»Avergonzada por no haberle prestado ningún tipo de ayuda, le busqué durante varios días, recorriendo la ciudad de arriba a abajo e inventando absurdas excusas para justificar mi empeño en dar tales caminatas, con el fin de disimular ante Shallem mis intenciones, que, en realidad, ni yo misma conocía con exactitud.
»Le encontré, por fin, dormitando sentado en el frío suelo y apoyado contra el muro de una casa cercana a la biblioteca del Louvre. Y entonces supe exactamente lo que quería hacer.
»Nos habíamos detenido a su lado, y yo dije:
»—Así de sola estaría yo, Shallem, si no te tuviera a ti.
»Él me apretó la mano. Paseábamos siempre cogidos de la mano.
»—Tú puedes ver su alma, Shallem. ¿No es cierto que no es un niño corriente? Parece tan bondadoso… Es diferente, ¿no es cierto?
»Shallem me miró, tremendamente molesto.
»—¿No es cierto? —repetí.
»—Sí, lo es —musitó a regañadientes—. Es un guía. ¿Y qué?
»—¿Un guía? —inquirí.
»Contempló al niño con una singular mezcla de odio y admiración y luego desvió la vista. Evidentemente, era uno de esos temas tabú, “del más allá”, de los que, para mi desesperación, se negaba a hablarme.
»Echó a andar, forzándome con su mano a seguirle. Pero me resistí.
»—Esta vez no, Shallem. Tendrás que responderme —le dije, tratando de parecer firme y resuelta.
»Movió la cabeza en todas direcciones. Sus ojos no quedaban fijos en ninguna parte. ¡Cómo sufría cada vez que le inquiría sobre lo que yo desconocía y tanto anhelaba saber! Me soltó la mano, cruzó las suyas sobre su pecho, se ocultó la boca con la diestra. ¡Qué gestos de inquietud tan deliciosamente humanos!
»—Es alguien cuya alma ya ha obtenido la salvación —dijo entre dientes. Apenas podía oírle. Me esforcé. Sabía que nunca repetiría lo que estaba diciendo—. Es libre. Puede ir a donde quiera. Recorrer el universo entero. Pero ha decidido volver aquí para guiar a los humanos, para ayudarles en lo que pueda. Si no le destruyen antes…
»Tal revelación me dejó completamente asombrada.
»¡Pensar que podía existir alguien así! Alguien tan cargado de amor como para regresar a la Tierra, cuando podía ser libre y feliz, a continuar lo que, sin duda, ya habría empezado en vida ¡o vidas! pasadas. Tal idea me maravilló.
»Lo miré fijamente, intentando encontrar poderes sobrenaturales que no hubiera advertido. Pero era un ser humano totalmente normal. No una criatura dotada de poderes extraordinarios o majestad divina que hicieran fácil el cumplimiento de su misión, sino sólo un alma vulgar y corriente sin mayores ventajas de las que yo tenía. No había más que observar en lo que había devenido: en un pobrecito niño vagabundo totalmente indefenso.
»—¿Él lo sabe? —pregunté—. ¿Sabe quién es y por qué está aquí? ¿Puede recordar algo?
»—Podría darte una respuesta muy larga —me contestó Shallem en voz muy baja, como si no quisiera despertarle—. Saberlo, lo sabe, recordarlo, no tiene mayores recuerdos de su pasado que cualquier otro mortal.
»—Y sí, conociendo nosotros su origen y su misión, decidiéramos ayudarle a llevarla a cabo, a sobrevivir, al menos, si nos convirtiéramos en sus protectores, ¿no nos situaríamos más cerca del perdón? Tú, que tienes toda la eternidad por delante, podrías erigirte en protector de una nueva raza superior que sobreviviría bajo tu amparo. ¿No se inmutaría el corazón de Dios ante el mecenas de las almas puras, de los justos, de los santos? ¿No sería la mayor prueba de arrepentimiento el extender tu égida sobre sus criaturas? ¡Probémoslo, Shallem! ¡Llevémoslo a casa!
»Con estas palabras le convencí, del mismo modo que habría hecho con cualquier amante mortal. Más fácilmente, quizá.
»A los cinco días de estar con nosotros Jean Pierre parecía un principito. Le habíamos encargados ropas majestuosas y su cuerpo despedía aromas de lavanda. Y, sin embargo, no parecía ni más bello ni más arrebatador que vistiendo sus desgastadas ropitas sucias, con su gracioso pelo desgreñado y algunos tiznajos por la cara.
—Pero ¿y él? ¿Shallem? —interrumpió el sacerdote—. ¿Lo aceptó tan fácilmente?
—Bueno, ya le he dejado entrever que Shallem sentía cierta envidia hacia él, hacia el hecho de que un humano hubiese ganado la Gracia que a él le estaba vedada. Sin embargo, también se sentía atraído hacia aquella criatura que ya poco tenía que ver con un ser humano. Mi ángel, perdido, como siempre, entre dos sentimientos contradictorios: el amor y el odio. Cuando le convencí, aceptó sólo llevado por aquel afán redentorio y por su ansia de congraciarse con Dios y pagar su deuda, que yo, tan hábilmente, le había expuesto, pero no por un auténtico deseo de contribuir a la mejora de la especie humana.
»No obstante, Jean Pierre se ganó su afecto a pulso. Era un niño muy pequeño y desvalido, físicamente subdesarrollado, incluso, a causa de la inanición, pero muy inteligente y dulce, y le encandiló con sus constantes muestras de ternura hacia él.
»Cualquiera que nos hubiese visto, paseando los tres de la mano por la ribera del Sena, o de excursión por los campos próximos al castillo de Vincennes, hubiese pensado que éramos una perfecta y vulgar familia de nobles franceses.
»Continuamos viviendo en París durante unos cuatro meses, sin hacer otra cosa que pasear nuestro amor bajo el sol y las estrellas y observar cómo el subdesarrollado cuerpecito de Jean Pierre se recuperaba de su atraso, mientras que su espíritu ganaba en bondad, día a día.
ȃramos felices.
»Yo me sentía invadida por una piadosa amnesia que había ido, poco a poco, difuminando mis recuerdos hasta convertirlos en no más que la borrosa remembranza de una inverosímil pesadilla.
»Ya no me causaban dolor. Ningún sufrimiento. Era como si todos aquellos hechos me hubiesen acaecido en una vida pasada, una vida anterior que ya no existía. Yo había sido la víctima de un tormento que ya nunca podría afectarme, porque nada en el mundo podía dañarme bajo la égida de Shallem.
»Pensaba que mi vida transcurriría en adelante tan simple y apaciblemente como las de los demás mortales, que viviríamos sin más preocupación que la de unir cada noche nuestros labios bajo las estrellas.
»¡De qué modo me equivocaba!
»La nueva tragedia llegó un día de Febrero, acompañada de los gélidos vientos nórdicos que cada invierno convertían las calles de París en un inmenso y dantesco cementerio.
»La Luna llena reflejaba su luz sobre el cárdeno celaje fluorescente, que volvía a derramarla, violácea y sombría, sobre un tétrico París adormecido.
»Un rayo plateado iluminando el horizonte y, diez segundos después, un trueno en la lejanía.
»Jean corría hacia casa por delante de nosotros, con Omar enredándose entre sus piernas.
»Ya estábamos cerca, en la rue Saint Martin, delante de la puerta de Saint Nicolas Des Champs, cuando me percaté, conturbada, de que le habíamos perdido de vista. No quise llamarle a gritos por no despertar a toda la vecindad, pues era muy tarde y en París, en invierno, la gente se acostaba muy temprano. Había poco que hacer levantado, excepto pasar frío y consumir la cera de las velas o el aceite de los candiles.
»Pero Shallem sí lo hizo. Arrebatado por un presentimiento angustioso corrió calle abajo gritando su nombre con toda la fuerza que sus pulmones le permitían. Un profético grito de terror.
»Y la bóveda celeste, cada vez más oscura, más amoratada.
»Apenas veía unos centímetros por delante de mí hasta que llegó el resplandor, vivísimo y fugaz, iluminando la calle. Y durante este segundo me di cuenta de que estaba sola, de que Shallem había desaparecido y de que sus voces, si es que las seguía dando, ya no eran audibles ni siquiera en la lejanía. Tuve miedo.
»Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y el trueno ensordecedor.
»Seguí corriendo, aprovechando las luces súbitas y fugaces, cada vez más numerosas, hasta el cruce con la rue Turbigo. Desde él, escuché un alarido sobrenatural, un aullido desgarrador proferido con la potencia de mil gargantas.
»El cielo quedó en silencio, expectante, escuchando aquel sonido que desafiaba a su propia voz.
»París entero se estremeció conmovido. Oí las voces de las gentes que, asomadas a las ventanas, se preguntaban unas a otras por su origen. Pero nadie osó salir. El frío era demasiado intenso.
»Guiada por algún instinto que no sé nombrar, llegué hasta el callejón donde Shallem se estrechaba, arrodillado, junto al cuerpo inerte de Jean Pierre. La sangre brotaba de su pequeño cráneo, espesa y opaca, tan negra en la noche como su propio cabello. Omar yacía muerto junto a él.
»Me tiré al suelo junto a ellos, gritando presa de un ataque de histeria.
»Shallem, en absoluto silencio, seguía apretando el cuerpecito contra su pecho. Tenía los ojos fijos en el vacío y la mirada dentro de sí mismo. Era imposible leer en su rostro.
»Yo me dirigía a él sin parar, desesperada, sollozando implorante:
»—¡Por favor, por favor, sálvale! ¡Tú puedes hacerlo, tú puedes!
»—Se ha ido —me respondió en un susurro, sin dejar de abrazarse al cuerpo y sin dirigirme su inescrutable mirada—. Es un cuerpo vacío.
»—¡Tráelo de nuevo, Shallem, te lo suplico! ¡Él quiere regresar, no te será difícil! Es necesario aquí. ¡No puede morir! ¡Por Dios Bendito, haz algo!
»Estaba desesperada ante su impasibilidad. Deseaba verle hacer cualquier cosa, por inútil que pudiese resultar. Pero él no se movía.
»—Ya no está aquí —susurró—. No puedo hacer nada.
»—¡Sólo inténtalo! —volví a exhortarle, obcecadamente, sin poder creer que se resignase tan fácilmente a la pérdida de Jean Pierre.
»La seca tormenta iluminaba el callejón en que nos encontrábamos. Patéticas criaturas sollozando de impotencia ante la invencibilidad de la muerte.
»—Quizá no esté lejos todavía —insistí, tontamente, incapaz de aceptar la injusticia de su muerte—. ¿No podrías atraparle de alguna manera, interceptarle en su camino? —Ni siquiera me preocupé del bochorno que mis necias y vanas súplicas hubieran debido causarme. El dolor era demasiado grande—. ¡Por favor, haz algo! ¡Hazlo!
»De nuevo, el cielo centelleante me ofreció una visión del lúgubre callejón sin salida. Por primera vez me apercibí de que no estábamos solos. Tres chiquillos, poco mayores que Jean, nos observaban, amedrentados y temblorosos, junto al muro del fondo. Acorralados. Uno de ellos blandía un atizador de hierro en las manos, otro, un gran cuchillo de cocina. Exhibían sus armas como fieras atrapadas, intentando acobardar al enemigo. Había miedo, pero también valor y resolución en sus rostros infantiles. Eran fieras salvajes intentando sobrevivir en la selva de piedra y cristal. La más pura esencia del hombre sin domesticar. Robar, matar… Todo con tal de seguir viviendo.
»Apenas les dediqué más tiempo del que duró la centella. Seguí, consternada, apretando la delicada manita mortal de mi amado Jean, instando torturantemente a Shallem.
»—¿No puedes hacer nada? —volví a acuciarle.
»Un rayo iluminó sus ojos, que ahora me miraban. Me dio un vuelco el corazón. Eran feroces, desconocidos.
»Luego, casi de inmediato, el cielo pareció desquebrajarse, agónico, y el callejón retumbó bajo sus fatales agüeros.
»“¿No puedes hacer nada?”, había preguntado yo. Y recibí la respuesta.
»Sí —una breve sílaba plena de connotaciones que me llenaron de horror—, puedo. —Y, luego, volviendo sus ojos a los niños, añadió, presa de furia—. ¡Y lo haré!
»Se levantó dejando caer el cuerpo de Jean con el mismo descuido que un fardo de ropa sucia. Para él ya no era una cosa que mereciese mayor delicadeza. Me levanté también, aterrada por lo que, estaba segura, iba a suceder.
»—¡No debes hacerlo! —grité—. Piensa en Jean. Él nunca lo consentiría. Te estará viendo allá donde esté y esto le hará sufrir más que su propia muerte. ¡Por Dios, no lo hagas! ¡No te mancilles ahora!
»Se volvió hacia mí con los ademanes de una fiera y un grito colosal me obligó a echarme atrás.
»—¡Sal de aquí, Juliette! ¡Vete y no mires atrás!
»Creo que, durante un instante, temí incluso por mi propia vida. Vi los rostros aterrados de los niños, que, gimientes, se asían unos a otros de los brazos procurándose inútil amparo. Pero no me atreví a decir una sola palabra más.
»Doble la esquina del callejón, sólo un paso, quedándome clavada contra la pared, escuchando los gritos de auxilio de los niños, ahogados continuamente por el estruendo del firmamento.
»Deseaba mirar con todas las fuerzas de mi ser. Pero la historia de la mujer de Lot había acudido a mi memoria y temía convertirme en una estatua de sal. “No mires atrás”, me había advertido él. Lo mismo que el ángel a Lot.
»Apreté los ojos cuan fuerte pude y me tapé los oídos. Para no ver. Para no escuchar.
»Los abrí al cabo de un par de minutos, cuando sentí sus ojos clavados en los míos.
»No dijo nada. Se limitó a tenderme la mano para que yo la cogiera. Pero no podía. No quería marcharme de allí sin saber de qué modo lo había hecho. ¿Morbosidad?, quizá. ¿Deseo de conocer hasta dónde llegaba su poder?, más probablemente.
»Despacio, muy despacio, por si, en su ira, deseaba impedírmelo, doblé de nuevo la esquina que me impedía la vista del callejón. No hizo un solo movimiento.
»La tormenta se había alejado y me fue muy difícil ver.
»En el lugar donde Jean y Omer habían muerto no había sino restos de unas cenizas esparcidas. Pero, al fondo, en el mismo sitio donde los había visto por última vez, junto al muro, tres figuras esculpidas en carbón se estrechaban en su último abrazo. Estáticas. Como si la lava del Vesubio hubiese caído inesperadamente sobre ellas, deseosa de inmortalizar su terror. ¡Dios mío! ¡Cómo se estremeció mi alma al observar sus horrorizadas expresiones, sus posturas, la desesperada e inútil forma en que cada uno de ellos había buscado la protección de los otros!
»Los rocé con mi pie para comprobar su textura, pensando que al hacerlo se volatilizarían en cenizas, igual que le había ocurrido a Jean, borrando toda huella de su existencia. Pero no ocurrió así. Me asombró su consistencia. Los golpeé ligeramente con el pie y vi que eran duros. Comencé a patearlos, cada vez más fuerte, y era como chocar contra pedernal ennegrecido. Parecían indestructibles.
»Y, como los desgraciados pompeyanos que murieron con sus tesoros entre los brazos, así habían quedado petrificados, con el pequeño crucifijo de oro, que aquella misma mañana le había regalado a Jean Pierre, colgando de su ahora negra y rígida cadenita.