciencia desde el día trágico en Saint–Ange, imagínese… Me había acostumbrado tanto a mi olor y al de los que viajaban conmigo que ni siquiera lo percibía. Pero el gordo sí lo había hecho, desde luego, según me pareció deducir por sus gestos, y también las dos mujeres, que expelían un delicado aroma a rosas. Después, me peinaron, me perfumaron, me vistieron con una túnica rica y preciosa, hecha con tela bordada con oro, y me adornaron con algunas joyas.
»Ya sólo me quedaba esperar el fatídico momento. A no ser que pusiera remedio…
»Me llevaron de nuevo a la estancia donde las había visto por primera vez y continuaron con su labor. Paseé desesperadamente mi vista por cada rincón de la estancia en busca de un cuchillo o cualquier cosa que pudiese utilizar para acabar con mi vida. Pero en aquella habitación no había un solo objeto capaz de ocasionarme ni la más pequeña herida, y tanto la puerta del jardín como la que daba al interior de la casa estaban cerradas con llave. Una de las mujeres la había cerrado al entrar, sin duda para impedir que yo pudiese escapar.
»A través de la reja que daba al jardín pude ver, aterrada, cómo la amenaza de la noche se convertía en realidad. Transcurrido un tiempo impreciso para mis sentidos oímos llamar a la puerta, y la mujer que tenía la llave se levantó y la abrió, tras escuchar la voz de quien aguardaba tras ella. Ambos cruzaron unas palabras y luego la mujer me instó a acompañarla. Creo que debimos recorrer el palacio de punta a punta, antes de llegar al vacío dormitorio que sería el escenario de nuestra romántica velada. Entré. La mujer cerró la puerta tras de mí y oí como la llave giraba en la cerradura.
»La habitación era grande, y estaba bien iluminada por múltiples candelabros de pie.
»Una nueva oportunidad para encontrar un arma que aproveché desesperadamente. Registré a toda prisa los pocos muebles que había, pero no hallé nada que pudiera serme útil. Me senté en la cama y me eché a llorar. Después, al levantar la vista, me percaté de que las paredes de aquella habitación estaban íntegramente recubiertas de espejos. Podía romper cualquiera de ellos y utilizar un pedazo para abrirme las venas. Bien, había encontrado una solución. Pero el corazón parecía ir a estallar en mi interior cuando comprendí que la idea abstracta se acababa de convertir en una posibilidad real que habría de llevar a cabo sin ninguna demora. Fue en ese instante de sublime conciencia de la realidad cuando hube de admitir lo que siempre había sabido: que carecía de valor para suicidarme.
»Me puse en pie y me dirigí a la pared, en la cual veía mí reflejo infinitamente multiplicado. Ante él me arranqué el odioso vestido que me había sido puesto para excitar los sentidos de aquel hombre que me iba a violar, esforzándome por destrozarlo lo más que podía. Luego, me despojé rabiosamente de las joyas y de la diadema que contenía mi cabello en un moño absurdo. Quedé completamente desnuda ante los espejos que me devolvían mi imagen allá donde mirase.
»—¡No! —grité—. ¡No! ¡Maldito Dios! ¡Maldita humanidad! ¡Maldita humanidad! ¡Maldita humanidad!
»La estancia se llenó con mis gritos incontenibles que reverberaban en los espejos lo mismo que mí imagen.
»—Malditos —continuaba profiriendo imparablemente—. ¡Canallas! ¡Condenados!
»Cogí un taburete y lo estrellé contra los espejos sin dejar de gritar las mismas frases.
»—¡Os odio! ¡Reniego de vosotros! ¡Especie maldita! ¡Especie condenada!
»Intentaba borrar mi desgracia, el sufrimiento por la pérdida de mi familia, de mi vida pasada. Pero era mi propia imagen, únicamente, la que desaparecía de los espejos.
»—¡Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame! —supliqué después, caída a los pies de la cama.
»Así me encontró el egipcio cuando entró pocos minutos después. Se quedó perplejo al ver el destrozo que había ocasionado en su nido erótico. Cerró la puerta tras de sí y vi que su orondo semblante enrojecía de cólera y que venía hacía mí. Me puse en pie rápidamente, asustada. Y, por primera vez, llena de ira, se me ocurrió defenderme en lugar de suicidarme, y comencé a buscar en derredor algún pedazo de espejo que pudiese servirme para clavárselo a él, y no a mí.
»Él se detuvo al percatarse de mi desnudez y me miró embobado de arriba a abajo, ya sin otra intención agresiva que la de violarme. Le miré recelosamente, con el único pensamiento ahora de hacerme con un cristal y acabar con él. Parecía sencillo, porque los fragmentos estaban por todas partes, pero él era un hombre fuerte y yo debía actuar con inteligencia o sólo conseguiría empeorar mi situación.
»Pero el hombre no me dejó tiempo para intentarlo siquiera. Antes de darme cuenta se había lanzado sobre mí como una fiera hambrienta y me había derrumbado sobre la cama bajo su propio cuerpo. Cuando, excitada y torpemente, logró despojarse de sus ropas, su miembro estaba listo para la penetración.
»Yo me llené de terror al sentirlo entre mis piernas desnudas. Era muy inocente, mucho más, por supuesto, de lo que lo son hoy en día las niñas de la misma edad, y mis experiencias se limitaban a un beso fugaz y escondido.
»Traté de mantener apretadas mis piernas con todas las fuerzas de mi ser cuando comprendí lo que estaba a punto de suceder. Pero él, jadeante, no encontró trabajo en obligarme a hacer lo contrario. Fue peor aún cuando introdujo su lengua en mi boca, aprovechando mis alaridos de horror, mis plegarias a Dios.
»Mordí su lengua y conseguí que se apartara, pero sólo para abofetearme. Cuando volvió a caer sobre mí, dejé que las lágrimas escapasen por entre mis párpados cerrados, mientras, en una última y vana acción de defensa, clavaba mis largas uñas sobre su espalda. Él gritó y me golpeó la cabeza, pero no se retiró.
»Fue entonces cuando, al abrir los ojos, le vi de nuevo frente a mí.
»No podía creerlo. ¿Cómo había logrado entrar? ¿Por qué estaba allí? Me miraba con su misma circunspecta expresión de siempre, y, a la palpitante luz de las velas, me pareció una criatura espectral. Pero era él, y estaba allí, seguro. Y, su mano, extendida hacia mí, sujetaba un cuchillo cuya empuñadura me ofrecía.
»Apenas tenía que alargar la mano y el cuchillo sería mío. Eso era lo que él pretendía. Pero ¿por qué no lo hacia él? ¿Por qué no me libraba él mismo de aquella tortura?
»No me quedaba tiempo para preguntas o dubitaciones. Tomé el cuchillo tan pronto comencé a sentir que el glande de aquel hombre penetraba en mí. Lo así con ambas manos y lo hundí sobre el lado izquierdo de su espalda, apretando y apretando hasta que el mango se detuvo al chocar con la barrera de su carne. Supongo que debí atravesar su corazón, porque no hizo un solo movimiento después de un único grito ahogado y una contracción espasmódica al percibir el filo penetrando en su interior.
»Me quedé llorando y tratando de liberarme por mí misma de aquel cuerpo muerto que me aprisionaba bajo su peso. Pero me sentía tan débil y angustiada en aquel momento que todo intento era vano. Como si mis músculos o mi cuerpo, o mi alma, se negaran a seguir soportando la vida sin ayuda. Fue él, entonces, quien, empujando el cuerpo, lo desplazó hacia el otro lado de la cama sin el menor esfuerzo.
»Entonces, me incorporé y lo miré, atribulada y confusa. Un millón de preguntas hervían en mi cerebro, que, una y otra vez, se cuestionaba el prodigio de su presencia.
»Se inclinó hacia mí, y, al hacerlo, su espesa cabellera se deslizó ante mis ojos al tiempo que sentía, durante una fracción de segundo, la cálida cercanía de su mejilla contra la mía, mientras pasaba sus brazos bajo mis piernas y tras mi cintura y me levantaba en el aire.
»Tan pronto me encontré en sus brazos, los míos le rodearon el cuello, instintivamente. Le contemplé extasiada, sin poder apartar mi mirada de sus ojos, que nunca había visto tan de cerca. Era como si él me permitiese penetrar a través de ellos, que me abstraían del mundo inspirándome un sinfín de emociones.
»Sin fruncir el ceño, parecía que lo estuviera haciendo. Yo me preguntaba el porqué de aquella constante seriedad, de aquel severo silencio. Y, sin embargo, era capaz de percibir un sufrimiento incomparable que se asomaba a su angustiada mirada como una muda petición de ayuda.
»Comencé a sentirme invadida por el más dulce sopor que en mi vida sintiera. Toda preocupación había desaparecido. Por fin estaba con él, en sus brazos. Deslicé el dorso de mi mano por su mejilla y reparé en el extraordinario calor que emanaba de él. Sus ojos me miraban recelosos, casi molestos ante mi osadía, de modo que, trastornada, aparté mi mano de su mejilla. Me fijé detenidamente en su rostro. Era el conjunto más dulce y hermoso que había visto jamás, a pesar de su extraña dureza. Pero, pronto, los párpados se me hicieron tan pesados que me costó trabajo mantenerlos abiertos. Contemplé sus labios mientras me sumergía en un sueño en el que nada importaba, y me imaginé posando los míos sobre ellos. Durante escasos segundos advertí el modo en que mi conciencia se envolvía en una bruma, cálida y oscura, que me privaba de todo sentido. Era una embriaguez placentera y deliciosa cuya llegada me sumergía en un estado de voluptuosa paz. Sólo muy vagamente aprecié, desde mi lejana indiferencia, que mi mejilla desmayada acariciaba, despreocupada y gozosamente, el cabello de él, que mis brazos se aferraban a su cuello, en un último acto consciente, temerosos de perderle.
»Era de día cuando, al abrir mis párpados de nuevo, mis atónitos ojos descubrieron la desconocida y singular arquitectura que me había protegido, quizá, durante toda la noche. La pequeña y fresca nave cuadrada se abría al exterior mediante un vano del que partía una interminable procesión de columnas que, coronadas con capiteles lotiformes, siglos atrás habrían soportado el peso de una techumbre de piedra que ahora yacía a sus pies descuartizada. Corrí al exterior, inquieta porque estaba sola, asustada y desnuda, y deseando encontrarle.
»Al salir, descubrí que me hallaba en un islote en medio de una extensión de agua de tan enorme anchura y quietud que resultaba difícil definir como un río o un lago. En sus lejanas e idénticas márgenes las pequeñas palmeras brotaban dispersas y ancladas en una tierra de aspecto arenoso y reseco. El islote era pequeño, podía recorrerse en cinco minutos, pero en su fértil tierra crecían numerosos ejemplares de una frondosa vegetación que me resultaba desconocida, fascinante e irreal. Parecía un vergel en medio de un desierto de agua y arena infinita.
»De repente, cuando más extrañada, asustada y sola comenzaba a sentirme, escuché un sonido proveniente del agua, un chapoteo. Me acerqué prudentemente a la orilla y me escondí tras la fronda. Mi corazón se aquietó y una sonrisa de felicidad distendió mis constreñidas facciones. No estaba sola. Él estaba allí.
»Nadaba de espaldas a mí, de forma que no podía verme. Reparé en que había dejado sus ropas en la orilla, y que, por tanto, debía estar completamente desnudo. La idea me puso más que tensa y palpitante. Ni siquiera me atrevía a respirar, para evitar que él advirtiera mi presencia. Sudaba como nunca en mi vida, tanto por el calor húmedo, que se hacía sentir en aquel lugar como en ninguna otra parte del mundo, como por la perturbadora excitación que se estaba apoderando de mí.
»Parecía deslizarse sobre las aguas, como si no hiciese el menor movimiento para impulsarse en ellas, lenta y silenciosamente, en profunda paz. Su cabello, empapado hasta la raíz, flotaba tras él como el majestuoso plumaje de un cisne oscuro. De improviso, se dio la vuelta y nadó, suavemente, hacia la orilla.
»Quise alejarme para impedir que me sorprendiera espiándole, pero no pude dar un paso. Como no podía apartar mi vista de él. Cada uno de sus gestos y movimientos me sugería una imagen gloriosa, mil emociones apasionadas que me atrapaban, que me atraían hacia él. Debí quedarme con la boca abierta cuando su espléndido cuerpo chorreante salió del agua y me ofreció su perfil, mientras contemplaba el vacío, la nada, que poblaba la margen vecina. Recogió el cabello a un lado de su cuello y lo escurrió entre sus manos. Cada uno de sus gestos me embobaba, me hechizaba. Poseía el equilibrio perfecto entre la delicadeza y la virilidad. Parecía un bello y misterioso felino dispuesto a abandonar su engañoso grácil caminar para lanzarse fieramente sobre su presa. Sí, eso me sugería. Una potencia oculta y acallada dispuesta a estallar.
»Reparé, por primera vez, en que era absolutamente barbilampiño, a pesar de que aparentaba una edad de unos veinticinco años, o quizás veinte, o quizás treinta. Era difícil calcularlo, porque había en él una extraña disonancia difícil de descubrir bajo su dura expresión. Tampoco había vello en su pecho, ni en sus brazos y piernas, por lo que yo alcanzaba a ver. Pero si un pequeño triángulo, húmedo y rizado, adornando su sexo.
»Le recordé como le viera segundos antes, sumergido bajo el agua, tan lejano como si contemplara la Tierra desde un mundo superior, como cada vez que le había visto.
»—Es un cisne —pensé, desposeyéndole voluntariamente de sus aspectos más inquietantes—. Sí, un cisne bello y distante.
»Entonces, giró su cabeza y miró exactamente al lugar desde donde yo le observaba escondida. O eso creía.
»—Ven a mi lado —me dijo con su suave voz.
»Me quedé tremendamente sorprendida y avergonzada, pero su voz me pareció el sonido más dulce que jamás hubiera escuchado, y la frase que pronunció fue un sueño hecho realidad. Hice ademán de obedecerle casi inmediatamente, pero, de improviso, me percaté de mi desnudez y me mantuve oculta.