»En aquel momento la pirámide de cadáveres se derrumbó, y los lamentos agónicos de los no muertos inundaron la tumba de roca. Y algunos de los cuerpos, los que habían sufrido una muerte más reciente, se movieron ligera y esforzadamente, como si tratasen de reptar por el suelo para alcanzar a Cannat. Grité aterrada. Pero el conato de movimiento apenas duró unos segundos.
»—¿Lo ves? —me comentó irónicamente—. Están vivos.
»Luego fijó su atención nuevamente en la mujer.
»—¿Y bien? ¿Qué has decidido, Ornella?
»Y ella me miró suplicante, con sus ojos saltones y enrojecidos, y sin dejar de llorar. Me pregunté qué conclusiones habría extraído sobre la relación entre Cannat y yo, después de todo lo que había visto y escuchado. ¿Qué clase de criatura capaz de liberarla de su martirio pensaría que era yo, a juzgar por el modo en que me miraba?
»—¡Estoy perdiendo la paciencia! —bramó Cannat junto al rostro de ella, y sus sollozos se acentuaron ante la nueva oleada de terror.
»Entonces ella comenzó a tartamudear algo ininteligible que repetía patéticamente al ritmo de sus hipidos. Las greñas oscuras y enredadas le caían por la cara, sucia como de hollín y sanguinolenta, en la que las lágrimas habían trazado blancos surcos serpenteantes. Era una visión espantosa que me encogía el corazón. Su terror, su delgadez, su dependencia de aquel ser sacrílego.
»—Qui, qui, qui, vamos, querida lo estás consiguiendo —la animaba Cannat insufriblemente.
»—… morir… Quiero… morir —terminó ella, con su apagada y discontinua voz.
»—¿Perdón? —dijo él, señalando su propio oído y fingiendo que no había escuchado con claridad—. ¿Qué has dicho?
»La muchacha renovó el frenesí de su llanto.
»Yo me negaba a hablar o a hacer un solo movimiento porque sabía muy bien que toda aquella escena me estaba siendo dedicada, y que Cannat sólo esperaba verme participar en ella para avivar el fuego de su crueldad. De modo que permanecí sobrecogida e impotente, pero intentando afectar indiferencia. Pero lo único que conseguí fue exasperar aún más a Cannat y que cargara su furia sobre la muchacha.
»—¡Repítelo! —rugió.
»—¡Quiero morir! —gimió ella absolutamente descompuesta, y me di cuenta, por su expresión y por el tono de su voz, de que la razón estaba a punto de abandonarla.
»Qué piadoso hubiera sido que se desmayara. Qué lógico y natural un desvanecimiento que la sumergiese en el misericordioso estado de la inconsciencia. Pero sus fuerzas eran mucho mayores de las que cabría esperar, y, también desear.
»—Pero, Ornella, querida —dijo él con su hiriente sarcasmo—, eso va contra la ley de Dios. ¿No esperarás que yo haga algo así? ¿Y tú, Juliette, pecarías por salvar a esta mujer de sus miserias mortales?
»Le miré con la cara en blanco, tratando de no translucir emoción alguna.
»—Creo que no va a ayudarte —la dijo, como si lo lamentara profundamente.
»Y, luego, todos nos volvimos a observar a una de las mujeres no muertas encadenada a la pared, y cuya garganta acababa de proferir un sonido estremecedor.
»—Dios te hará pagar este sacrilegio, Cannat. Tiene que hacerlo —le aseguré.
»—¿Sí? —inquirió con burlón retintín—. Eso nos auguró uno de sus lastimosos y cobardes mensajeros —y pronunció ridículamente esta última palabra, al tiempo que abría los brazos ampulosamente en un gesto de desprecio—. Pero Shallem y yo le dimos una patada tan fuerte que aún debe estar flotando por el universo.
»—Todos los ángeles del Cielo bajarán a por ti, Cannat. Todas las fuerzas del Cielo se desataran…
»—Sería un encuentro divertido —me atajó—, aunque estaría en ventaja. Pero aún no he hecho méritos suficientes para ganar ese premio. Pensándolo bien, y ahora que me lo sugieres, creo que debería comenzar a hacerlos. Estoy harto de la aburrida y monótona matanza cotidiana de los cargantes e insípidos mortales. Despedazarlos es tan sencillo y tedioso como deshojar una margarita. Necesito contrincantes a mi altura, o mis dotes sobrehumanas quedarán anquilosadas. ¿Cómo me propones que empiece a tentar al Cielo? ¿Te parece que podría practicar con esta mujer? Aunque tal vez no sea lo bastante sustanciosa como para ofender al Cielo. ¿Crees que habrá alguien en Él a quién le importe un ápice cuál sea su destino? Francamente, yo no.
»Y, de nuevo, la abofeteó, y me miró, esperando que yo reaccionara. Y, al ver que no lo hacía, se puso rojo de furia y volvió a estrellar, esta vez con fuerza sobrehumana, la palma de su mano sobre la cara de ella. Y, al hacerlo, le clavó las uñas de punta en las mejillas y la sangre empezó a manar de los cinco profundos agujeros. Y también creo que debió romperle la mandíbula, puesto que ella no gritó, sino que puso los ojos en blanco y se quedó como ida, emitiendo unos sonidos roncos y débiles, parecidos a los estertores que brotaban de los no muertos.
»—Vámonos —dijo Cannat. Y vino hasta mí y, tomándome bruscamente del brazo, me arrastró hacia la grieta por la que habíamos penetrado.
»—¡Pero, no puedes dejarlos así! —gemí.
»—¿Qué? —dijo él, como si no diera crédito a sus oídos.
»—¡Oh, por favor, por favor! —le rogué—. ¡Libérala o acaba con su vida, pero no dejes que la ocurra eso! —Y luché por impedir que llegáramos a la salida, oponiéndome, porfiadamente, a la mano que me remolcaba—. ¡Libérala!
»—¡Nunca! —dijo él entre dientes, mientras se volvía para sujetarme con ambas manos.
»Entonces, a mi espalda, oí un sonido agudo y extraño que me hizo volverme para mirar. La pobre mujer observaba nuestra pelea, riendo tontamente. Había perdido la razón. Pero, cuando Cannat la miró, cesó de reír, y el terror se congeló en su rostro como si de golpe hubiera vuelto a ella la cordura.
»—¡No puedes permitirlo! ¡No lo hagas! —volví a gritar.
»—¿Y qué puede importarte eso a ti? —me gritó. Era evidente que la situación ya no hacía sino aburrirle; que la broma, para él, había terminado.
»—Te ruego que acabes con su vida —le imploré.
»—¡Acaba tú con ella! —rugió, y pasándome una mano por debajo del hombro y agarrándome bestialmente el brazo con la otra, me llevó en volandas al lado de ella.
»Ella nos miró, algo embobada, pero claramente horrorizada. Comprendía claramente la situación, no había duda.
»—¡Vamos, sor Piadosa, hazlo! —bramó él—. ¡Coge una piedra y abre su maldita cabeza!
»—¡Yo no puedo! —grité—. ¡No puedo hacerlo!
»—¿Por qué no? ¡Lo has hecho otras veces!
»—Pero ella es inocente —gemí—. Y es… es…
»—¡Es una mujer! ¡Es como tú! ¡Te recuerda a ti misma en la que un día puede ser tu situación! ¿No es ése tu temor? ¿No es ésa la razón por la que no puedes verla sufrir, por la que no aguantas el pensamiento de que su alma habite eternamente en su cuerpo pútrido? ¡Podrías ser tú misma! ¡Sí!
»—¿Has preparado todo esto para torturarme? ¿Sólo para torturarme? —sollocé.
»—Oh, no, ni mucho menos.
»—¿Por qué, entonces?
»—Ésta es mi colección. Mi colección de insectos.
»—Estás loco.
»—Esa cualidad no puede serme aplicada.
»—Estás tratando de volverme loca, igual que a ella.
»—Y esa afirmación no es veraz. La enfermedad no puede afectarte. ¿No se te había ocurrido pensarlo?
»Estaba alelada, pronunciando las palabras como en un sueño brumoso y tratando dolorosamente de comprender el significado de las suyas.
»—Dime la verdadera razón —le exigí—. ¿Por qué has hecho esto?
»Se acercó a mí, espetado, y me miró severamente.
»—Colecciono almas —dijo—. Soy un fanático de las almas; las selecciono, las catalogo, las atesoro. ¿Ves? Me gusta capturar almas como los humanos atrapan insectos. Y, al fin y al cabo, yo no soy tan cruel como ellos; no los atravieso vivos con letales agujas, impertérrito ante su dolor. Tengo un gran repertorio, todas son distintas, todas son hermosas; ésta es sólo una muestra, una vitrina, una hoja de mi inmenso álbum. Soy un experto, un gran experto en almas. Me gusta contemplarlas; admirar su belleza inmortal. Por eso las apreso. Si los hombres pudiesen ver lo que yo veo, venderían su alma al diablo por poder robárselas a sus semejantes. Pero ése es mi poder. Sólo mi poder y de Shallem.
»Me quedé completamente anonada, mientras él contemplaba el pelele embaído en que me estaba convirtiendo.
»—Dime —me pidió—, ¿aún quieres que acabe con la vida de esta linda mariposa?
»Le miré con absurda expresión, como si fuese un actor en una pesadilla de la que el sol estuviese a punto de despertarme y, por tanto, no me fuese necesario padecer la tortura de buscar contestación a su lacerante pregunta. Pero allí no había sol, y mis ojos se nublaban por momentos.
»—¿Dejarás su alma en libertad? —creo que murmuré.
»—Sí —afirmó—, esta vez me conformaré con su cuerpo.
»La mujer pasaba de uno a otro su mirada desencajada, contemplándonos como a dioses capaces de decidir algo más que la vida y la muerte. Luego la clavó fijamente en mí, en el ser con tan clara influencia sobre el dios, esperando la respuesta que me negaba a pronunciar. Ella padecía temblores febriles. Pensé que, de cualquier forma no tardaría en morir, pero en ese caso su alma quedaría atrapada, pues Cannat no la liberaría a no ser que yo le pidiese que la matara. Me sentí verdadera y deseadamente enferma; como un niño que hubiese cometido una terrible travesura y que supiese que sus padres no podrían enfadarse si le veían en peligro. Sólo quería que ambos, la víctima y el verdugo, me librasen de la responsabilidad de su muerte. Pero entonces vi que ella comprendía mi indecisión y que su cabeza se movía, lenta y temblorosamente, en señal de suplicante afirmación.
»—Mátala —murmuré.
»Ningún sentimiento afloró al rostro de Cannat, más bien pareció como si por fin le hubiera dado permiso para cumplir un trabajo molesto que quisiera solucionar cuanto antes. Se dio media vuelta, en cuanto hube pronunciado mi petición, y dijo:
»—Bien, necesito un alfiler para inaugurar esta nueva colección.
»Y empezó a buscar, arriba y abajo, entre todas las estalactitas y estalagmitas de la cueva, hasta que encontró una, larga, fina y afilada, que le pareció bien. Y, tras arrancarla, se acercó con ella hasta la mujer, y luego me miró, para ver si yo había comprendido sus intenciones. Y cuando se dio cuenta de que sí, lo mismo que ella, que gritaba presa de pánico, sonrió imperceptiblemente y, levantando la monstruosa arma, atravesó con ella a la mujer. Sus gritos se acallaron para siempre. Pareció morir instantáneamente, con aquello allí clavado, exactamente en el centro de su pecho, mientras la sangre manaba por todos sus orificios.
»Entonces sólo recuerdo a Cannat sacudiéndome nerviosamente mientras yo estaba tendida en el suelo, y pronunciando mi nombre como si estuviera seriamente preocupado. Y yo sentía una incómoda humedad saliendo de mi cuerpo, y como si un charco tremendo se formara bajo él. Y me oía, entre sueños, diciendo: “El niño, Cannat, estoy rompiendo aguas”. Pero cuando entreabría los ojos me daba cuenta de que aún no había pronunciado las palabras. Y luego sé que Cannat me tomó en brazos y que, tras un espantoso ruido, la grieta se volvió un boquete y Cannat lo atravesó deprisa, pues la cueva comenzaba a derrumbarse.
La mujer quedó en silencio, con los ojos fijos en las manos del confesor.
—Qué lástima —dijo—. De nuevo está estrujando las páginas de su Biblia. Están casi destrozadas. Me da pena ver maltratar los libros. Siempre he sido muy cuidadosa con ellos.
El sacerdote pareció despertar de una oscura pesadilla. Parpadeó repetidas veces para descansar los ojos, pues le dolían de lo fija y desorbitadamente que había estado mirando a la mujer. Emitió un ligero silbido y relajó sus músculos. Luego se pasó la lengua por los resecos labios mientras apartaba a un lado la maltrecha Biblia.
—Lo siento —se disculpó. Y llevó su espalda hacia el respaldo de la silla—. ¿Tuvo el niño allí?
—Cannat parecía desesperado. Le oía desde algún punto entre la consciencia y la pérdida total del sentido, diciéndome frases estúpidas en cuyo significado no debía reparar en su aturdimiento. Que no podía tener el niño aún, me repetía, que debía esperar, que no podía hacerle eso, que debía darle a Shallem una oportunidad. Y me decía todo esto como si estuviese en mi mano, y no en la suya, el detener el proceso. Y yo sudaba y me debatía en sus brazos, suplicándole que me tumbara en el suelo. Porque no podía pensar en otra cosa que en estirar mi cuerpo y encontrar un punto de apoyo para que mi aturdida cabeza dejase de girar sobre sí misma imparablemente. Sé que percibí una cegadora bocanada de luz y que él, finalmente, me depositó en el suelo nada más salir de la cueva. Y desde allí podía escuchar el sonido de sus techumbres desmoronándose para siempre, con aquellas almas eternamente encarceladas en su interior.
»Sentía dolor, mucho dolor. Y Cannat debió ver mi cara constreñida por él, porque le oí susurrarme nerviosas y preocupadas palabras de consuelo, tratando de remediar lo que él mismo había provocado. Que pronto pasaría, me decía, que me tranquilizase, que él me ayudaría. Pero entonces sentí una contracción que me indicó que el parto había comenzado irremediablemente.
»Aullé de dolor, y al ver lo que por su causa estaba a punto de suceder, Cannat me subió la ampulosa y complicada vestimenta por encima del vientre, no para preparar el parto, sino para posar sobre él sus ardientes manos, que calmaron instantáneamente mi dolor y detuvieron las contracciones.
»El sudor frío cesó. El mundo dejó de dar vueltas a mi alrededor. La serenidad y el sosiego me invadieron, entumeciendo gratamente mis sentidos. Percibí el delicioso y adormecedor calor del sol sobre mis párpados cerrados y sobre la mitad desnuda de mi cuerpo. La verdadera paz estaba llegando, por fin. Era la hora de dormir. De disfrutar del aletargamiento de los miembros y del bienvenido sopor de la consciencia.
»Estaba en la cama del que fuera mi querido hogar de Florencia cuando desperté. Sólo que ya nada lo hacía querido; ni siquiera hogar. Era sólo un lugar. El Erebo personal que compartía con Autólico. Y yo, no era yo, sino un mero ser vivo cuasiinconsciente, insensible y desfallecido, falto de toda voluntad. A veces, ni yo misma sabía que estaba viva, porque los pensamientos habían enmudecido en mi cerebro, pero otras me daba cuenta, con horror, de que todavía seguía en Florencia, de que Shallem no había regresado, y de que el monstruo estaba, sin duda, a pocos pasos de mí, esperando pacientemente mi despertar para continuar mi martirio. Y ante esta idea me hundía de nuevo en la nada, en la más profunda y deseada inconsciencia, con la esperanza de no despertar hasta que Shallem hubiese regresado, o de no despertar jamás.