»Leonardo observaba mi examen arrebolado, temeroso de mi veredicto.
»—¿Os gusta, señora? Por nada del mundo quisiera causaros enojo. Si es así yo… lo destruiré ahora mismo, ante vuestros ojos.
»—¡No! ¿Qué decís? Os prohíbo que lo destruyáis. Es la obra de arte más maravillosa que jamás he contemplado. Vos me habéis convertido en una diosa, Leonardo.
»—Sí, mi señora. Vos sois mi diosa.
»—He de irme —afirmé, dirigiéndome a la puerta.
»—Dadme un segundo para vestirme y os acompañaré a vuestra casa, Juliette.
»—¡Ni soñarlo! —aullé, furiosa, ya con el picaporte en la mano—. ¿Estáis loco? ¿Es que no vais a parar jamás de tentar al destino? Yo soy la muerte para vos. La parca Atropo y no Venus, y cortaré el hilo de vuestra existencia si persistís en vuestro empeño. Controlaos, o lo lamentaréis hasta el fin de los días.
»Leonardo me escuchó entre impresionado y divertido.
»—Sin duda exageráis, mi señora —me contestó con una sonrisa—. Pero vuestras palabras, envueltas en sutil y atractivo misterio, no hacen sino aumentar mi deseo.
»"El buscar vuestra compañía es promesa de muerte, decís; pero vuestra ausencia es la muerte misma.
»"Antes os amaba por vuestra belleza y encantos, y por los velados secretos que a través de ellos se translucían; ahora, por los inescrutables arcanos de que vuestros ojos me hacen participe, por las insólitas emociones que vuestras palabras despiertan en mí, por vuestras amenazas de mil y un incógnitos peligros a causa de mi amor.
»"Habéis hecho mal en venir si pretendíais disuadirme con tales promesas, pues, en lugar de haberos librado de mí, si antes os amaba, ahora os adoro".
»Tras oír aquellos argumentos no tuve nada más que decir, salvo una despedida.
»—Adiós, Leonardo. Sé que no va a servir de nada el que os lo diga, pero yo no os amo, ni, lamentablemente, podré amaros nunca.
»—Dadme tiempo, Juliette.
»—No lo entendéis, Leonardo. No queréis entenderlo —dije en voz baja, aunque algo exaltada—. Yo amo a mi esposo. Y nunca podré amar a nadie más.
»—Sí —me contestó, con su eterna sonrisa un poco entristecida—, lo sé. Él es néctar de ambrosía y yo sólo miel. Pero ¿no habéis pensado en que, la ambrosía, al igual que la miel, puede tener distintas calidades, y en que puede darse el caso en que la de ésta sea superior a la de aquélla?
»Me quedé paralizada. Boquiabierta. ¿Cómo podía él haber descubierto un pensamiento tan íntimo, tan mío? Porque, ¿quién más en la Tierra podía utilizar aquella metáfora con tanta propiedad como yo? Nadie. ¿No?
»La palabra casualidad era inaplicable.
»—¿Cómo habéis podido leer mi pensamiento? —le pregunté sin rodeos. Estaba acostumbrada a los hechos cuasimilagrosos.
»—Es un don que tengo —me contestó. Su expresión era afable, pero los relámpagos que iluminaban sus ojos delataban cierta picardía—. A muchas personas les sucede. ¿No lo sabíais?
»—¿Y qué más sabéis de mí? ¿Qué más habéis podido leer? —le inquirí, recelosa.
»Él me miró a los ojos, luego movió los suyos a derecha e izquierda, arrugando ligeramente la frente, mordiéndose el labio inferior, simulando realizar un profundo esfuerzo mental. Pura comedia.
»Por fin, enarcando las cejas cuanto pudo, con fingida expresión de inocencia, mostrando al completo las orlas violeta oscuro que enmarcaban sus iris, me contestó:
»—¿Todo?
»Me enardecí ante su insolencia, asustada ante la posible veracidad de su afirmación.
»—¿Cómo es posible? —pregunté, mientras una nube de aturdimiento surcaba mi mente.
»—Ya os lo he dicho. Es un don —respondió con toda calma.
»—¿Qué es lo que sabéis exactamente? Decidme algo de ese todo —le ordené.
»—No quisiera escarbar en temas tan dolorosos —apuntó, sin sombra de ironía. Parecía arrepentido de su anterior petulancia.
»—No os preocupéis. Hablad —le insté.
»—Vuestra vida ha sido un calvario. Un infierno, diría yo.
»—Detalles —le exhorté. Necesitaba asegurarme exactamente de sus conocimientos.
»—Vuestros padres asesinados, vuestros hijos también.
»No me quitaba la vista de encima. Sus ojos parecían dos dagas de hielo hundiéndose sobre los míos.
»—¿Mis hijos? —inquirí.
»—Sí. Vuestro hijo natural y vuestro hijo adoptivo.
»—¿Y mi esposo?
»—No sé nada de él —me respondió.
»—¿Y mi hijo natural? ¿Quién era su padre?
»—Lo ignoro. Ciertas partes de vuestro pensamiento me resultan inaccesibles. Me negáis la entrada y yo os respeto. Rehúso tratar de forzarla. Hay recuerdos que es mejor relegarlos a rincones escondidos del cerebro, o, de lo contrario, no dejarían de torturarnos durante toda nuestra existencia. Creo que ahí están los vuestros, y ahí deben continuar.
»Me pareció una buena respuesta, aunque no podía pensar con demasiada claridad. Quise creer en la posibilidad de que fuera sincero y, en alguna medida, me tranquilicé.
»—Está bien. Será mejor que me vaya —dije.
»—¿Cuándo volveremos a vernos? —me preguntó, con los ojos encandilados.
»—Nunca, si todo va bien —le respondí—. Adiós, Leonardo. Guardaos de volver a seguirme. Y olvidadme, hay muchas mujeres hermosas en Florencia.
»Leonardo denegó con la cabeza.
»—Simples caricaturas de vos. No tienen parangón. ¿Miel, tras haber conocido el néctar de ambrosía?
»Abrí la puerta y salí, andando sin mirar atrás hasta que escuché su llamada.
»—Juliette, no sufráis por mi vida —dijo, acrecentando su sonrisa—. Mi padre me sumergió en el río Estix al nacer; incluido el talón.
»Se refería al mito griego de Aquiles. Ya sabe. Al nacer, su madre le sumergió en las mágicas aguas del río Estix con intención de convertirle en un ser invulnerable. Pero cometió el error de sujetarle por el talón, impidiendo que las aguas lo bañaran. De este modo, el talón se convirtió en la única parte vulnerable de su cuerpo.
»Le miré unos momentos, apenada. ¡Era tan valiente, tan fanfarrón! Seguí andando.
»—¡Juliette! —volvió a llamarme.
»—¿Sí? —Le miré.
»—Recorrí las siete vueltas —dijo, ahora con la expresión gravemente ensombrecida—. Completas.
»Me quedé observándole atentamente, intentando desentrañar el significado oculto de sus palabras.
»El río Estix daba siete vueltas al infierno, que se encontraba en su centro.
»¿Qué habría querido decir?
»Volvió a sonreír melancólicamente y penetró en su estudio.
»No me di ni cuenta de lo que ocurría en la posada. De si había ruido o había silencio; de si había tanta gente como a mi llegada, o había más, o había menos; o de si me miraban o me ignoraban. No sabría decirlo. Estaba inmersa en mis confusos pensamientos.
»Anduve hasta mi casa lo más lentamente que pude. Tras la visita que acababa de hacer, mi situación con Shallem había empeorado todavía más. Me daba miedo verle, aunque también lo deseaba.
»Pensaba en Leonardo, en sus posibles medias verdades y en las incógnitas indescifrables que me había lanzado y que daban vueltas y más vueltas en mi cerebro, incapaz de llegar a ninguna conclusión totalmente aceptable.
»Sin duda, había fanfarroneado. Sólo conocía algunos de los más importantes detalles de mi vida. Lo cual ya era demasiado. Pero, incluso aunque me hubiese mentido y lo supiese todo, absolutamente todo, ¿qué?
»Y en cuanto a lo del río Estix, ¿habría querido enviarme algún mensaje, tan oscuro y terrible que no se atrevía a pronunciarlo en alta voz, o no había sido más que un engañoso acertijo, pronunciado en su afán de hacerse misteriosamente interesante? Si era así, había funcionado.
»Por fin, llegué a casa. Introduje, temblorosamente, la enorme llave en el interior de la cerradura. Ya era de noche. ¿Habría vuelto él? Sí. Lo supe porque el cerrojo estaba completamente echado, y yo, con las prisas, me había limitado a cerrar de un portazo.
»Al cerrar la puerta tras de mí, mi corazón palpitaba impetuosamente. Subí los escalones. Uno a uno. Con la única y débil luz que provenía de un candelabro en el salón.
»Allí debía estar él.
»La puerta estaba entreabierta. La empujé con mis manos hasta abrirla de par en par. Temblando.
»Allí estaba.
»De pie.
»Su imponente figura tenuemente iluminada por la luz ambarina de las llamitas. La melena desgreñada y los ojos, pungentes, clavados en mí. Parecía un espectro.
»Me quedé pegada al suelo. Muda.
»No llevaba más que unas calzas cortas casi completamente ocultas por la sucísima camisa blanca que colgaba por encima de ellas.
»La mano izquierda apoyada en la cadera, una pierna flexionada, y algo, largo e indistinguible, cayendo sobre su muslo derecho.
»Aguanté su mirada como pude, mientras sufría un tropel de sentimientos contradictorios.
»Eché un rápido vistazo al tenebroso saloncito. Las llamitas flameaban como tétricos espíritus danzantes, pero todo estaba limpio y correcto, como yo lo había dejado.
»La alfombra española, tan mullidita; un par de sillas Dante de respaldos de cuero, fantasmagóricas, junto a la pared; el sgabello de nogal, que en la oscuridad parecía un antiguo sarcófago romano, tallado con los mismos motivos que la mesa a la que servía de asiento; y la mesa ovoide, meticulosamente situada en el centro del medallón dibujado en la alfombra.
»Todo sumido en tinieblas.
»Sin pensarlo dos veces, atravesé la habitación, con el corazón palpitante, buscando la larga vela con la que encendíamos la lámpara del techo. Por fin, la encontré, oculta detrás de la cortina. La así, y, nerviosamente, la arrimé a una de las llamitas del candelabro. Después encendí con ella cada una de las velas de la lámpara del techo.
»Pude ver con total claridad los reflejos de las llamas danzando sobre sus gélidas pupilas, refractándose en su brillante cabello, e iluminando las pequeñas, oscuras e inconfundibles manchas de sangre sobre su desgarrada camisa.
»Algunas parecían desordenadas salpicaduras producidas por una lluvia sanguinosa; otras, estudiadas pinceladas maestras de diferente trazo e intensidad.
»Me espanté.
»Luego, mis ojos se posaron en el largo objeto que colgaba desde su cintura y que no había podido distinguir a mi llegada. Lo miré horrorizada. Era una espada.
»—Armas humanas para un mundo de humanos —musitó.
»Estaba estupefacta, incapaz de intentar coordinar una frase con algún sentido.
»Le miré de arriba a abajo. Era evidente que la había usado. Pero ¿contra quién, en aquella adorable Florencia de encantadores ciudadanos?
»—¿Qué has…? —quise preguntarle—. ¿Qué ha pa…? ¿Por qué…?
»—¿Nunca te has dado cuenta de lo tiernecitos que sois los humanos? —me preguntó. Y en el tono de su voz no se detectaba ningún sarcasmo.
»Desenvainó la espada; fina, larguísima, afilada y ensangrentada.
»—¿A quién ha sido? —inquirí en un hilo de voz—. ¿A quién has matado?
»—¡Pero, querida! —se burló—. ¿Ya no lo recuerdas? ¡Maté a decenas de tus pretendientes!
»¡La mentira que yo le había contado a Leonardo!
»—¡No! —grité.
»Un grito de angustia. Se me ocurrió en un instante. Él había estado allí mientras hablábamos, invisible e inmaterial, como era, en realidad. Le había matado al marcharme y había regresado a casa antes que yo. Como un rayo de luz. Él podía hacerlo.
»Arrojó la espada al suelo. La sangre mancharía la alfombra que yo tanto amaba, pensé, neciamente. Tenía un nudo en la garganta. Me asfixiaba.
»Anduvo hacia mí lentamente. Tenía el semblante serio, terriblemente serio, amenazador. Me quedé inmóvil, congelada. Hubiera dado un paso atrás, pero ni a eso me atreví. Se detuvo a dos pasos de mí. Sombrío, silencioso, circunspecto.
»—¿Quieres que te lo cuente —me preguntó—, que te explique el modo en que aceché a mis víctimas en la oscuridad; en que provoqué con mis palabras sus instintos criminales; la absurda bravura con que acometieron contra mí, ignorantes de mi condición; la facilidad con que ensarté sus cuerpos en mi espada?
»Yo apenas podía respirar.
»—Dime que no ha sido culpa mía —le rogué en un susurro descompuesto.
»—¿Tu culpa? —preguntó sin apenas darse cuenta.
»—¿Por qué lo hiciste?
»—¿Y por qué no? Me gusta hacerlo. Llega a ser divertido —me respondió. Parecía una inescrutable figura de cera, lívida e impávida.
»Yo me sentía, cada segundo que pasaba, más trastornada, más cerca del desmayo.
»—Es como la caza —continuó—. La caza divierte a los hombres. ¿No es así? Y hay que adiestrarse si se pretende ser buen cazador.
»Sus palabras eran irónicas, pero su voz, sus ojos, estaban llenos de amargura.
»La sangre circulaba torpemente a través de mis venas. Lo noté. El cerebro embotado, los miembros helados…
»—Ah, pero he sido justo —prosiguió—. Jugué con sus mismas cartas y maté con sus mismas armas. No todos los hombres pueden decir lo mismo.
»—Dime por qué —murmuré.
»—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay entre matar con motivo o sin él? ¿No es a la misma muerte a quien entrego sus almas condenadas, la que reduce a polvo a justos e injustos por igual? Tarde o temprano, a todos os acoge en su seno, la madre muerte.
»Sus ojos relampagueaban. Las siniestras lucecitas continuaban su danza fúnebre sobre su rostro, sobre sus manos, sobre el teñido filo de la espada, sobre los muebles, incluso sobre la cálida alfombra.
»No podía moverme; me sentía sobre arenas movedizas a punto de abrirse bajo mis pies.
»—Es igual de injusto matar con razón o sin ella, Juliette. De modo que, ¿qué importa tenerla o carecer de ella?
»—¡Pero sin duda existe un motivo!
»—Desde luego. ¿No lo recuerdas? Es el precio que he de pagar por la vida de mi hijo. Seiscientas sesenta y seis víctimas mortales a cambio de la vida del hijo de un ángel. Es más que un precio justo, es un precio muy bajo.
»—¡Seiscientas sesenta y seis! —exclamé horrorizada.
»—Sí. La cifra es una broma de Eonar. ¿No es graciosa?
»—Shallem, tú no puedes hacer eso. No quiero. No te dejaré.
»—¡Ah, no, querida! —exclamó levantando su mano derecha de tal forma que pensé que iba a lanzarla sobre mí—. ¿Crees que ahora voy a abandonar a la muerte al hijo que ya he engendrado?
»—Pero no puedes, no debes hacerlo, Shallem, amor mío —sollocé.