»Leonardo sabía cosas de nosotros que nosotros mismos desconocíamos. Porque no sólo veía, además, sabía interpretar lo que veía.
»La tarde pasó en un suspiro en el oscuro rincón de la desierta tabernita en que nos encontrábamos, y parecíamos no parar de hablar ni para respirar. Éramos dos criaturas extrañas, dos monstruos gemelos en su soledad. Pero Leonardo iba a tener un sobrinito, un igual a él, hijo de su tío Shallem. Y la idea pareció gustarle.
»Al llegar la noche le supliqué que se quedase conmigo en casa, que no me dejase a solas con su padre. Él me respondió que era imposible, que Cannat le había prohibido expresamente el hacerlo, que era la única condición que le había impuesto para poder verme, pues él se lo había estado suplicando desde la desaparición de Shallem. Cannat tenía miedo de que nuestra inmortal humanidad nos uniese demasiado fuerte como para separarnos después, pero eso sólo hubiese podido ocurrir si yo hubiera perdido toda esperanza de que Shallem volviese a mi lado.
»Por tanto, Leonardo me dejó en casa, despidiéndose hasta el día siguiente, y, de nuevo, me encontré, lúcida y en pie, a solas con Cannat. Un Cannat silencioso y abstraído que apenas me prestó atención, y que me envió a la cama con un vaso de leche.
»Luego, como cada noche, se acostó en la cama, junto a mí, tras apagar las últimas velas.
»—Juliette, date la vuelta, mírame —me pidió, con la voz triste y apagada.
»No pude evitar hacerlo.
»—Juliette, Shallem…, Shallem… —empezó, con la voz quebrada y marchita—. Todos los prosélitos de Eonar están contra él. No tiene una posibilidad de escapar. Son una jauría persiguiendo a un lobo. Es más fuerte, pero son demasiados. —Quiso continuar hablando, pero su voz se había extinguido. Volvió a coger aire—. No llegará a tiempo —añadió en un suspiro.
»—Lo sé —susurré, contemplando desde tan cerca, maravillada, la triste expresión de Cannat, lo vulnerable e inofensivo que parecía al compartir el sufrimiento de Shallem.
»—¿Cómo? —me preguntó.
»Encogí perezosamente los hombros.
»—De alguna manera.
»—Claro —murmuró.
»—¿No puedes ir tú a ayudarle? —pregunté lacrimosa.
»—No tendría sentido. Si te dejara te matarían por acabar con tu hijo más rápidamente. Y entonces Shallem os perdería a los dos. Podrá tener más hijos, pero no recuperarte a ti.
»—¡Pero yo soy inmortal, lo sé!
»—No para cualquiera de nosotros.
»—¿Pero y Shallem? —sollocé.
»—No te preocupes por él. Le dejarán en paz en cuanto el niño nazca. El esfuerzo común que deben realizar para retenerle es enorme y aburrido. Están deseando ponerle fin.
»—¿Pueden hacerle algún daño?
»—Ninguno, salvo el moral. Está tan… tan triste, tan impotente y apenado…
»Cinco días después llegaron, puntualmente y en ausencia de su padre, los primeros vagidos de mi hijo. Fue un parto magnífico, físicamente indoloro, y en el que un ángel de fúlgidos ojos azules me asistió en todo momento.
»La llegada del niño me causó escaso gozo, he de admitirlo, salvo por el hecho de que me había librado de aquella criatura que, con mi voluntad o sin ella, crecía hasta imposibilitarme la existencia en mi propio cuerpo. Pero ello sólo obedecía a un motivo: que no habría nada en el mundo capaz de hacerme feliz hasta el regreso de Shallem.
»Por otro lado, el amor que debía sentir por mi hijo, y que, de hecho, sentía y refrenaba, me resultaba doloroso y temible en la clara certidumbre de su breve existencia, de su vida condenada antes de ser engendrada.
»Tras el alumbramiento, Cannat, como una experta nodriza, se ocupó de lavarlo con agua tibia, le puso las ropitas que le habíamos hecho confeccionar, y me lo entregó sin una sola palabra.
»Era adorable, todo lo hermoso que puede ser un recién nacido. A mis ojos, mucho más de lo que lo había sido Chretien. Su piel suave, hecha de pétalos de rosa; sus ojitos, brillantemente glaucos, mirando con estrábica fijeza y curiosidad; sus miembros, tan pequeños, graciosos y delicados como los de un muñeco. No se podía decir, en verdad, que fuese igual a Shallem. Sin embargo, en mi angustia y mi necesidad de encontrar su compañía y su recuerdo en todo cuanto veía, así deseé creerlo y así lo manifesté en voz alta, quizá como medio de reafirmar mi creencia.
»—¡Qué sabrás tú! —me contestó acremente Cannat. Y, señalando al niño, añadió—: Ése es sólo un pedazo de carne humana procreado por dos cuerpos. Lo mismo que ha procreado a miles. Los humanos engendráis cuerpos, pero las almas que los animan no proceden de vosotros. ¿De qué os llamáis padres, pues? Os limitáis a producir cuerpos vacíos que serán ansiosamente ocupados por espíritus cualesquiera sin la menor relación con vosotros. Y así ha ocurrido con tu hijo. Nunca será más que una ínfima parte de Shallem, algo imperceptible. No es su hijo. No en la manera en que nosotros lo entendemos. Los humanos generan cuerpos, los ángeles concebimos almas. Y, además —añadió, en el colmo del desdén—, no tiene el menor parecido con él.
»Me quedé tremendamente dolida pensando en las palabras que había pronunciado y a las que tanto sentido encontraba. ¡Qué mal, qué frustrado se sentiría Shallem!
»Si por algo me sentía feliz, era porque estaba convencida, y así me lo había asegurado Cannat, de que Shallem no tardaría en llegar. La excitación crecía en mí segundo a segundo. “Tal vez pase por delante de mí y no sea capaz de reconocerle”, me decía mientras miraba a uno cualquiera de los paseantes que cruzaban la calle, y a quienes me avergonzaba de no poder descartar como el nuevo Shallem. “¿Cómo será ahora?”, me había preguntado cientos de veces, sin animarme nunca a preguntarle a Cannat. “¿No se confundirá mi alma? ¿Será capaz de distinguir, bajo la nueva envoltura, al ser que ama? ¿Podré soportarlo si no reconozco su tierna expresión, su dulce calor?”, me preguntaba, ¿Y si no lo aguantaba y huía ante la visión de ese ser desconocido? ¡Qué dolor infligiría en el corazón de Shallem si no pudiese contenerme, si él pudiese leer, que seguro podría si lo hubiera, algún signo de espanto, de horror ante su nueva forma! Y yo por nada del mundo quería hacerle daño, tenía que contenerme como fuera. Antes hubiera preferido morir a herirle de esa forma.
»Y estas preguntas e inquietudes me martirizaban el cerebro tras el parto como venían haciendo desde la desaparición de Shallem. De hecho, me preocupaba más de contar los minutos y de mirar por la ventana, como si esperase verle aparecer por la esquina de la calle, que de ocuparme debidamente de mi hijo.
»—¿Quieres que le dé yo de mamar al niño? —Oí, nebulosamente, unas horas después de dar a luz, mientras contemplaba, con el pecho agitado, el tránsito de la calle.
»Me di cuenta de que el niño lloraba a pleno pulmón y de que yo ni siquiera le había oído.
»—Cuídale bien mientras viva —me dijo Cannat—. No será demasiado tiempo. De modo que no te causará muchas molestias.
»Y me puso al niño en los brazos.
»Estaba frenético. Tenía los tiernos bracitos levantados y doblados, y sus blancas manitas se cerraban en minúsculos puños. Apretaba fuertemente los párpados, y su carita estaba tan inflamada y enrojecida por la rabia que parecía que fuese a explotar. Su tosecita de bebé con la garganta irritada por el llanto furioso, sonó dos o tres veces. Cobró aliento y reanudó, aún más violentamente, sus ruidosas quejas; frágiles, pero tan agudas y vibrantes que atravesaban el cerebro.
»De pronto me di cuenta de que había nacido, de que existía, y de que yo le amaba; y supe, también, que, al igual que yo, Shallem le amaría, no importaba lo que dijese Cannat. Y lucharía por él, como había luchado por mí, pese a que fuera mortal.
»—Shallem. Mi Shallem —susurré. Y lo llevé hasta mis labios y lo besé desesperadamente.
»Luego, rápidamente, indiferente a la mirada siempre escrutadora de Cannat, me desabroché el camisón y satisfice su hambre.
»La incógnita sobre el nuevo aspecto que Shallem presentaría ante mí, y que tantos desvelos me había causado, se despejó pocas horas después.
»El niño estaba en la cama. Cannat meditaba, cabizbajo, esperando. Y yo, me limitaba a mirar por la ventana soñando con que Shallem apareciera, caminando como un mortal, con paso rápido, y envuelto en su capa de terciopelo azul.
»Pero no fue así. Surgió de pronto, de la nada. Por unos instantes quedó instalado en mitad de la habitación, inmóvil y silencioso, como si quisiera pasar desapercibido para, durante unos segundos, deleitarse en la contemplación de nuestra intranquila espera, de nuestra angustia por él.
»Cuando le vi, él miraba a la cuna y Cannat le miraba a él. Y era él, ÉL, sin duda. El conocido y adorado cuerpo de mi amado total y absolutamente desnudo. Renacido a la vida terrenal. Y no puedo explicarle hasta qué punto me alivió este reconocimiento. Cómo la eludida respuesta a mis preguntas, que siempre había sabido, pero nunca admitido, al fin tuvo libertad para desvelarse con hiriente claridad: le amaba en cuerpo y alma, pero era incapaz de disociar su alma de su cuerpo. Y este pensamiento me avergonzó profundamente. Recordé fugazmente a Shallem hablándome del nulo valor del cuerpo y de la imponderable valía del alma; enseñándome que ésta, humana o divina, es lo único que merece ser amado; diciéndome que el cuerpo no es más que un instrumento, un vehículo, un órgano mutable del alma, aunque, en su caso, fuese inalterable, y que sólo al alma podemos llamar, con toda propiedad, nosotros mismos.
»Me esforcé por borrar aquellos pensamientos de mi mente. “Si sólo amas mi cuerpo, no me amas a mí”, me había dicho. Pero no era verdad. Porque su cuerpo era un poema y cada uno de sus miembros un verso dentro de él. Su mirada una estrofa por sí sola que me hablaba de las delicias de su alma, de la belleza de su espíritu, de sus sentimientos encontrados ante un mundo inaceptable. No era la gracia alada de sus gestos, el dúctil movimiento de su cabello flotando al viento, la armónica cadencia de su suave voz, la tierna expresividad de su luminosa mirada, sino la sensibilidad que me mostraban, las vivencias de que me hacían partícipe, los sentimientos que me sugerían, las emociones que despertaban en mí. Es decir, lo que el cuerpo me hacía saber acerca del alma. Y, si en la breve vida del hombre, el rostro llega a ser el reflejo del alma, ¿puede imaginar lo que se translucía en la mirada de Shallem, después de millones de años de existencia? En un cuerpo más hermoso que el suyo, pero carente de esa emotividad, quizá no hubiera sido capaz de amarle con la misma pasión. Él veía mi alma nítida y directamente, pero todo lo que yo podía ver de la suya pasaba a través de su cuerpo.
»Creo que me levanté como impulsada por un resorte al ver que Cannat lo hacía también y que se dirigía al lado de Shallem con evidente intención de abrazarlo. Pasé como una flecha por su lado y le di tal empellón que, desprevenido como estaba, trastabilló. De este modo conseguí alcanzar primero el abrazo de Shallem, que contempló atónito mi maniobra y la consiguiente furia de Cannat.
»—Has vuelto, amor mío, has vuelto —le decía, sollozando y estrechándole con todas mis fuerzas, como si temiera perderlo de nuevo—. Y tu cuerpo… ¡Yo vi cómo se quemaba! No esperaba volver a verlo nunca. ¿Será éste tu aspecto para siempre? —le pregunté como una mema.
»Él dejó de besarme y me miró, incrédulo y desconcertado.
»—¿Qué quieres decir? —me preguntó, atónito ante mis palabras—. ¡Éste es mi cuerpo! ¿Cuál iba a ser mi aspecto si no? —continuó, extrañado, como si lo que había ocurrido fuese lo más natural del mundo y así debiera parecérmelo a mí.
»Era el mismo de siempre, confuso, ofendido y desconsiderado ante mi sempiterna ignorancia.
»El dolor de Shallem, su impotencia y frustración por no haber podido darle a su hijo lo que había deseado, por haberse sentido secuestrado y esclavizado, dejaron en él huellas profundas.
»—Lo siento —me decía, con los ojos brillantes de dolorida emoción—. Lo siento.
»Yo le consolaba como podía. Le decía que no importaba, que nadie hubiera conseguido escapar, que querríamos al niño lo mismo aunque fuese humano, y que ahora sólo debíamos preocuparnos de que nada malo le ocurriera. Más adelante tendríamos otro hijo y nadie podría impedirle ejercer su poder sobre él. Pero cuando le observaba mirando al niño en su cuna, cuando le cogía en sus brazos y, con los ojos cerrados, posaba su mejilla sobre la suave y minúscula de él, sabía que pensaba en lo que hubiera podido ser y no era, en el portentoso hombre inmortal en que hubiera podido llegar a convertirle y que nunca sería. Shallem no podía soportar la indefensión y el fracaso, lo mismo que no podía soportar las ataduras ni la imposición de la autoridad.
»Pero el tiempo fue pasando, nuestras heridas cicatrizando y Cyr, nuestro hijo, creciendo sin que nada pareciese atentar contra su vida.
»Ahora éramos cinco. No siempre, pero, a menudo una vez a la semana, Leonardo se nos unía en nuestros paseos o en nuestras comidas. Caminábamos los dos juntos, extraños semihumanos unidos por el especial misterio de nuestra singularidad, por el aislamiento inherente a él. Y, por detrás de nosotros, dos ángeles de rostros suspicaces nos seguían como padres atentos a los juegos de sus hijos, uno de ellos con un niño mortal en brazos o enseñándole a dar sus torpes y humanos primeros pasos. Yo, de tanto en tanto, me daba la vuelta para comprobar que todo iba bien, que mi hijo se encontraba en perfecto estado y que mi amor me seguía, receloso, sin quitarme la vista de encima.
»Leonardo se había convertido en un pintor de enorme relevancia y dirigía su propio taller. Pintó montones de retratos nuestros, siempre bajo el disfraz de personajes mitológicos. Y vendía tantos como pintaba a los ricos comerciantes, que parecían más encantados cuanto mayores eran las sumas que le pagaban por sus obras.
»La vena angelical de Cannat por fin se destapó durante esta larga época de paz, a la cual él, durante algunos periodos, contribuía modestamente. Adoraba a Cyr. Y éste le quería tanto a él que muchas veces creí ver la llama de los celos refulgiendo en los ojos de Shallem. Cyr lloraba cuando Cannat se iba para ausentarse durante días. Se quedaba tan triste y melancólico que no había manera de animarle. Y sólo volvía a sonreír, con una sonrisa pícara idéntica a la de su tío, cuando éste regresaba.
»Yo fomentaba el cariño de Cannat por mi hijo. Era un alivio el saber que le quería y que nunca sentiría por él los espantosos y crueles celos que sentía por mí, y por los que tanto daño me había hecho. No obstante, a veces dudaba de que el suyo fuese un cariño totalmente limpio y desinteresado, y sospechaba que podían existir motivos ocultos cuando, a menudo, le veía arrancando a Cyr de los brazos de su padre, como si le molestase contemplar escenas de amor entre los dos o temiese que Shallem llegase a querer al niño más de lo que él consideraba conveniente.