»—Quiero salir de aquí —balbuceé, y Cannat observó fascinado las ardientes lágrimas que rodaban por mis mejillas.
»—No seas tan llorica, amor. Ahora sólo nos tenemos el uno al otro y debemos ayudarnos a aclarar nuestras dudas. Contesta a mi pregunta.
»—No sé —gemí—, no sé nada. Me estoy volviendo loca.
»Cannat se rió suavemente.
»—Escucha —susurró, arrojando al suelo la antorcha y obligándome con ambas manos a acercar el oído a los labios del desgraciado.
»El pensamiento de rozar con mi piel la carne putrefacta me hizo aullar de terror. Y, al darse cuenta Cannat del pánico que el contacto del cadáver me causaba, entusiasmado por su descubrimiento, me forzó hasta restregar con mi rostro la blandura pútrida que recubría los huesos del esqueleto viviente.
»Con la amplia y sensible extensión de mi piel, noté como la suya se derretía bajo la fricción sin mayor resistencia que la de una papilla. Mi propio rostro, compelido por la fuerza de Cannat, horadaba aquella masa que se fundía a su contacto como la cera bajo la ardiente llama. Ni siquiera me atrevía a abrir la boca para gritar, o los ojos, que apretaba desesperadamente, para impedir que aquella repelente sustancia pudiese penetrar en mí.
»Noté mi nariz chocando involuntariamente con la suya, como contra un frágil paredón que tratase de demoler y que lentamente cedía, desprendiéndose del hueso y dejando, en su lugar, un vacío orificio.
»El cadáver bamboleaba en el aire, colgado de sus cadenas como de un columpio, por las violentas sacudidas que Cannat me imprimía, pues parecía pretender taladrar aquellos huesos muertos con los míos, hasta que al fin cayeran al suelo fragmentados.
»Yo sólo suplicaba a Dios para mis adentros que pusiera fin a aquella pesadilla, no importaba cómo fuera o a costa de lo que fuese. Pero Él no me escuchaba, al igual que no había escuchado a los seres gimientes cuyos lamentos servían de telón de fondo a mi propia tortura.
»—¡Bien! —exclamó Cannat, y llevándome contra su pecho me sujetó de espaldas a él con sus brazos cruzados sobre los míos de forma que me impedía limpiarme el rostro con el borde de mi falda, como luchaba desesperadamente por hacer. Y luego me preguntó—: ¿Te gustan los animalitos? ¿Sí? —y dicho esto, arrancando las ropas que cubrían el cuerpo descompuesto, puso al descubierto la inmensa cavidad en la que se alimentaban, como de un exquisito pastel, los repulsivos necrófagos. ¡Y los brazos del hombre se alzaron haciendo sonar las cadenas como si quisiera protestar, y su mandíbula, casi desnuda de carne, se abrió articulando una muda palabra!
»Mi alarido fue tan fuerte y profundo que me sobrevino un inmenso dolor en la garganta, y, después, apenas fui capaz de emitir unos ridículos gritos afónicos.
»Los ojos de Cannat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno.
»—Pero, querida —me dijo—, si también ellos son hijos de Dios. Tal vez quieras verlos más de cerca.
»Y, loca de terror, vi cómo, de nuevo, me acercaba al cadáver, bajando mi cabeza a la altura del vacío estómago del hombre, y supe que pretendía introducirla en aquella caverna inundada de repugnantes criaturas, capaces de perforar mi propia carne. Luché con todas las fuerzas de mi ser, mientras mis roncos gritos se acompañaban por los desquiciados alaridos de la mujer y por el coro de gemidos de los no muertos.
»—Shallem —supliqué, sin apenas darme cuenta de lo que decía—. Shallem.
»Y me pregunté acerca de aquel don que él me había dado y que un día, me había explicado, podría verme en la necesidad de usar, pero que ni siquiera sabía lo que era, cómo usarlo o si podría utilizarlo contra Cannat.
»—Shallem no está aquí, amor. ¿O crees que también poseemos el don de la ubicuidad? —se burló Cannat.
»—Sí lo está —sollocé—. Él está dentro de mí.
»Esto enfureció a Cannat.
»—¿Y por qué le llamas? —me preguntó, esforzándose por no gritar y sacudiéndome con violencia—. ¿Acaso no tienes bastante conmigo? ¿No te cuido bien yo, que me ocupo, no sólo de proteger tu cuerpo, sino además de alimentar tu espíritu y cultivar tu entendimiento como Shallem jamás se ha molestado en hacer? Nunca te ha tratado de forma diferente en la que trata al resto de flores que adornan los jarrones de vuestra casa. ¿Puedes decirme que no es así? ¿Qué sabías tú de nada hasta que aparecí yo? Shallem te encuentra tan débil e incapaz que piensa que es peligroso e inútil el enseñarte cualquier cosa. ¿Para qué? ¿No soy yo mejor, que he confiado en ti, abriéndote los ojos a la vida como a una brillante pupila? ¿O hubieras preferido permanecer ciega e ignorante, con la mirada eternamente oculta en el pecho amoroso pero mudo, distante y egoísta de Shallem? Esa misma frase que acabas de pronunciar, ¿acaso lo sabías antes de que yo te lo mostrara? ¡Ni siquiera te había explicado que su espíritu forma parte del tuyo! ¿Encuentras eso justificable?
»Paró un momento, como molesto por su arrebato, y luego templó la voz para añadir:
»—Shallem es demasiado voluble para fijar su atención en algo o en alguien —y, con amarga expresión de dolor, confesó en voz más baja— ni siquiera en mí, por demasiado tiempo. Te amará hasta el fin, probablemente, pero no estará a tu lado cuando éste llegue. Y sufrirá por dejarte, te lo aseguro, pero lo hará. Nada podrá más que su eterna búsqueda de sí mismo. ¡Y te abandonaría en este mismo instante si te viese la cara! ¡Límpiate, estás repugnante!
»Y me soltó para que pudiese hacerlo.
»Aquella plasta de carne descompuesta y helada se había resecado y adherido a mi piel, de modo que apenas había podido entreabrir los párpados durante el breve discurso de Cannat. Pero la humedad de mis constantes lágrimas contribuía a reblandecerla.
»—¿Es cierto lo que me dijiste? ¿Pudo evitar que yo envejeciese? —le pregunté.
»—Sí, desde luego que es cierto —me contestó, y no había malicia o ironía en su voz.
»—¿Por qué no lo hizo? —continué, pues, en mi amargura, soñaba con una respuesta que me confortase, pero me sentí humillada y estúpida, porque era como regalarle a Cannat motivos para regodearse en mi desgracia, y de existir una respuesta que pudiese consolarme, tal vez no me la diera. Sin embargo, lo hizo.
»—Tu cuerpo debe morir para que tu alma descanse, para que se reencuentre con Dios, y para que halle la Paz durante algún tiempo y fuerzas para regresar a la mortalidad. Shallem piensa que tu alma podría enfermar si este ciclo se interrumpiese. —Y soltó una breve risilla silenciosa, como si encontrase que por ello yo era un ser defectuoso.
»La naturalidad con que me habló, sin ninguna vacilación, su inesperada sincera respuesta, el consuelo que ésta me aportaba, me dejaron ausente y vacía por unos instantes. Pero no tuve demasiado tiempo para pensar en ello.
»—¡Y tú, basta ya! —gritó abruptamente Cannat, y, a grandes zancadas, se dirigió hacia la mujer viva, que no había dejado un segundo de chillar frenéticamente.
»Pero, cuando Cannat llegó hasta su lado, ella enmudeció de terror y sus ojos parecieron querer escapar de las órbitas. Todo su cuerpo formaba una tensa equis, y sus facciones estaban tan pálidas y rígidas como las de una estatua.
»—Eso es —susurró Cannat, pasando las yemas de sus dedos por la aterida mejilla de ella—. Así me gusta, dulce Ornella.
»Y, de pronto, ella gritó, y vi correr un hilillo de sangre que penetraba en la comisura de sus labios, y su cabeza tratando de alejarse, vana y enloquecidamente, de la mano de él. Chillaba de nuevo, pero sus gritos eran broncos, flojos e intermitentes, como un llanto hiposo. Me acerqué más hasta ellos, y, a la trémula luz, pude ver, con espanto, aquello de lo que la muchacha trataba de escapar. Las uñas de Cannat se habían vuelto duras, garfas y agudas, como las de la pungente garra de un felino, y se clavaban débilmente en su mejilla.
»Las lágrimas de la chica se mezclaban con su sangre conformando rápidos reguerillos de color de vino que resbalaban hasta su cuello.
»Grité como antes ella había gritado por mí y, perdiendo la noción de mi propia vulnerabilidad, me enfrenté con Cannat. Le agarré por el brazo tratando de impedir que hiriera nuevamente a la mujer, le pateé, le empujé, pero era lo mismo que tratar de dañar a una estatua de plomo. Permaneció prácticamente inamovible, levantando únicamente los brazos en un gesto humano, como si tratara de protegerse el rostro cuando intenté golpeárselo. Entonces se volvió hacia mí, y, con facilidad, me asió una de las manos, pero no la otra, puesto que la dimensión de mi vientre le impedía acercarse lo suficiente, que empleé en arañarle la cara con mis largas y afiladas uñas.
»Al punto de hacer esto me arrepentí. Acababa de darle la excusa adecuada para destrozarme la cara con sus zarpas.
»Cuando me soltó para llevarse la mano a la mejilla que yo había intentado lastimarle, vi cómo su expresión pasaba del asombro a la indignación y cómo, luego, me miraba, irresoluto, durante unos instantes.
»Di un paso atrás, y eso pareció la señal para que él se aproximara a mí. Despacio. Agitando en el aire, estudiada y amenazadoramente, sus mortíferas uñas, con el fin de aterrarme, y chasqueando la lengua en su boca repetidamente, mientras sacudía la cabeza como si estuviese reprendiendo a un niño.
»Quise alejarme, pero me era imposible desplazarme un milímetro, las múltiples configuraciones calcáreas me impedían toda clase de movimientos.
»Cannat se allegó a mí hasta que quedamos unidos por el abdomen como dos hermanos siameses.
»—¿Cuál es el fundamento para que hayas hecho tan rápidamente de ella tu hermana putativa? —me susurró con afectación y arrancándole matices exquisitos a su hermosa voz—. ¿Qué su carne sangra como la tuya? ¿Qué sus gritos superan los tuyos? —Y desviando ligeramente la mirada hacia atrás, a donde se encontraba la chica, sonrió burlonamente—. ¿Te ha iluminado el Señor, de pronto, y has visto, con la claridad de una revelación, que ambas formáis parte de la gran familia humana, y que ello es razón suficiente para ayudaros la una a la otra?
»"Ya no es tan sencillo, Juliette. Ya no puedes escoger. Tú elección está hecha y es inalterable. No hay marcha atrás. Te mueves con un cuerpo humano, pero también lo hago yo. ¿Crees que eso garantiza que lo soy? Renegaste mil veces de tu especie, y con razón, y Shallem y yo somos ahora los tuyos. ¡Los tuyos! Y cualquier mortal con quien te cruces por la calle, cualquiera que te dirija unas palabras de afecto o admiración, cualquiera que se detenga para hablar contigo de la hermosa Florencia, de los precios del mercado o del calor del sol, no tiene en común contigo más que el pájaro que cada mañana se posa para alegrar tu ventana, y que respira el mismo aire que tú, se alimenta como haces tú y habita un cuerpo mortal, lo mismo que tú. ¡Y eso es todo! Has cambiado de familia, Juliette. Te has casado con Shallem, y ahora yo soy tu único hermano.
»Luego, cuando posó sus uñas en mi rostro, me quedé tan rígida y estremecida como antes lo había estado la mujer. Pero no las clavó en mí, sino que se limitó a deslizar delicadamente las yemas de sus dedos.
»Perpleja, con los ojos clavados en los suyos, tomé la mano que me acariciaba y entrelacé sus dedos en los míos. Observé sus uñas, palpé la dureza de su placa córnea, la agudeza de sus puntas, estudié el modo en que se unían a sus largos, blancos, hermosos y humanos dedos. Perfecto. Como si siempre hubiesen formado parte de ellos.
»Cuando volví a mirarle a los ojos, sorprendí en ellos un extraño destello de satisfacción. Al punto lo vi claro: Cannat se había sentido encantado de mi osadía.
»Mientras tuve sus manos entre las mías, disfruté un sosiego total. Me abstraje de la peste nauseabunda, de los conmovedores lamentos, del llanto de la chica, sin ver otra cosa que la peligrosa belleza de Cannat, tan meticulosamente perfecta en todos sus detalles, y el fulgor de sus ojos azules, que me miraban como zafiros candentes. Caí en el letargo de un sueño dulce y prometedor, en el embeleso de su hipnótico hechizo, y, ansiosa de la paz que me ofrecía, me dejé arrastrar por él como la hoja por la corriente: falta de toda voluntad.
»Y mis dedos penetraron voluptuosamente en la espesura de su cabello, cálido y agradable como una suave y mullida madeja de angora, mientras mis ojos se rendían al sueño sin la menor resistencia.
»Entreabrí los ojos para ver cómo los suyos se cerraban y sus labios se separaban, mientras se inclinaba sobre mí, enlazando sus manos tras mi cuello.
»El mundo había desaparecido. Todo era silencio, salvo por el monótono y placentero crepitar de las antorchas.
»Y, como una llama de pasión, sentí el abrasador aliento de Cannat sobre mi piel. Y su fuego no dejaba de quemar mi rostro, mis párpados, mis pómulos, mis mejillas, que esperaban hambrientos percibir sobre ellos la húmeda caricia que no llegaba.
»Después, al elevar, delicadamente, mi mentón con sus manos, lo sentí tan próximo a ellos que mis labios se abrieron a los suyos. Y allí siguieron, suspirando, anhelantes, bajo el fuego que también a ellos abrasaba, por el beso que no habría de llegar.
»—¡Apestas! —exclamó súbitamente.
»Y, cuando, de inmediato, abrí los ojos, despertándome de mi ensueño, vi la desagradable máscara de repugnancia en que se había transformado su rostro y cómo, bruscamente, se soltaba de mí.
»—Te has portado mal, Juliette, muy mal —me recriminó suavemente, sacudiendo ante mí su dedo índice, en cuyo extremo destacaba la punzante costra oscura—. Y es porque sabes que te quiero y que nunca te haría daño. Así es que… —Y, en dos trancos, se allegó hasta la mujer y la abofeteó brutalmente con el dorso de su mano, arrancándole un grito angustioso—, está jovencita pagará tu atrevimiento.
»Permaneció mirándome expectante, estudiando mis mínimos gestos cuidadosamente, con el ceño fruncido y el oído atento, como si esperase que yo hiciese algo drástico e inesperado, como abalanzarme violentamente contra él, o simplemente dramático, como caer al suelo entre sollozos y alaridos descompuestos.
»Pero, ante mi ausencia de reacciones, vi cómo la desilusión se reflejaba en su rostro.
»—Ya entiendo —manifestó sonriendo—. Quieres que acabe con ella. ¿No es cierto? Incluso aunque lo haga del modo más brutal y cruel, aunque no puedas olvidar sus gritos de sufrimiento en el resto de tu vida, por larga que llegue a ser, tendrás el consuelo de haberte cerciorado de que su alma se libera. No quieres que salgamos de aquí dejándola con vida, ¿verdad? ¿Y ella? ¿Cuál es su deseo? Contéstame, Ornella —le pidió. Y la pobre desgraciada lloraba de tal modo que su famélico cuerpo no debía contener sino lágrimas—. ¿Deseas morir, o prefieres seguir viviendo? Ya conoces tu destino si lo haces —la advirtió Cannat, y extendiendo su brazo, señaló al resto de sus víctimas—. ¿Quieres convertirte en uno de ellos, contemplar, siempre consciente, la putrefacción de tu propio cuerpo, tu carne deshaciéndose a pedazos como la de un leproso, tus ojos, apagados e inservibles, colgando de las órbitas, los insectos devorando tus entrañas? Oh, pero no sentirás nada porque estarás muerta. Sólo tu alma sufrirá, prisionera en esta cueva mientras quede una partícula, una ceniza de tu ser mortal. Sólo yo podría liberarte. Y te aseguro que no lo haré nunca.