»Pero el humillante desdén con que Shallem le trataba no hacía sino engrandecerle ante sus ojos. Era un gracioso capricho del dios, parecía pensar. Y, lejos de caer en la tristeza o el desánimo, sus esfuerzos y su afán persecutorio se duplicaron. Le suplicaba que volara, que anduviese de nuevo sobre las aguas, que se volatilizase, que hiciese tal o cual cosa extraordinaria. Cuando, tras horas o días de continua insistencia, por fin se resignaba a su falta de atención, o a sus ásperas contestaciones, cambiaba a tácticas menos agresivas. Y entonces le pedía ampliación a las explicaciones sobre los hechos divinos que su padre le había enseñado, con palabras y expresiones que un humano vulgar no hubiera entendido jamás, y que, por supuesto, nunca hallaban respuesta.
»—¿Por qué no hablas con él? —le preguntaba yo, dolida ante los continuos desaires con los que le castigaba—. ¿Por qué no le moldeas a tu imagen? Él te adora. Sí supieras cuánto ha cambiado desde que estás tú aquí…
»Shallem me dirigía una de sus compasivas sonrisas, casi afligida, como si se lamentara de mi pertenencia a una especie de tan pobres sentidos, y luego me decía:
»—No, mi amor. No ha cambiado en absoluto. Admira mi superioridad, todas las cualidades que me diferencian de los hombres y que quisiera para sí. Me envidia. Me mataría si pudiera, si con ello adquiriese el más simple de mis sentidos sobrehumanos. Me mataría, incluso, si con ello consiguiese que una sola de las pestañas que ahora admira, adornasen su propio ojo. No me ama a mí, sino lo mío. No te culpes por no quererle. No lo merece. Pero, gracias a Dios, no es más que un mortal, y, como tal, puede morir en cualquier momento.
»—Yo aún confío en él. Si tú le ayudas puede mejorar. Hace apenas dos años, era… angelical, como tú.
»—Entonces no conocía a su padre, su directa descendencia divina, su posición sobre el resto de los mortales, su supremacía, la grandeza que puede alcanzar. Ningún espíritu humano podría resistir el veneno de esos conocimientos sin aspirar a la propia divinidad. Créeme. Chretien jamás asimilará que nunca llegaría a ser nada más que un mortal aunque el propio Yavé fuese su padre. Debemos irnos, Juliette. No quiero hacerle daño, y su padre está vigilante, alarmado por mi presencia, por mi contacto con su hijo. Él estará bien, no temas. Tiene quien le protege.
»—¿Estás seguro de que no puedes ayudarle? —insistí.
»—Totalmente. No es más que un vulgar espíritu humano envenenado. Es demasiado tarde para él.
»—Dame sólo unos días más, Shallem. Para…
»—Como quieras.
»—Cometí el error de anunciarle a Chretien nuestra partida. Pensé que, aunque lamentaría la marcha de Shallem, en el fondo se alegraría de librarse de mí. Pero no había calculado con exactitud su pasión por su dios. Ante sus ojos, yo era la culpable de que Shallem quisiera abandonarle. Yo lo apartaba de su lado por mi única voluntad. No parecía aceptar ni preocuparle el hecho de que Shallem le detestara sin disimulo, el que ni siquiera aguantara su proximidad. Tal vez, porque superar este rechazo era un auténtico reto al que él, ante cuyos pies caían rendidos hombres y mujeres, nunca había tenido ocasión de enfrentarse.
»—¡Cerda! ¡Le necesito! —me gritó cuando le anuncié, diplomáticamente, nuestra decisión de dejarle a sus anchas en la casa, dueño y señor de todas las posesiones, y de no estorbar, en el futuro, su voluntad—. ¡No dejaré que te lo lleves! ¡Te juro que no lo consentiré!
»—¿No te dijo tu padre que te apartaras de él? —ironicé.
»—¡Qué sea él entonces quien le sustituya! —gritó—. ¡Estoy harto de estar solo! ¡Harto! —se volvió entonces hacia la ventana y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
»Conmovida, no pude evitar acercarme a él. Su cabello parecía fundirse con los rayos del sol. Pasé mi mano sobre él, tan suave como las plumas de un cisne, y luego acaricié su mejilla.
»—Tú nunca estarás solo —le susurré.
»—Déjame —sollozó—. Apártate de mí.
»Ignorando su frialdad, me agaché para posar mis labios sobre su mejilla. No sentí nada.
»Ya había comenzado a introducir en mis baúles las pertenencias que me quería llevar. Pocas, aparte de la ropa. Había decidido que partiéramos en cuanto todo estuviese embaulado. No había nada, ni el menor sentimiento, capaz de retenerme allí por un día más.
»Era el día del séptimo cumpleaños de Chretien. Yo trabajaba apresuradamente, seleccionando, de entre los gratos recuerdos de Dolmance, algún pequeño objeto que pudiese llevar conmigo. Finalmente, pensé en uno ideal, el antiguo ejemplar de
La Odisea
que tan buenos momentos nos había hecho pasar.
»Bajé a la biblioteca y busqué el tomo. Era fácil de encontrar, pues los libros de asunto mitológico habían sido los favoritos de Dolmance y estaban al alcance de la mano. Subí con él a mi alcoba y abrí el pesado baúl. Había sitio de sobra. Lo coloqué, cuidadosamente, entre dos vestidos para evitar que pudiese sufrir algún daño.
»Y entonces, cuando me iba a levantar, el pesado borde de la tapa del baúl cayó sobre mi cuello. Me encontré aplastada, asfixiada entre el cuerpo del baúl y su cubierta. Bajo el enorme peso mi cuello se hallaba constreñido, la sangre se agolpaba sin poder circular, el dolor se hacía insoportable. La sujeté con todas las escasas fuerzas que mi postura y la falta de aire me permitían. Intenté gritar, pero el aire no cabía por mi garganta. De repente, el peso se hizo mayor, sentí algo que hacía fuerza y unos pequeños saltos, los de un niño sentado en lo alto de la tapa. “Shallem”, intentaba decir yo, “Shallem”, pero estaba abandonándome ya al delicioso sopor de la muerte y era incapaz de luchar en su contra. La imagen de Shallem era todo lo que veía en mí mente, mi último pensamiento.
»Entonces, sentí que el peso disminuía, que la tapa se había levantado y que los brazos de Shallem me depositaban en la cama. Mi respiración se había convertido en un agónico estertor. Por la voluntad de mis pulmones, que padecían fuertes e interminables convulsiones, tragaba aire una y otra vez, como si nunca fuese a saciarme.
»La opresión en el cuello desaparecía muy lenta y dolorosamente. Me abracé a Shallem en cuanto tuve fuerzas para ello. Sus besos me calmaron, y el ritmo de mi respiración se restableció poco a poco.
»Y, cuando separé unos centímetros mi faz de la suya para poder contemplar sus ojos, un bulto tendido en el suelo llamó mi atención. Era el cuerpo sin vida de Chretien. De su abierta cabeza aún manaba la sangre a borbotones. Shallem le había estrellado contra la pared.
»Lancé una agónica exclamación y apreté compulsivamente la cabeza de Shallem, que dirigió la vista hacia él.
»—Oh, no —dijo irritado, como si acabara de percatarse de lo que había hecho—. ¡Maldito!
»Chretien estaba tendido en el suelo como si su cuerpo nunca se hubiera visto animado por la vida.
»Me levanté de la cama y me acerqué a él, flotando como en un sueño. “Es mi hijo quien yace muerto”, me repetía una y otra vez, atormentada por la ausencia de los sentimientos que, suponía, debía sufrir en aquel instante. No deseaba llorar, ni abrazarme convulsa a aquel cuerpo exánime. No sentía tristeza, ni el menor dolor.
»En su rostro inanimado permanecía la misma expresión de soberbia y suficiencia tan bien conocida por mí.
»Como un relámpago atravesó mi mente la imagen de la lujosa cripta que Dolmance se había obstinado en construir, y junto a cuyos restos un sepulcro vacío esperaba mi cuerpo. Corrí al cajón donde guardaba la llave de la cripta y con ella en la mano volví al lado de Shallem.
»—Shallem, por favor, llevémosle a la cripta. No puedo dejarle ahí.
»—No hay tiempo. Ven aquí.
»—¡Por favor!
»Vaciló unos instantes, y luego, dirigiendo su reprobatoria mirada al techo, farfulló algo que no pude entender, para después, agacharse y tomar el cadáver en sus brazos.
»Lo llevó hasta la cripta, por delante de mí, sin decir una sola palabra.
»En cuanto abrí el grueso portalón, la cámara se iluminó tenebrosamente. La losa del sepulcro inscrito con mi nombre se apoyaba contra éste. Shallem no tuvo más trabajo que el de depositar el cuerpo en su interior y cubrirlo con la pesada losa.
»Cuando Chretien desapareció para siempre de mí vista, experimenté una suerte de amargo alivio que me disgustó sentir. Levanté los ojos hacia el Pantocrátor que había iluminado los pasos de Dolmance hacia la vida eterna. Allí seguía, con su diestra alzada, a un tiempo bendiciéndole y señalándole el camino de salvación. Un camino que yo, seguro, nunca tomaría.
»Shallem no se detuvo un instante más de lo imprescindible. Echó a andar hacia las escaleras sin cesar de instarme a seguirle. Pero yo estaba dando mi último adiós a Dolmance, a Chretien, y a toda la angustiosa vida que había padecido hasta entonces.
»Cuando oí que Shallem me llamaba, casi con enfado, desde lo alto de las escaleras, me di la vuelta y acudí sin más demora a su encuentro. Shallem dio un par de pasos más y me esperó en el exterior de la cripta. Pero ocurrió que, cuando estaba a punto de alcanzarle, la puerta de la cripta se cerró con enorme violencia dejándome casi sumida en la oscuridad. Sólo a través de la negrura del sucísimo ventanuco penetraba algo de luz.
»Oí los cristales del ventanuco estallar en mil añicos mientras intentaba, desesperada e inútilmente, abrir la pesada puerta de hierro.
»De súbito, sentí frío. Un frío envolvente y sobrenatural que heló, de inmediato, cada uno de los poros de mi cuerpo. Que se ceñía a mi carne como si, a fuerza de contraerla, pretendiese desprenderla de los huesos. Un frío que había sobrevenido repentinamente, sin gradación. Alcé la cabeza con dificultad, pensando que la sangre se estaba congelando en mis venas. Al abrir los ojos comprobé que me dolían como si su humedad natural se hubiese convertido en una fina lámina de hielo que se fraccionara al parpadear, clavándose en el cristalino. Miré y no vi nada. Me volví hacia la ventana intentando vislumbrar siquiera un ínfimo resplandor que me indicase que no estaba ciega. Pero allí no había luz, sino una niebla caliginosa mucho más negra que la noche, más gélida que el hielo. No estaba ciega. Al menos aún no. La niebla que me impedía ver era palpable y podía sentirla entre mis dedos como un vapor tenuemente viscoso.
»De repente, el frío se eclipsó. La niebla se impregnó de una cegadora luz blanca innatural que me obligó a protegerme los ojos con las manos. Y con ella el calor. Tórrido, abrasador. Sus átomos horadaron los míos como la piedra arrojada traspasa las aguas del río. Sólo unos segundos más, y la sangre hubiera hervido en mi corazón.
»Pero entonces llegaron, de nuevo, el frío y la oscuridad. Y después, otra vez, el fuego y la baba de la niebla derritiéndose sobre mi rostro.
»Iba a morir. Y la muerte era espantosa.
»Pero, por fin, unos ruidos… golpes…, insistentes, fortísimos, al otro lado de la puerta. Y Shallem pronunciando mi nombre y tomándome con sus manos.
»Quería morir junto a él. Que nuestras almas descendiesen juntas al averno o que vagasen por el oscuro y silencioso universo sin separarse jamás, disfrutando el mutismo del sereno vacío, de su apaciguador sosiego, hasta el fin de los tiempos. Él me estrechó poderosamente contra sí. Sentí la calidez de su mejilla y la suavidad de su fragante cabello. No podía apretarle más fuertemente de lo que ya lo hacía. Quería unirme a él. Fundirme con él. Tenía los ojos fuertemente cerrados y el rostro enterrado en su cabello. Sentí que mis huesos iban a quebrarse bajo la presión de su abrazo, pero no me quejé. Deseaba que siguiera haciéndolo más y más fuerte. Que por nada del mundo me soltase.
»”¡El Cielo al fin!”, me decía en mi delirio, pero no lo era. Era la Tierra aún, una Tierra que se abría bajo nuestras pisadas, dispuesta a devorarnos. De nuevo estaba con mi amor, y luchaba por no perder la consciencia. Estábamos fuera, pero la niebla que inundaba la cripta se originaba en el exterior. Nos encontrábamos inmersos en ella, y parecía la boca de Leviatán.
»Shallem volaba, evitando las llagas de la Tierra, guiado por algún sentido sobrehumano.
»La casa se hallaba libre de niebla. Puertas y ventanas estaban bien cerradas y era demasiado espesa para poder penetrar a través de sus resquicios. Me depositó en una cama y encendió el candelabro que había junto a ella. A su tenue luz, vi su faz contemplándome espantada. El cuerpo me ardía y sentía mi carne tumefacta, como si hubiese engrosado varios centímetros, mientras que un velo rojizo me impedía contemplarle con claridad. Ambos teníamos los cabellos y las ropas chorreando aquella baba pegajosa.
»Quise hablar, despedirme, pero no pude. Mi vida se escapaba por segundos. Mi aspecto debía ser el de un auténtico monstruo. Él, en cambio, conservaba la misma apariencia saludable de siempre, pese a la suciedad de sus ropas y cuerpo, y al cabello, que le caía, empapado y lacio, sobre los hombros. Las llamas de las velas incidían sobre la película cristalina en que se había convertido la niebla sobre su rostro, haciéndola brillar con mil colores, y su piel se mantenía tersa, inarrugable, a causa de aquella mascarilla. Pero tenía, ahora, un aspecto fiero, salvaje, la expresión de quien está dispuesto a luchar denodadamente y hasta el final para conservar lo que ama. Apretó mi mano entre las suyas, como solemos hacer los mortales para consolar en la enfermedad a nuestros seres queridos, y, muy lentamente y con los ojos cerrados, se aproximó hacia mí.
»Sentí su aliento junto a mis labios y una sentencia, breve, contundente, brotando de los suyos:
»—Vive —susurró.
»Era un dulce mandato imperativo, una exhortación indeclinable que no admitía contradicción ni negativa. Y, luego, un conjuro en forma de beso, largo, profundo. Un beso empíreo, metafísico, sin relación alguna con un beso humano.
»Y su beso me insufló de nuevo el hálito vital.
»Noté como algo indoloro penetraba en mí tan fuerte y violentamente como el vórtice de un huracán. Un salto en el vacío y caer y caer vertiginosamente, y, en décimas de segundo, igual que lo había hecho en Alejandría, aquella parte de mi ser que ya había empezado a abandonarme regresó. Y la vida volvió a mí en todo su esplendor, con toda su energía.
»La inflamación, las ampollas, el dolor…, todo había desaparecido. Sabía que no iba a morir, que la fuerza que Shallem me había transmitido había curado todas mis heridas. Mis ojos veían con claridad; mis manos, otra vez suaves y tersas, se escurrirían mil veces más entre el marfil de las suyas.